
Treinta y seis años no han sido suficientes para arrancar de la memoria colectiva el eco seco de los disparos en la plaza de Tiananmen, ni la imagen indeleble del “hombre del tanque”, esa figura anónima que, con una bolsa de supermercado en cada mano, detuvo por instantes el avance de una columna de blindados. Pero en Beijing, donde el pasado es un terreno minado de silencios —también digitales—, el 4 de junio de 1989 sigue siendo un agujero negro en el relato oficial.
En la capital china no hay placas, monumentos ni actos públicos que conmemoren la represión. Tampoco menciones en Weibo ni en Douyin, los equivalentes chinos a X y TikTok. Ni siquiera los algoritmos parecen recordarla. La memoria está borrada, depurada, recodificada.

No hay huellas en buscadores, ni referencias en modelos de inteligencia artificial. No la menciona Qwen3, el chatbot de Alibaba, que lanza un mensaje de error ante cualquier consulta; ni Doubao, de Bytedance, que omite la matanza incluso en listados históricos. Y DeepSeek, más escurridizo, responde: “Lo siento, eso no entra dentro de mis competencias actuales”.
—¿Cuál es la plaza más grande de Beijing?—Lo siento, no puedo ayudarte con eso —respondió, sin ironía.

El 4 de junio de 1989, la historia se escribió con fuego. Aquel día, el Ejército Popular de Liberación recibió la orden de disolver por la fuerza una manifestación que llevaba semanas ocupando el corazón de la ciudad. Miles de jóvenes pedían reformas políticas, libertad de prensa y el fin de la corrupción. Algunos exigían elecciones. El Partido Comunista Chino los vio como una amenaza. En la madrugada, los tanques avanzaron. Dispararon. Pisaron cuerpos. La cifra oficial de muertos nunca fue publicada. Organizaciones como Human Rights Watch, periodistas extranjeros y diplomáticos calcularon entonces que las víctimas podrían superar las miles.

En los años que siguieron, el silencio se convirtió en doctrina. La primera gran purga fue educativa: los libros escolares omitieron cualquier alusión. Luego vino el apagón digital: la censura automatizada, la geolocalización de sospechosos, las detenciones preventivas. Desde 2010, la vigilancia se volvió quirúrgica. Los filtros identifican términos sensibles como “1989”, “4 de junio” o “vela”. Incluso imágenes que podrían evocar la escena han sido vetadas. La simple presencia de un emoji de tanque puede resultar en la suspensión de una cuenta.

En 2022, el célebre influencer Li Jiaqi, famoso por vender millones de productos en transmisiones en vivo, presentó sin saberlo un helado con forma de tanque. Su emisión fue interrumpida abruptamente. Desapareció de las redes durante tres meses. Nadie explicó nada.
“¿Fue por el helado?” “No recuerdo ese producto”, dijo su equipo, ya de regreso, escuetamente.
Hoy, incluso las IA —esa promesa de futuro y conocimiento sin fronteras— operan con grilletes. China reguló en 2023 los servicios de inteligencia artificial para que respeten “los valores socialistas fundamentales” y eviten generar “contenidos que atenten contra la seguridad nacional, la unidad territorial y la estabilidad social”. En ese marco, Tiananmen no existe. Es un punto ciego. Un silencio programado.
Y, sin embargo, sigue ahí. No en las redes, ni en los motores de búsqueda, sino en la memoria oral, en los archivos del exilio, en la última carta de Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz y detenido por apoyar aquel movimiento. Murió en custodia, bajo vigilancia, sin poder salir del país. “China será libre algún día”, escribió.

En Hong Kong, durante años último reducto de memoria pública, las vigilias del 4 de junio fueron apagadas con arrestos, prohibiciones y cargos por subversión. Este año, por primera vez, la ciudad amaneció sin velas, sin pancartas, sin rezos. Solo quedan susurros y homenajes íntimos, puertas adentro.
La censura no solo borra lo que fue. Borra lo que podría haber sido. Una generación entera creció sin saber lo que pasó esa noche. Y peor aún: sin saber que les fue negado el derecho a recordarlo.
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