La fotografía agrícola de Colombia revela un contraste difícil de ignorar, mientras algunos alimentos fundamentales pierden terreno, los cultivos ilícitos avanzan con fuerza. Esta realidad tiene cifras que inquietan tanto a expertos como a autoridades locales y nacionales.
El dato más reciente lo dio a conocer el presidente Gustavo Petro. Según la actualización oficial, “al cierre de 2024, se determinó que hay 262.000 hectáreas de coca en todo el país”, un crecimiento del 3% frente a 2023. El número encendió alarmas no solo porque sigue la tendencia ascendente, sino porque ya supera la extensión sembrada de varios productos esenciales en la dieta de millones de hogares.
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El cacao, tradicionalmente figura de exportación y orgullo cafetero, terminó el año con 260.954 hectáreas. La yuca, presente en las mesas de casi todo el territorio, llegó a 241.248 hectáreas. La papa, indispensable en la canasta alimentaria nacional, registró 196.337 hectáreas. En suma, hoy hay más coca sembrada que cacao, yuca o papa; un indicador contundente del tamaño del reto.
El panorama adquiere un tono más preocupante si se recuerda que, hace poco más de un mes, Estados Unidos descertificó a Colombia en su lucha contra el narcotráfico. La decisión, de fuerte impacto político, estuvo sustentada en la percepción de que el Gobierno no ha desplegado esfuerzos suficientes para frenar la expansión de los cultivos ilícitos.
Aun así, realizar comparaciones directas entre la coca y los cultivos legales requiere matices. La coca se siembra en regiones remotas, de acceso complejo y bajo control de actores criminales. No responde a los factores tradicionales del mercado agrícola, sino a dinámicas de violencia y economías alternativas que prosperan donde la presencia institucional es débil o inexistente.

Esa realidad es evidente en las zonas donde se reportan las mayores extensiones sembradas. Territorios con infraestructura precaria, dificultades de movilidad y poca presencia del Estado siguen siendo propicios para que bandas armadas consoliden economías ilegales. Allí, el cultivo de coca no solo es un negocio; en muchos casos, es la única actividad económica disponible.
El presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), Jorge Bedoya, lo sintetizó así en el diario La República: “prácticamente son zonas olvidadas y están bajo la cultura de la ilegalidad”. Su lectura parte de una verdad incómoda, mientras los grupos criminales sigan siendo más rentables o influyentes que el Estado, este fenómeno será muy difícil de revertir.
En ese sentido, Bedoya insistió en que “mientras este negocio sea rentable, y el Estado no tenga la capacidad para combatir a grupos criminales, será la tormenta perfecta para que siga la expansión de cultivos”. Es decir, la ecuación está lejos de resolverse solo con erradicación; exige presencia institucional, vías, empleo y alternativas reales para la población rural.

En contraste, los cultivos legales como la papa o la yuca operan bajo dinámicas regidas por oferta y demanda. Son alimentos básicos para la mayoría de familias, especialmente en hogares de ingresos bajos. Por eso, sus precios no pueden subir demasiado sin afectar el bolsillo de los consumidores. Esa presión, sumada a costos de producción al alza y problemas de comercialización, generó que el área sembrada de estos productos se reduzca en los últimos años.
La relación entre ambos mundos, el lícito y el ilícito, refleja la desigualdad territorial del país. Donde las carreteras, el crédito y los mercados llegan, los cultivos legales funcionan. Donde nada de eso existe, la coca sigue siendo la alternativa.
Sin embargo, no todo es retroceso. Varios cultivos mantienen su liderazgo en extensión y producción. El café continúa encabezando la lista, con 838.838 hectáreas registradas a finales de 2024. El arroz suma 711.030 hectáreas y la palma de aceite, 689.915. Estas cifras recuerdan que, pese al avance de la coca, el sector agrícola legal aún sostiene buena parte de la economía rural.
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