
“En Venezuela no puede haber justicia, pues no existe instancia estatal alguna que sea independiente del Ejecutivo. El fiscal general, los miembros del Tribunal Supremo de Justicia, el ministro de Defensa, los jerarcas de los cuerpos de policía, ejército e inteligencia, la directiva de la Asamblea Nacional y del Consejo Nacional Electoral, son todos ellos apparatchiks del PSUV, el partido del gobierno”.
El párrafo citado es de “Una orden de arresto para Nicolás Maduro”, mi columna aquí mismo la semana pasada. He allí una implícita definición de un orden político totalitario. En los hechos, se trata de un régimen de partido único, un partido que “nunca pierde una elección, aunque pierda”.
Es que los juzgados, la administración de la ley y el orden, el uso de la fuerza, y desde luego la gestión electoral, están subsumidos en el poder político. En la práctica ello suprime la separación de poderes y los contrapesos que restringen la discrecionalidad del Ejecutivo. Como resultado, se erosionan los derechos y las garantías constitucionales.
En este régimen, las referencias a lo jurídico son ficticias, un maquillaje para encubrir la naturaleza del sistema de dominación. Por eso son verdaderas ficciones de juridicidad. Por los tribunales desfilan litigantes, sumariantes, testigos, fiscales, defensores y peritos judiciales. Se recrea una escena de imparcialidad e institucionalidad legal. El vocabulario es leguleyo en exceso, pues ello para disimular los sinsentidos jurídicos.
Los magistrados visten de toga, cumpliendo con los rituales. Sin embargo, se trata de una mera dramatización; en realidad, todo ocurre por fuera del derecho. El proceso legal está determinado de antemano y decidido en otro lugar, no en juzgado alguno. Es sólo la escenografía pseudo-jurídica de una asociación ilícita, que tiene la suma del poder público en sus manos.
Las instituciones judiciales son meros instrumentos de dominación de la dictadura. De ahí que las sentencias judiciales siempre sean favorables para el régimen; es lo esperable, lógico, inevitable. Sólo así se puede explicar el dictamen de la Sala Electoral del TSJ que “certifica” el material electoral y “convalida categóricamente” los resultados emitidos por el CNE declarando la victoria de Nicolás Maduro en la elección del 28 de julio.
Tal como ha sido documentado de manera consistente por la campaña de Edmundo González con un muestro de actas por encima del 83%, la proclamación de Maduro fue apresurada y sin base en la evidencia ni verificación imparcial, con contradicciones aritméticas, sin resultados desagregados ni presentación de las actas correspondientes. Esto fue corroborado por el Departamento para la Cooperación y Observación Electoral de la OEA, el Centro Carter y la Unión Europea, entre otros.
El Panel de Expertos Electorales de Naciones Unidas, a su vez, declaró que lo anterior “no tiene precedente en elecciones democráticas contemporáneas”. Pero el TSJ, una vez, más emitió una sentencia en favor de Maduro, violando la Ley Orgánica de Procesos Electorales y la Ley Orgánica del Poder Electoral que determina que la responsabilidad de totalizar, adjudicar y proclamar los resultados de una elección presidencial es exclusiva del CNE. Mas ficción de juridicidad.
Es que para eso está una notaría: certifica, convalida y corrobora lo que solicite el cliente, al parecer también un resultado electoral. Es que en esta notaría llamada Tribunal Supremo de Justicia, Maduro es el principal cliente.
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