
De acuerdo a lo divulgado por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos (NIH, por sus siglas en inglés), todas las personas necesitan tener interacciones sociales para sobrevivir y prosperar, “pero a medida que envejecen, a menudo pasan más tiempo solas. Estar apartadas puede hacer que las personas mayores sean más vulnerables a la soledad y al aislamiento social, lo que puede afectar su salud y bienestar".
La entidad también ha apuntado que el número de personas mayores de 65 años “está aumentando y, con frecuencia, muchos están socialmente aislados y se sienten solos”.
En ese sentido, un estudio realizado por investigadores de la Universidad Tecnológica de Nanyang, Singapur, identificó redes funcionales del cerebro cuya conectividad varía con la edad y explicó cómo estas alteraciones se podrían relacionar con la disminución de la sociabilización.
El trabajo publicado en Plos One utilizó análisis de neuroimagen y pruebas psicológicas en adultos de entre 20 y 77 años.

Qué revelan los hallazgos sobre la sociabilidad y la edad
La investigación postuló que la sociabilidad, entendida como la habilidad para comunicarse con eficacia, manejar las emociones y participar en contextos sociales, puede disminuir con la edad, en algunos casos. Según los autores, “la edad correlaciona negativamente con la sociabilidad”, y esta relación podría estar mediada por cambios en redes cerebrales específicas.
Los investigadores identificaron dos tipos de redes: una red positiva relacionada con la edad (APN, por sus siglas en inglés), cuya conectividad aumenta con los años, pero se asocia con menor sociabilidad, y una red negativa (ANN), donde la conectividad disminuye con la edad, pero favorece la sociabilidad.
En cuanto a las áreas del cerebro involucradas, la APN mostró más conexiones entre la región límbica y la ínsula, que están asociadas con la percepción de dolor social o rechazo en situaciones de exclusión, así como entre la red de atención ventral y el sistema somatomotor, que intervienen en la orientación hacia estímulos importantes y en la coordinación de movimientos.
En cambio, la ANN incluía conexiones entre la corteza frontoparietal y la red por defecto (DMN), zonas clave para funciones como la memoria autobiográfica, la reflexión interna y la regulación emocional. Cuando estas conexiones pierden fuerza, pueden verse afectadas habilidades sociales fundamentales, como la empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y el manejo de las emociones en situaciones de interacción.
Cómo se realizó el estudio y qué métodos se emplearon

El análisis se basó en datos del estudio LEMON (Leipzig Study for Mind-Body-Emotion Interactions), que incluyó a 196 adultos sanos residentes en Alemania, con edades entre 20 y 77 años (media: 37,9 años). Se excluyó a personas con antecedentes de enfermedades neurológicas, psiquiátricas o cardiovasculares, así como a quienes consumían psicofármacos.
La sociabilidad se evaluó mediante la subescala correspondiente del cuestionario TEIQue-SF, que mide conciencia social, gestión emocional y participación en situaciones sociales. Paralelamente, los participantes realizaron una resonancia magnética funcional en estado de reposo (rs-fMRI) para analizar la conectividad intrínseca del cerebro.
Los datos del cerebro se analizaron como una red de conexiones, y se aplicaron técnicas estadísticas para detectar qué grupos de regiones cerebrales estaban más o menos conectados a medida que las personas envejecían.
Las redes identificadas fueron luego sometidas a un análisis de mediación que permitió cuantificar cuánto de la relación entre edad y sociabilidad podía explicarse por los cambios en conectividad cerebral. En ambos casos (red positiva y red negativa) la mediación fue completa.

En el caso de la ANN, los resultados mostraron que esta red explicó incluso más del efecto total de la edad sobre la sociabilidad. Según los autores, esto indica que el impacto indirecto de esta red va en dirección contraria al efecto directo de la edad, una situación conocida como “mediación inconsistente”. En otras palabras, al tener en cuenta esta red, la relación entre edad y sociabilidad cambia de sentido, lo que sugiere que su papel en el vínculo es complejo.
Asimismo, investigaciones previas habían planteado que la calidad y diversidad de los vínculos sociales en la vejez están asociadas con la salud física y emocional. Por ejemplo, el estudio liderado por Lissette Piedra y James Iveniuk en Estados Unidos reveló que las personas con redes sociales restringidas (pocas relaciones fuera del entorno íntimo) reportaban más soledad y peores indicadores de salud. En contraste, quienes mantenían vínculos diversos y activos mostraban mejor bienestar general.

También se señaló que las personas con alta participación social tenían menor riesgo de muerte, según un análisis publicado en Journal of the American Geriatrics Society, que siguió a más de 2.000 adultos mayores en EE.UU. y halló que interactuar con nietos, participar en clubes o hacer voluntariado se asociaba con mayor longevidad.
El estudio publicado recientemente y con el que comenzó este artículo retoma la hipótesis del cerebro social de Robin Dunbar, que plantea que la capacidad de mantener relaciones está vinculada con la estructura y funcionamiento del cerebro, especialmente de la corteza frontal y parietal. Por eso, una menor conectividad en estas zonas podría limitar la sociabilidad y reducir el tamaño y la diversidad de las redes sociales personales a medida que se envejece.
Hacia una mejor comprensión del envejecimiento
Aunque el trabajo tiene limitaciones, como la representación desproporcionada de participantes jóvenes y la ausencia de datos longitudinales, los hallazgos abren posibilidades para diseñar intervenciones específicas, de acuerdo a los autores. Ellos sugieren que programas de psicoeducación, enfocados en explicar los cambios socioemocionales que acompañan al envejecimiento, podrían ayudar a reducir la angustia y promover el bienestar.

Asimismo, se destaca la necesidad de futuros estudios que exploren si es el envejecimiento lo que altera la conectividad y, con ello, la sociabilidad, o si una vida con baja participación social puede modificar el cerebro. En cualquier caso, comprender este vínculo permitiría desarrollar estrategias preventivas para preservar la salud mental y social en la vejez.
“Al ayudar a fomentar una mayor comprensión de sí mismos y sus identidades cambiantes, esperamos reducir la angustia y apoyar la promoción del envejecimiento saludable”, indican los expertos en el artículo científico. La integración de estos conocimientos en políticas públicas y acciones comunitarias podría ser clave para abordar los efectos del aislamiento social en la salud de las personas mayores.
Cabe recordar que, de acuerdo a los NIH, “la soledad y el aislamiento social son diferentes, pero están relacionados. La soledad es la sensación angustiante de estar solo o separado de los demás. El aislamiento social es la falta de contactos sociales y tener pocas personas con quien interactuar regularmente. Usted puede vivir solo y no sentirse solo ni aislado socialmente, y puede sentirse solo incluso estando con otras personas”.
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