
El recuerdo de los viajes de ciudadanos soviéticos al extranjero durante las décadas de 1960 y 1970, así como la llegada de visitantes occidentales a la Unión Soviética, sigue vivo entre quienes hoy superan los ochenta años. En ese contexto de fronteras cerradas pero permeables, la circulación de personas se convirtió en un fenómeno revelador tanto para los soviéticos como para los extranjeros. El flujo de turistas, estudiantes y especialistas occidentales no solo aportó divisas imprescindibles, sino que también se transformó en un instrumento clave de diplomacia cultural y diálogo intelectual, resultado de negociaciones de alto nivel entre la URSS y las potencias occidentales.

Una espía en los archivos soviéticos
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La presencia de estos visitantes extranjeros generaba sentimientos encontrados en la sociedad soviética. Por un lado, existía orgullo ante el interés internacional por aprender de la experiencia soviética; por otro, surgía una profunda inquietud. Un panfleto publicado en Leningrado en 1970 advertía: “Los centros de espionaje extranjeros que llevan a cabo actividades subversivas contra la Unión Soviética explotan el sistema de intercambios científicos internacionales para dedicarse a la desviación ideológica”.
Bajo esta lógica, cualquier acción, desde prestar una revista occidental a un compañero de cuarto hasta mostrar desconocimiento sobre el tema de investigación, podía ser interpretada como una amenaza. Los estudiantes occidentales, en particular, se encontraban bajo la vigilancia no solo de las autoridades soviéticas, sino también de las agencias gubernamentales de sus propios países, que buscaban evitar incidentes internacionales.
En este ambiente de sospecha y control, la historiadora Sheila Fitzpatrick sitúa su memoria, Una espía en los archivos soviéticos, ambientada en la última etapa de la guerra fría, marcada por acusaciones y contraacusaciones. Fitzpatrick describe situaciones que resultarán familiares a quienes estudiaron en Rusia en esa época: desde las operaciones de “trampa de miel” destinadas a desacreditar a los visitantes como desviados sexuales, hasta la intromisión de los vecinos en la vida privada de los residentes del albergue estudiantil.
Una amiga rusa lo resumía así: “No acabas viviendo allí si eres una persona normal”. A esto se sumaban amistades intensas y efímeras con personas que, tras la partida, probablemente no volverían a verse, y el temor constante a convertirse en el protagonista de algún panfleto de denuncia, como el titulado Los oficiales de la Cheka de Vorónezh lo cuentan todo, que circulaba en la ciudad donde el autor pasó el curso académico 1980-81.

La posición de Fitzpatrick difería de la de la mayoría de los estudiantes extranjeros. Mientras muchos optaban por estudiar la cultura rusa prerrevolucionaria y relacionarse con jóvenes interesados en la moda y productos occidentales, ella se propuso observar con rigor la vida soviética contemporánea. Su compromiso como historiadora la llevó a trabajar en los archivos, una decisión audaz y arriesgada en ese momento, y a mantener un diario detallado de sus vivencias. Esta combinación le permitió elaborar un relato excepcionalmente claro y orientado de su experiencia.
Entre los episodios más llamativos que narra se encuentra el intento fallido de seducción por parte de un alemán oriental que fingía ser experto en el tema de investigación de Fitzpatrick —el comisario de Ilustración y viejo bolchevique Anatoly Lunacharsky—, o la estrategia inesperada que le permitió acceder a documentos en el archivo estatal de la Revolución de Octubre: no fue la argumentación razonada ni el esfuerzo visible, sino el recurso a un llanto estratégico.
No obstante, el libro no se limita a anécdotas. Fitzpatrick estructura su relato en tres líneas principales: las dificultades para obtener material documental frente a la constante evasión y censura; las emociones y desafíos de la vida en la comunidad estudiantil cerrada de la Universidad Estatal de Moscú; y, de manera especialmente memorable, su estrecha amistad con Igor Sats, vinculado a Lunacharsky, quien le abrió las puertas de la revista literaria más influyente de los años 60, Novy Mir.
La experiencia de Fitzpatrick con Novy Mir fue extraordinaria y, entre los extranjeros, probablemente única: pudo leer los textos literarios más esperados mientras aún estaban en proceso de edición, como la novela Pabellón de cáncer de Solzhenitsyn, que fue prohibida en 1968 y solo se publicó en Rusia en 1991. A pesar de ello, mantuvo una visión crítica sobre la obra, especialmente en lo relativo a la representación de los personajes femeninos principales.

Fitzpatrick subraya su independencia de criterio estético, y menciona que las aclamadas interpretaciones de Monteverdi por el grupo Madrigal de Andrei Volkonsky le parecían cursis por su emocionalidad histriónica y semiescenificada.
La descripción de Moscú que ofrece Fitzpatrick desmonta la idea de que el arte oficial de finales de los 60 y principios de los 70 fuera homogéneo o carente de audacia. La ciudad no solo era el centro del poder gubernamental, sino también el núcleo de las corrientes políticas opositoras más activas.
El primer viaje de Fitzpatrick a la URSS como estudiante de posgrado en Oxford le provocó, al regresar al Reino Unido, una sensación de desarraigo mayor que la que experimentó al llegar a Rusia. La universidad británica le resultó provinciana en comparación con Moscú, y los especialistas en estudios soviéticos, poco informados y limitados intelectualmente.
En una breve visita en la primavera de 1968, observó que “para Novy Mir, el clima político era tempestuoso e incierto”, y que la ciudad era un mar de barro, aunque los acontecimientos en Praga generaban esperanza. La invasión soviética de Checoslovaquia meses después supuso una profunda desilusión.
Ese mismo verano, el periódico Sovetskaya Rossiya la denunció como instrumento de propagandistas antisoviéticos, lo que intensificó el conflicto interno que ya sentía como hija de una activista por las libertades civiles y economista, comprometida con la izquierda pero ajena al establishment comunista.
La respuesta de Fitzpatrick a este dilema fue organizar cuanto antes otro viaje prolongado a Moscú. El acceso directo a los recursos de investigación y su creatividad para sortear las restricciones impuestas sentaron las bases de una carrera destacada como historiadora.
A diferencia de otros autores de memorias académicas, como Eric Hobsbawm, Fitzpatrick no centra su relato en el ascenso de una figura prominente, sino en el proceso de autodescubrimiento de una joven tímida, insegura, pero excepcionalmente perspicaz y decidida. Su condición de extranjera —australiana residente en el Reino Unido y Estados Unidos— y su carácter la convirtieron en una observadora capaz de captar lo que otros pasaban por alto. Así, Una espía en los archivos soviéticos constituye un testimonio singular no solo de una trayectoria personal, sino también de la historia soviética y británica.
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