
La innovación científica no siempre avanzó en laboratorios controlados: hubo quienes llevaron su pasión al límite y arriesgaron su propia vida en nombre del conocimiento. A lo largo de la historia, investigadores movidos por la curiosidad y la determinación se convirtieron en sus propios sujetos de prueba, desafiando fronteras personales y éticas para abrir camino a descubrimientos que transformaron la salud moderna.
National Geographic reunió relatos extraordinarios de científicos que, motivados por el deseo de hallar respuestas fundamentales, decidieron experimentar consigo mismos. Sus acciones desafiaron las creencias de su época y facilitaron descubrimientos que revolucionaron la medicina.
El sacrificio personal, a menudo, ha sido el costo de la innovación científica. Durante los siglos XIX y XX, figuras como Barry Marshall, Werner Forssmann, Alexander Bogdanov y Stubbins Ffirth llevaron los límites de la experimentación a terrenos insospechados, enfrentando enfermedades mortales, procedimientos inéditos y sustancias desconocidas. Sus historias, compiladas por National Geographic, muestran cómo la pasión por el conocimiento puede superar el miedo y la adversidad.
Barry Marshall: desafiar el escepticismo bebiendo bacterias
En los años 80, la medicina sostenía que las úlceras eran consecuencia del estrés, la personalidad o una mala dieta. La idea de que una bacteria sobreviviera en el ácido estomacal era considerada absurda.
Marshall y Robin Warren sospechaban de la Helicobacter pylori. Para probarlo, el primero de ellos cultivó la bacteria y la ingirió. A los pocos días, sufrió síntomas severos de gastritis y una endoscopia reveló la colonización bacteriana.
El hallazgo demostró el origen infeccioso de las úlceras y transformó el abordaje médico: las cirugías y dietas estrictas fueron reemplazadas por antibióticos.

No conforme, Marshall se trató a sí mismo con antibióticos para comprobar la cura, cerrando el círculo del experimento. Al principio, sus colegas lo ridiculizaron y lo llamaban “el doctor loco que bebía bacterias”. Sin embargo, su descubrimiento redujo drásticamente las cirugías gástricas, muy frecuentes en esa época, según detalló National Geographic.
En 2005, ambos recibieron el Premio Nobel de Medicina. Hoy se sabe que H. pylori también está implicada en gastritis crónicas y cáncer gástrico, lo que multiplicó la trascendencia de su hallazgo.
Werner Forssmann: el corazón en primera persona
En 1929, el joven médico alemán Werner Forssmann propuso introducir un catéter por una vena hasta el corazón para administrar fármacos de manera directa. Ante la negativa de sus superiores, decidió probarlo en sí mismo.
Según National Geographic, se aplicó anestesia local, abrió una vena en su brazo e introdujo un tubo de 65 cm hasta la aurícula derecha. Caminó hasta radiología y una placa confirmó el éxito del procedimiento. Sus colegas lo tacharon de imprudente y perdió su puesto en la medicina académica. Durante años trabajó como médico de pueblo y luego como médico militar, apartado de la investigación.

Su idea fue rescatada décadas después por cardiólogos en EEUU, lo que permitió perfeccionar la técnica y derivar en el cateterismo moderno, hoy esencial en diagnósticos y cirugías mínimamente invasivas. La imagen de él con el catéter dentro de su propio corazón es considerada un ícono de la historia de la medicina.
En 1956 compartió el Nobel con André Cournand y Dickinson Richards, en un reconocimiento tardío a su audacia.
Alexander Bogdanov: perseguir la juventud en la sangre
A principios del siglo XX, las transfusiones eran peligrosas: no se conocían los grupos sanguíneos ni la transmisión de infecciones.
Bogdanov, médico y científico ruso, practicó más de 10 transfusiones en sí mismo. Aseguraba sentirse rejuvenecido, con mejoras en la visión y mayor vitalidad. Además de médico, era filósofo, escritor de ciencia ficción y político revolucionario.
Su obsesión con la transfusión se vinculaba a su idea de una “ciencia de la inmortalidad” y al ideal socialista de rejuvenecer a la humanidad.

Fundó el primer Instituto para la Transfusión de Sangre en Moscú, lo que muestra que su influencia fue institucional además de personal. Sin embargo, en 1928 una transfusión de un estudiante enfermo de malaria y tuberculosis resultó fatal. Murió a los 54 años.
Aunque sus conclusiones eran erróneas, sus experimentos impulsaron mejoras en la seguridad y compatibilidad sanguínea, pilares de la hematología moderna.
Stubbins Ffirth: el desafío de la fiebre amarilla
A inicios del siglo XIX, la fiebre amarilla devastaba ciudades. El médico estadounidense Stubbins Ffirth creía que no era contagiosa, sino producto del calor y el agotamiento.
Realizó sus experimentos en Filadelfia, tras una gran epidemia que había matado a miles. Para probar su hipótesis se sometió a pruebas extremas: se untó el cuerpo con vómito de pacientes, ingirió líquidos contaminados, inhaló vapores de enfermos y hasta introdujo sangre infectada en cortes de su piel.
También experimentó con saliva y orina de pacientes en un esfuerzo por descartar todas las posibles vías de contagio. Nunca se contagió.

Esto reforzó su hipótesis, aunque en realidad no se enfermó porque usaba fluidos de pacientes en fases menos infecciosas. Décadas más tarde se descubrió que el virus se transmite por el mosquito Aedes aegypti. Su conclusión fue equivocada, pero sus pruebas extremas son un ejemplo temprano de autoexperimentación médica y de empirismo radical en el siglo XIX.
La verdadera causa de la fiebre amarilla se identificó a fines del siglo XIX gracias a Carlos Finlay, que postuló al mosquito como vector, y fue confirmada en 1900 por la Comisión del Ejército de EEUU liderada por Walter Reed.
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