“El carnicero de Londres”: asesinaba a sus víctimas, las bañaba, vestía y convivía con los cadáveres por meses

El homicida británico Dennis Nilsen usaba los cuerpo para llenar un vacío emocional. El error que lo delató y la historia del único sobreviviente

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El descubrimiento de restos humanos
El descubrimiento de restos humanos en las cañerías de un edificio londinense destapó los crímenes de Nilsen

El hedor era insoportable. Brotaba de las cañerías, atravesaba los muros, se instalaba en las habitaciones. En un edificio de departamentos en el norte de Londres, los vecinos sabían que algo se estaba pudriendo.

Llamaron a un plomero. Lo que encontró, flotando en la grasa estancada de los tubos, no fue una simple obstrucción doméstica. Eran restos humanos. Trozos de un secreto que llevaba años fermentando bajo los pies de todos.

Cuando llegó la policía, el inquilino del departamento número 23 les abrió la puerta con naturalidad. Se llamaba Dennis Nilsen, tenía 37 años, y acababa de volver de la oficina.

La infancia de Nilsen, marcada
La infancia de Nilsen, marcada por la muerte de su abuelo, influyó en su relación con la muerte

Hay más cuerpos por ahí”, dijo. No se defendió. No discutió. Solo enumeró, como si hablara de muebles viejos, los cadáveres que había guardado en el piso, en el ropero, bajo las tablas del suelo, restos en cajas, distribuidos en distintas zonas de la casa, indicó el medio británico The Telegraph.

Así comenzaba a desmoronarse una de las historias criminales más perturbadoras del Reino Unido: la de un asesino que mataba, conservaba los cuerpos para “no quedarse solo”, y los despedazaba cuando la muerte empezaba a pudrirlo todo.

Una vida de silencios

Nació en 1945 en Fraserburgh, un puerto remoto de Escocia. Creció sin padre, ya que se divorció de su madre cuando tenía 3 años y los abandonó. Lo crió su madre en la casa de sus abuelos, y entre todos fue su abuelo, un pescador, quien marcó su infancia con una presencia firme.

Pero ese hombre también fue el primero en desaparecer. Murió en el mar cuando Nilsen tenía seis años. El cuerpo fue devuelto al puerto y exhibido en un ataúd. La escena, en apariencia ritual, lo quebró. Desde entonces, la muerte se convirtió para él en una forma de apego.

No supo, no pudo, o no quiso integrarse a los demás. Adolescente, ya sabía que era homosexual, pero lo ocultaba. No tenía con quién hablarlo. No tenía con quién compartir nada.

Según detalló The Telegraph, a los 16 años se alistó en el ejército británico, en el cuerpo de cocineros. Aprendió a filetear animales, a seccionar músculos y vísceras con eficacia de carnicero. Esa experiencia no fue anecdótica: más tarde le serviría para tratar a los cuerpos humanos con la misma frialdad.

Tras 11 años en las fuerzas armadas, abandonó la vida militar. Fue policía durante un breve período y luego comenzó a trabajar como administrativo en una oficina de empleo de Londres.

De día, era metódico, servicial, correcto. De noche, frecuentaba bares gay como el Black Cap, donde buscaba a sus víctimas, indicó The Mirror. Allí pasaba inadvertido y encontraba lo que buscaba: rostros anónimos, jóvenes, apenas mayores de edad o todavía por cumplirla.

Nilsen utilizó habilidades aprendidas en
Nilsen utilizó habilidades aprendidas en el ejército, de carnicero, para tratar los cuerpos de sus víctimas

El primero en caer en su encanto fue David Gallichan, de 21 años. Fue en 1975, pero no fue una víctima, sino un golpe más para Nilsen.

El carnicero y este joven se enamoraron. Estuvieron en pareja durante un año y vivieron juntos en un departamento sobre Melrose Avenue, en Cricklewood. Sin embargo, finalmente abandonó a Nilsen. Otra pérdida que no soportó y sirvió de masazo final. De ahí en más, comenzó a ser asesino.

Según The Telegraph, los encuentros eran breves, casi todos fugaces. Se conocían de noche en un bar y una cama compartida era el gesto mínimo de afecto. Pero al amanecer, cuando el invitado se vestía para irse, algo se rompía. Allí, buscaba evitar lo imposible. Los asfixiaba hasta matarlos.

En sus confesiones, describió gestos meticulosos: bañar, secar, vestir. Los acomodaba en un sillón. Les hablaba. Les deseaba buenas noches. Los sentaba a mirar televisión. Nadie respondía. Pero al menos, nadie se iba.

El deterioro de los cuerpos, sin embargo, siempre llegaba. Entonces, como quien resuelve un problema doméstico, pensaba cómo deshacerse de lo que ya no podía conservar. Lo logró hacer gran parte de las veces, pero una vez cometió un error que reveló todo.

El olor delatado

Al principio era un comentario entre vecinos. Un rumor que recorría el edificio como un murmullo: algo raro pasaba en las tuberías. El agua no bajaba y sobre todo, el aire estaba cargado con un olor que no se parecía a nada conocido.

