
En la campiña irlandesa, esparcidas por colinas y valles, descansan algunas de las estructuras más enigmáticas del Neolítico europeo: las tumbas megalíticas. Durante décadas, estas construcciones colosales de piedra fueron interpretadas como sepulcros de élites ancestrales, símbolos de jerarquías dominantes análogas a las que caracterizaron a civilizaciones como la egipcia. Sin embargo, un nuevo enfoque arqueológico y genético pone en cuestión esa idea. Lejos de ser mausoleos dinásticos, estos monumentos podrían haber funcionado como centros de cohesión social, donde el acto de enterrar era menos una cuestión de linaje y más una expresión de pertenencia y memoria compartida.
Replanteo arqueológico: de linaje a comunidad
Las primeras interpretaciones sobre estas tumbas cobraron fuerza en 2020, cuando un equipo de investigación identificó vínculos genéticos entre individuos enterrados en distintas regiones de Irlanda, incluyendo un caso de incesto en un individuo depositado en una tumba particularmente elaborada. A partir de este hallazgo, los investigadores propusieron la existencia de una clase dominante hereditaria, algo equiparable a las castas faraónicas.
Esa conclusión, aunque fundamentada en datos genéticos sólidos, fue recibida con reservas por parte de especialistas como Jessica Smyth y Neil Carlin, ambos del University College de Dublín. “El pasado remoto es fragmentario, así que hay que ser muy cuidadoso al reconstruirlo”, advirtió Smyth. Junto con su equipo, decidió revisar críticamente la evidencia disponible, lo que dio lugar a una interpretación alternativa que desplaza el foco desde la exclusividad genealógica hacia la función simbólica y comunitaria de los monumentos.
Limitaciones en el estudio genético original
Uno de los pilares de la nueva interpretación radica en las limitaciones metodológicas del estudio genético de 2020. Según explicaron Smyth y Carlin, las muestras genéticas tomadas en aquel momento correspondían a un número muy reducido de individuos por tumba —en general, una o dos personas, y en ningún caso más de cuatro— a pesar de que muchas de estas estructuras contienen restos óseos de decenas o incluso centenares de individuos.
Además, una parte considerable de los restos no estaba disponible para análisis: algunos no habían sido excavados, otros habían sido trasladados o permanecían en laboratorios bajo estudio. También existía un porcentaje significativo de restos incinerados, imposibles de analizar genéticamente. Esta fragmentación del corpus dificultaba una visión representativa del conjunto de personas enterradas, lo que, según Carlin, generó una lectura parcial que no daba cuenta de la complejidad arqueológica del fenómeno.
Relaciones de parentesco: escasas y distantes

El nuevo análisis reveló un patrón de parentescos inesperado: las relaciones cercanas, como las de padres e hijos o hermanos, eran extremadamente raras. De hecho, luego del año 3600 a. C., estas conexiones prácticamente desaparecen. En su lugar, predominan vínculos más lejanos, como los que pueden existir entre primos segundos o terceros. A esto se suma otro dato relevante: en cerca de un tercio de los casos, no se detectó ningún tipo de parentesco entre los individuos sepultados en una misma tumba.
Las muertes, además, no ocurrieron en el marco de una misma generación o grupo familiar. Por el contrario, muchas de ellas se produjeron con una diferencia de varios siglos entre sí. Esta evidencia refuerza la idea de que las tumbas no fueron concebidas para albergar linajes exclusivos, sino que sirvieron a una lógica de uso prolongado, abierto y plural.
Monumentos como nexo social y ritual

Frente a la debilidad de la hipótesis dinástica, el equipo irlandés propone una visión alternativa en la que las tumbas megalíticas actuaban como espacios de ritual y cohesión social. Vicki Cummings, de la Universidad de Cardiff, lo sintetizó de forma elocuente: “Casi con toda seguridad habría festejos y fiestas. El nexo de unión entre todo esto es la construcción de monumentos”. En este sentido, el acto de enterrar a los muertos formaba parte de un proceso colectivo que combinaba ritualidad, memoria y celebración.
La práctica de depositar restos de diferentes personas —algunas veces fragmentados o combinados con otros— sugiere una concepción simbólica de la muerte y de la pertenencia que trascendía la consanguinidad. No se trataba de cementerios estáticos, sino de espacios activos, resignificados con cada nueva generación que los utilizaba. Carlin lo resume así: “Lo que vimos no fueron dinastías, sino una mezcla de diferentes personas, a veces emparentadas, a veces no. Y se unen. Entierran a sus muertos. Recuerdan a sus antepasados. Están construyendo estos monumentos. Y probablemente celebran festines como parte de todo eso”.
La dimensión monumental: colaboración e ingeniería social
Más allá del uso funerario, el esfuerzo necesario para construir estas estructuras revela una dimensión social profunda. Algunas tumbas están alineadas con eventos astronómicos como el solsticio de invierno, lo que implica un conocimiento avanzado de los ciclos celestes y una planificación intencionada. Otras fueron erigidas con piedras transportadas desde lugares distantes, lo que sugiere logística, coordinación y cooperación entre grupos humanos diversos.
Estas características permiten ver en las tumbas megalíticas no solo estructuras funerarias, sino también proyectos de ingeniería colectiva, catalizadores de alianzas entre comunidades y vehículos de transmisión cultural. Según Carlin, las similitudes genéticas observadas podrían reflejar una ascendencia más amplia, construida mediante rituales y relaciones sociales duraderas, en lugar de lazos familiares inmediatos.
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