
Mientras la monarquía británica consolidaba su imagen como pilar de tradición y decoro, uno de sus representantes protagonizaba una vida opuesta a los valores de la Corona. Eduardo VII, hijo de la reina Victoria y príncipe de Gales durante más de medio siglo, llevó una existencia privada marcada por la promiscuidad, la transgresión social y el abuso del poder.
A lo largo de 68 años, Bertie, como lo llamaban íntimamente, sostuvo relaciones con más de 100 mujeres, entre ellas coristas, aristócratas, esposas de sus amigos y actrices internacionales, en una vida que desdibujó continuamente los límites entre la esfera pública y la privada.
Una reputación que atravesaba apodos
Eduardo VII fue conocido por varios apodos que condensaban su imagen pública y privada. “Eduardo el Acariciador” se refería a su deseo sexual desmedido, mientras que “Tum-Tum” aludía directamente a su aumento de peso, producto también de su voraz apetito por la comida.

Su complexión y su inclinación por encuentros sexuales múltiples motivaron a un ebanista francés a diseñar un sillón especial adaptado a su cuerpo y a su dinámica sexual.
Esta pieza de mobiliario, cuya existencia responde tanto a una necesidad funcional como al grado de permisividad que rodeaba al príncipe, le permitió continuar con sus prácticas incluso cuando su salud se deterioraba.
Sexo sin fronteras: diversidad de sus conquistas
No existían barreras sociales ni éticas que detuvieran a Eduardo en sus deseos. De acuerdo con el historiador Anthony Camp, al menos 65 mujeres fueron identificadas como amantes regulares o episódicas, aunque la cifra real supera ampliamente las cien.

Las compañeras de cama del príncipe incluían desde coristas de teatro hasta aristócratas de renombre y princesas extranjeras. No le importaba el rango, siempre que las mujeres aceptaran. Entre sus amantes más conocidas figura Alice Keppel, hija de un terrateniente escocés y bisabuela de la reina Camila.
Venganza emocional contra la reina Victoria
La biógrafa Jane Ridley ofrece una interpretación psicoafectiva del comportamiento sexual de Eduardo. Según ella, su actitud libertina puede explicarse como una forma de revancha.
“Estaba furioso por haber sido engañado para casarse precozmente a los 21 años con la princesa Alejandra de Dinamarca”, escribió Ridley.
El casamiento había sido impulsado por la reina Victoria y su hija Vicky con el objetivo de asentar la conducta de Bertie. Ridley sostiene que “lo impulsaba el deseo de vengarse de su madre”, un impulso que nunca lo abandonó.

Un primer escándalo y la muerte del príncipe Alberto
Su iniciación sexual, al menos en términos públicos, quedó marcada por el episodio con Nellie Clifden, una actriz que fue trasladada especialmente desde Inglaterra hasta Irlanda, donde el joven Bertie, de apenas 19 años, participaba en un campamento de verano con los Guardias Granaderos.
Al regresar a Cambridge, su padre, el príncipe Alberto, lo reprendió duramente mientras caminaban bajo la lluvia. Poco tiempo después, Alberto murió a los 42 años, y la reina Victoria culpó a su hijo por el fallecimiento prematuro de su esposo, convencida de que el disgusto había acelerado su deterioro físico.
Una vida conyugal simbólica y adúltera desde el inicio
Apenas transcurrido un año desde su boda con la princesa Alejandra, Eduardo inició una cadena interminable de infidelidades. La primera fue con la baronesa Leonora de Rothschild, seguida por Jeanne de Sagan, princesa francesa.

En una conversación amena con la esposa de su amigo Sir Edmund Filmer, con quien además tuvo un romance, el Príncipe de Gales hizo una reveladora declaración: “Tuve una charla muy agradable con ella”. Sin embargo, estas insinuaciones no pasaron desapercibidas. Lord Stanley, con tono despectivo, dejó claro su desaprobación en su diario, comentando tras una jornada de caza: "Se habla mucho del Príncipe de Gales y su conducta deshonrosa”.
El chantaje y la tragedia como constantes
Sus relaciones no sólo generaron murmuraciones sino también consecuencias trágicas y legales. Harriet Mordaunt, esposa de un diputado, según lo publicado en Daily Mail, lo recibía una o dos veces por semana en su casa de Belgravia, asegurándose de que los sirvientes no estuvieran presentes.
Pero su marido descubrió la infidelidad y ordenó matar a tiros los dos ponis que Bertie le había regalado.

Luego, en un giro inesperado, Lady Susan Vane-Tempest, hija del duque de Newcastle, le reveló a Bertie que estaba embarazada. Sin embargo, él la rechazó sin piedad y sugirió que acudiera al médico Clayton, conocido por su dudosa reputación.
Más tarde, Lady Susan utilizó esta situación para chantajearlo, exigiendo “al menos 250 libras”, según informó la profesora Ridley.
La cantidad de mujeres con las que se relacionó Eduardo VII abarca nombres de relevancia histórica. Lillie Langtry y Patsy Cornwallis-West, esta última lo sedujo cuando él tenía apenas 16 años, fueron algunas de las más destacadas.
A ellas se suman Sarah Bernhardt, Lady Randolph Churchill (madre de Winston Churchill), Daisy, condesa de Warwick, y Georgiana, condesa de Dudley. Todas estas figuras precedieron o coexistieron con su último gran vínculo: Alice Keppel, quien se mantuvo a su lado hasta su muerte.
París, el epicentro de sus excesos
Aunque su vida sexual fue intensa en Inglaterra, encontró en París el lugar ideal para desplegar su estilo de vida más extremo. Su entorno favorito era el Moulin Rouge, donde lo llamaban “Kingy”.

Louise Weber, la bailarina conocida como “La Goulue”, lo saludaba desde el escenario con frases como “¡Hola, Wales! ¿Vas a pagarme el champán?”. La ciudad le ofrecía la libertad para elegir entre prostitutas y coristas, sin las restricciones sociales que enfrentaba en Londres. Allí vivía la versión más descarnada de su hedonismo.
La edad no redujo su deseo sexual, pero sí su capacidad física. Para seguir satisfaciendo sus deseos, recurrió a la innovación artesanal: un ebanista llamado Soubrier creó un sillón especial que permitía a Eduardo mantener relaciones sin mayor esfuerzo físico.
En plataformas actuales como TikTok, la cuenta @thehistorygossip, dirigida por Katie Kennedy, mostró recreaciones de cómo se utilizaba ese sillón, símbolo último de una vida guiada por el placer sin límites.
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