The Telegraph informó entonces que los operarios del servicio de mantenimiento revisaron el sistema de desagüe. Descubrieron lo que parecía ser carne en descomposición atrapada en las cañerías.

La policía fue alertada. Las pistas no tardaron en confluir hacia un solo departamento en Cranley Gardens, Muswell Hill, donde entonces vivía Nilsen.

La noche del 9 de febrero de 1983, un grupo de oficiales llamó a la puerta. El carnicero atendió con serenidad. No negó nada. No fingió sorpresa. Solo se apartó para dejarlos entrar.

La mayoría de los asesinatos
La mayoría de los asesinatos los cometió en una casa con patio, donde enterraba o quemaba los cuerpos

Uno de los agentes notó el aire cargado. Otro preguntó por el origen del olor. Fue entonces cuando Nilsen habló. Sin sobresaltos. Sin evasivas. “Hay más cuerpos por ahí”, dijo. Señaló los lugares.

El interrogatorio no fue necesario. Narró cada historia con una frialdad absoluta. No alardeaba. No se excusaba. Solo contaba. Parecía más testigo que autor. El medio británico dijo que cuando le preguntaron por qué lo había hecho, respondió: “Espero que me lo digan ustedes”.

El sobreviviente

En la penumbra de un pub del norte de Londres, un joven de apenas 21 años —rostro delicado, cuerpo delgado, ojos grandes— conoció a Nilsen. Se llamaba Carl Stottor. Había llegado desde Blackpool escapando de un pasado áspero, con el deseo de comenzar otra vida. Era su primera noche en la capital.

Nilsen se presentó como “Des. Fue amable y para Stottor parecía alguien en quien se podía confiar. Hablaron, compartieron unos tragos. Salieron juntos del Black Cap, subieron a un taxi y se tomaron de la mano. La noche iba bien y nada anunciaba el abismo que venía.

Según reveló The Telegraph, en el departamento, bebieron más, escucharon música y finalmente el joven aceptó quedarse. No recuerda bien qué pasó después. Sabe que se acostaron, que apenas hubo contacto, y que, en algún momento, el aire se cortó.

Despertó envuelto en una confusión densa. Estaba en un sillón. Respiraba con dificultad. El perro de Nilsen le lamía las piernas. Por algún motivo, el asesino le perdonó la vida. Lo reanimó, abrigó y escoltó hasta la estación del subte. Antes de despedirse, le dio su número de teléfono. Nunca lo volvió a ver.

Pasaron los meses. Stottor no dijo nada. No fue a la policía. Buscó atención médica. Le diagnosticaron signos de asfixia. El médico que lo revisó incluso le dijo que parecía que alguien había intentado ahogarlo. Él negó. El desconcierto era total. No entendía cómo alguien que lo había querido matar, al mismo tiempo, lo dejó ir como si nada.

Solo cuando Nilsen fue arrestado y su caso estalló en los medios, Stottor entendió. Lo llamaron a declarar. “Ese hombre destruyó mi vida por completo, porque ha trastocado mi moral. No sé si fue mi asesino o mi salvador, porque fue ambas cosas, y no puedo con eso”, afirmó según The Telegraph.

Las víctimas

No todos tenían una historia documentada. De muchos, Nilsen solo recordaba un gesto, un apodo, un fragmento de rostro que se le aparecía en sueños. Pero hubo algunos que sí pudieron ser identificados. Siete, entre al menos 15, cuyas vidas quedaron fijadas por su encuentro con él.

Los rostros de las víctimas
Los rostros de las víctimas de Nilsen

Eran jóvenes, casi todos sin techo, algunos aún adolescentes. En su mayoría, eran muchachos desplazados por la pobreza, por la falta de red familiar.

El primero fue Stephen Holmes, 14 años. Lo conoció en las últimas noches de diciembre de 1978. Había ido a un concierto. No podía volver a casa. Nilsen lo encontró en un pub, lo invitó a pasar la noche bajo techo. Nada más. Solo refugio.

Por la mañana, Holmes quiso marcharse. No lo logró. Lo ahorcó con una corbata y luego bajo agua. Luego lo enterró bajo el piso y ocho meses despúes decidió quemarlo en una hoguera en el patio. Su nombre tardó años en conocerse.

Un año más tarde, en diciembre de 1979, Kenneth Ockenden, estudiante canadiense de 23 años, llegó de visita a Londres. Se cruzaron en un bar. Al ir al departamento escucharon música y con el cablo de los auriculares lo estranguló.

Al cadáver, Nilsen lo despedía cada noche con un ritual. “Buenas noches, Ken”, murmuraba antes de devolverlo al escondite bajo las tablas.

Martyn Duffey, 16 años, había escapado de un hogar de acogida. Llevaba días durmiendo en la calle. Cuando Nilsen lo encontró, le ofreció un plato caliente, una cama. Lo recibió en mayo de 1980. Su paso por el departamento fue corto, apenas una noche.

William Sutherland, 26 años, cruzó la puerta de Melrose Avenue una noche de agosto. Según Nilsen, lo conoció en el mismo lugar donde trabajaba: el Jobcentre de Piccadilly Circus. Nadie lo buscó hasta años después, en 1983.

