
El reconocimiento de las víctimas del conflicto armado en Colombia es un proceso largo y complejo, en el que algunas poblaciones han permanecido invisibilizadas durante años. Sin embargo, un hecho histórico marcó un avance significativo en este camino: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) acreditó por primera vez a una mujer trans y a su hijo como víctimas dentro del macrocaso 11, que investiga las violencias basadas en género, violencia sexual y reproductiva, así como aquellas motivadas por prejuicios hacia la orientación sexual y la identidad de género en el marco del conflicto.
Este reconocimiento no solo validó los crímenes y agresiones sufridos por la mujer trans y su familia, sino que también dejó en evidencia cómo su identidad de género influyó en la persecución sistemática que vivió y que, en muchos aspectos, aún persiste. Durante décadas, la violencia motivada por prejuicios contra la población Lgbtiq+ se mantuvo en la sombra, sin justicia ni un reconocimiento claro por parte de las instituciones. Sin embargo, este caso podría representar un punto de inflexión en la manera en que se abordan estas violencias dentro del proceso de justicia transicional.
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Por razones de seguridad, la JEP mantiene en reserva los detalles específicos y la identidad de las víctimas. No obstante, se sabe que la historia de esta mujer trans y su hijo está marcada por múltiples vulneraciones a los derechos humanos ocurridas entre 1990 y 2006 en el departamento del Tolima. Entre los hechos documentados se encuentra el asesinato de su pareja, quien fue objeto de discriminación y estigmatización antes de ser ejecutado, así como la violencia sexual ejercida por la guerrilla bajo la lógica de “violencias correctivas” dirigidas contra personas Lgbtiq+.
Además, la víctima y su hijo sufrieron tres episodios de desplazamiento forzado debido a la constante amenaza contra sus vidas. Uno de los hechos más atroces de esta historia fue el reclutamiento forzado del menor por parte de un grupo armado, con el argumento de que “un travesti no era apto para criar a un niño”.

La violencia por prejuicio en el conflicto armado colombiano no fue un fenómeno aislado, sino un mecanismo de control social que buscaba someter y eliminar a quienes eran considerados diferentes. De acuerdo con la Comisión de la Verdad, este tipo de violencia no solo fue generalizada, también respondió a patrones de persecución y discriminación. En su informe final, Mi cuerpo es la verdad, se documentaron 709 actos violentos categorizados como persecución y 369 víctimas identificadas, de las cuales el 64,2% eran hombres y el 35,8% mujeres. Las agresiones más frecuentes incluyeron amenazas (37,2%), desplazamientos forzados (33,6%) y exilios (19,2%), lo que refleja la magnitud del impacto sufrido por estas comunidades.

Desde todos los actores armados, la violencia basada en género y en la orientación sexual se convirtió en una herramienta de sometimiento, aprovechándose de quienes se encontraban en situaciones de mayor vulnerabilidad. Según la Jurisdicción Especial para la Paz y la organización Colombia Diversa, este tipo de violencia no solo castigaba a las víctimas individuales, sino que enviaba un mensaje disuasorio a la comunidad. “La violencia ejercida ha cumplido un propósito: enviar un mensaje a la comunidad consistente en que quien pensara y actuara de forma análoga, correría la misma suerte”, señala la JEP.
El macrocaso 11, que investiga este tipo de agresiones, no se limita a analizar los hechos del conflicto, sino que busca comprender las estructuras sociales que históricamente han colocado a las mujeres y personas de género diverso en posiciones de exclusión y vulnerabilidad. Para la JEP, la violencia basada en prejuicio cumple tres objetivos principales: expulsar a las personas de sus territorios, aprovecharse de su situación y castigarlas por no ajustarse a las normas impuestas por los grupos armados.
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