
La fascinación por la cintura pequeña y la figura snatched atraviesa siglos, adaptándose a contextos sociales y avances tecnológicos, sin perder su influencia sobre los cuerpos y la percepción de la belleza.
Desde los rígidos corsés victorianos hasta las actuales fajas de compresión y la cirugía plástica, la presión por alcanzar un ideal físico permanece, aunque los métodos y narrativas se hayan transformado.
El corsé, prenda icónica de control corporal, surgió en el siglo XVI como símbolo de estatus y respetabilidad para mujeres aristocráticas europeas, como Catalina de Médici y la reina Isabel I.

Las primeras versiones, conocidas como “bodies”, empleaban ballenas para moldear el torso y marcar diferencias sociales. Entre los siglos XVIII y XIX, su uso se extendió a todas las clases en Europa y América del Norte.
Además del aspecto estético, existían corsés para corregir la postura infantil, para mujeres embarazadas o lactantes, e incluso para hombres militares y dandis. Un observador suizo en 1745 afirmó que en Inglaterra “todos van ajustados”, ya que un corsé flojo indicaba una moral relajada.
Así, la prenda se consolidó como marcador de virtud y disciplina. Valerie Steele, en The Corset: A Cultural History, sostiene que el corsé representaba “estatus social, autodisciplina, arte, respetabilidad, belleza, juventud y atractivo erótico”.

No solo la élite utilizaba el corsé. Para mujeres de clases populares, imitar la silueta aristocrática permitía aspirar a la movilidad social por matrimonio o empleo. Sin embargo, la obsesión por la cintura diminuta también causó controversias. El tight-lacing, o ajuste extremo, fue criticado desde sectores moralistas y los primeros feminismos.
Un corsé convencional podía reducir la cintura entre dos y cinco centímetros, pero las tight-lacers llevaban el cuerpo a dimensiones consideradas antinaturales, con casos documentados de cinturas de apenas 38 o 40 centímetros.
El pánico victoriano se reflejaba en publicaciones como The Family Herald, que en 1848 advertía: “Las mujeres deberían medir entre 68 y 74 centímetros de cintura… miles están ajustadas a 53, algunas a menos de 51”.

La figura de la tight-lacer, o “avispa”, se volvió objeto de burla y escándalo. Rebecca Gibson, profesora de Antropología en Virginia Commonwealth University y autora de The Corseted Skeleton: A Bioarchaeology of Binding, afirma que la condena social recaía en quienes modificaban el cuerpo “demasiado lejos”.
Las críticas procedían de moralistas preocupados por la agencia sexual femenina, reformadores del vestido que defendían la igualdad y científicos que alertaban sobre efectos físicos y mentales.
La literatura y el arte satirizaban a las tight-lacers, presentándolas como vanidosas o grotescas. Cartas publicadas en revistas como The Englishwoman’s Domestic Magazine, muchas probablemente apócrifas, describían internados donde las jóvenes sufrían castigos con corsés ajustados, alimentando tanto la fascinación como el rechazo social.
Algunas mujeres alcanzaron notoriedad por sus cinturas extremas, como la artista francesa Polaire, cuya silueta de 40 centímetros la convirtió en fenómeno internacional y en atracción de feria. Sin embargo, la obsesión por la cintura de avispa iba más allá: los fotógrafos victorianos retocaban imágenes para exagerar la silueta, mientras la cultura popular oscilaba entre la admiración y la crítica.
El debate sobre los límites de la modificación corporal seguía vigente, con voces como la de la escritora Elizabeth Stuart Phelps, quien en 1873 preguntaba: “¿Podría su padre o su esposo vivir en su ropa? ¿Podría mantener a su familia en sus corsés?”. Incluso quienes apoyaban los roles tradicionales, como el frenólogo O.S. Fowler, condenaban el corsé por “pervertir el carácter femenino en un conjunto de apariencias artificiales”.
El siglo XX marcó el declive del corsé como prenda cotidiana, gracias a la moda de líneas sueltas y nuevos materiales en la ropa interior. Sin embargo, la aspiración a una figura snatched persistió.
Además, la profesionalización de la medicina y el auge de la cirugía plástica trasladaron la modificación corporal al quirófano. A inicios del siglo, los médicos emplearon inyecciones de parafina para corregir imperfecciones faciales, precursoras de los rellenos de colágeno.
Tras la Primera Guerra Mundial, técnicas quirúrgicas desarrolladas para las heridas de guerra se adaptaron a la estética y pronto la promesa de rejuvenecimiento superó el ámbito militar para alcanzar a artistas y particulares. El estigma, sin embargo, acompañó a quienes recurrían a estos procedimientos, sobre todo a las mujeres, vistas como vanidosas o transgresoras.
Durante el siglo XX y hasta hoy, la presión por la cintura pequeña se redefinió. En los años 2000, celebridades como Kim Kardashian popularizaron vestidos ceñidos y shapewear, reavivando la demanda de fajas y prendas de compresión.