Así lucía la cocina del
Así lucía la cocina del departamento de Nilsen en Londres

En septiembre de 1981, Malcolm Barlow, de 24 años, apareció descompensado frente al edificio. Epiléptico, sin medicación, cayó sobre el muro. Nilsen llamó a una ambulancia. Al día siguiente, Barlow volvió a agradecerle. Tocó el timbre. Nilsen lo hizo pasar y lo estranguló. Fue la última víctima en su primera casa.

En marzo de 1982, conoció a John Howlett, de 23 años. Se encontraron en un bar y luego fueron al departamento para seguir tomando algo. Cuando intentó irse, fue asesinado.

Graham Allen, era un padre de 27 años, lo cruzó mientras intentaba tomar un taxi. Lo invitó a cenar y aceptó. Mientras comía un omelette que Nilsen había hecho para él, lo mató.

El último fue Stephen Sinclair, 20 años. Vagaba por Oxford Street. Nilsen lo invitó a comer una hamburguesa y luego al departamento. Esa noche bebió tanto que se durmió escuchando música, pero nunca despertó porque Nilson lo ahogó. El 26 de enero de 1983, su cuerpo fue el último en sumarse a la lista que Nilsen ofreció a los investigadores.

El jardín donde nadie miraba

Melrose Avenue, Cricklewood. Una calle como tantas. Nadie hubiera imaginado que se había cavado una serie de tumbas privadas.

Durante los primeros años, Nilsen vivió en una planta baja. El espacio le ofrecía ventajas: acceso al jardín trasero, un pequeño cobertizo de herramientas, privacidad. Allí, cuando la permanencia de los cuerpos se volvía insostenible, encontraba otra forma de retenerlos. Los desplazaba algunos metros.

Cavaba de noche, con cuidado, en silencio. A veces quemaba partes en una hoguera improvisada, camuflada entre maderas secas y residuos domésticos. Otras veces los dejaba unos días más en el cobertizo, esperando que la tierra se ablandara.

La tapa del diario británico
La tapa del diario británico Daily Mirror el día que acusaron formalmente a Nilsen

Cuando llegó el verano, el calor lo obligó a acelerar el proceso. El olor ni siquiera él mismo lo podía soportar, explicaría más tarde, durante el jucicio, según The Mirror. “Llegué a la conclusión de que eran las entrañas, las partes blandas del cuerpo, los órganos, cosas así”, declaró en su momento.

En su cabeza, el jardín se transformaba en una zona intermedia. Ni completamente vivos ni completamente muertos. Un lugar donde el vínculo aún podía sostenerse, aunque ya no quedara nada. Cuando se mudó al segundo piso, en el departamento 23, el poceso para ocultar sus asesinatos se complicó exponencialmente.

Un intento de comprensión

Mientras la prensa británica se sumergía en el escándalo, y las autoridades comenzaban a organizar un juicio sin precedentes, un escritor decidió escribirle a Nilsen en prisión. Se llamaba Brian Masters. Era autor de ensayos sobre filosofía y literatura francesa. No buscaba morbo. Quería entender.

Nilsen respondió casi de inmediato. “Le dejo el peso de mi vida sobre los hombros”, escribió, según The Telegraph. Y así comenzó una correspondencia que duraría una década.

Los encuentros tenían lugar en una sala de visitas de la prisión de Brixton. Cada uno se sentaba a un lado de la mesa. Un guardia observaba desde el fondo. Masters escuchaba. Nilsen hablaba.

Con precisión de funcionario, le entregó 52 cuadernos, escritos con letra pequeña, cada línea ocupada hasta el borde. No omitió nada. Ni los rituales. Ni los silencios. Ni las tardes en que, después de actuar, se preparaba una taza de té.

El juicio de Nilsen, quien
El juicio de Nilsen, quien confesó sus crímenes, resultó en una condena a cadena perpetua

Nilsen no buscaba comprensión. Pero tampoco mostraba arrepentimiento. Para él, lo que había hecho era parte de un impulso que no sabía nombrar.

Cuando intentaba describirlo, usaba expresiones comunes: “No sé qué me pasó”, “me transformé”, “era como si otra persona se metiera dentro de mí”. A veces comparaba su estado con una fuerza incontrolable, una presencia que lo invadía por completo, según el medio británico.

El juicio del hombre que no negó nada

En octubre de 1983, se abrió un caso que ya no necesitaba ser probado. El acusado, había confesado todo. Había entregado nombres, lugares, fechas, métodos.

Había guiado a la policía por su casa como quien muestra una propiedad vacía. La fiscalía no tuvo que construir una hipótesis. Solo tuvo que ordenar el espanto. Sin embargo, en el último momento cambió su declaración a no culpable, por responsabilidad atenuada.

El veredicto fue unánime. Seis condenas por asesinato. Dos por intento de asesinato. Cadena perpetua. En 2018, murió a los 72 años por una tromboembolia pulmonar, tras ser trasladado al hospital desde la prisión.