El mercado de estas prendas en Norteamérica estima ventas mayores a USD 13.000 millones para 2033. Kardashian incluso lanzó su línea SKIMS, valorada en USD 4.000 millones. La tendencia se extendió al rostro, con productos como el “jaw bra” de SKIMS, que promete esculpir la mandíbula mediante compresión.
La cultura pop fue central en la difusión de estos ideales. La palabra snatched, originada en la cultura ballroom de los años 80 y 90, ganó popularidad en programas como RuPaul’s Drag Race, que en sus primeras ediciones premiaban la silueta reloj de arena conseguida con corsés y rellenos.
La figura snatched se asoció con perfección y sofisticación, aunque siempre envuelta en polémica. En 2019, Kim Kardashian generó controversia en la Met Gala por su cintura pronunciada, lograda con un corsé de Mr. Pearl, suscitando admiración y preocupación en redes sociales. Las reacciones evocaron las críticas victorianas, con titulares que resaltaban la ansiedad y el dolor ligados al corsé.

La presión para modificar el cuerpo no se limita a las mujeres. La cultura drag, la música pop y figuras como Madonna (quien lució un corsé de Jean-Paul Gaultier en la gira Blonde Ambition de 1990) extendieron el ideal de figura moldeada a otros géneros y espacios.
Sin embargo, la aceptación social sigue siendo ambivalente. Victoria Pitts, especialista en alteraciones corporales contemporáneas, sostiene que “los cuerpos humanos siempre se moldean y transforman a través de prácticas culturales”, pero cuando estas modificaciones las realizan mujeres, suelen percibirse como autolesión hasta que alcanzan validación social.
En los últimos años, la tendencia parece cambiar. Celebridades e influencers divulgan en redes sociales los procedimientos que revirtieron, y programas como Botched Presents: Plastic Surgery Rewind, presentado por Michelle Visage, acompañan a personas en el proceso de deshacer intervenciones anteriores.

El concepto de snatched ahora apunta a una imagen más natural y equilibrada. El cirujano plástico David Rosenberg, de Beverly Hills, comentó a National Geographic: “Ahora escucho ‘snatched’ todo el tiempo. Quieren pechos más pequeños y naturales, labios más suaves y una figura más equilibrada. Se siente menos como ‘mírame’ y más como ‘ella simplemente se despertó así’”.
Este giro hacia la naturalidad responde a los excesos recientes, cuando labios, mejillas y glúteos voluminosos dominaron la estética.
Rebecca Gibson, citada por National Geographic, señala que la moda sigue ciclos de unos diez años, alternando aceptación y rechazo de los extremos. La obsesión por la cintura pequeña y la figura snatched continúa reinventándose, y solo el tiempo mostrará quiénes serán objeto de críticas por sobrepasar los nuevos límites, ya sea por descuido o por ostentación.
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