Es difícil analizar este Episodio IX como una película única, disociada de El despertar de la fuerza y Los últimos Jedi, después de todo se trata de una trilogía. J.J. Abrams abrió un camino (que con sus más y sus menos) intentaba emular el espíritu ideado por Lucas a finales de los setenta. Presentó una nueva generación de personajes y los hizo interactuar con algunos emblemáticos, aunque es imperdonable que no pusiera juntos en la pantalla por última vez a Han Solo y Luke Skywalker.
Después llegó Rian Johnson y tiró por la borda lo hecho por su predecesor. No respetó la mitología, ni a los personajes icónicos, trazó un argumento en tiempo real que no resultaba creíble, desenmascaró al villano de la historia y lo presentó como un “niño caprichoso” y eliminó a una entidad que se suponía súper poderosa (Snoke) de una manera anticlimática y sin razón.
Intentando reparar todo esto, Abrams volvió al ruedo y se embarcó en El Ascenso de Skywalker, con una premisa: borrar con el codo lo que Johnson había escrito. Así este capítulo final ignora gran parte de lo narrado en el Episodio VIII e intenta contentar y emocionar a los fans con imágenes impactantes y algún que otro golpe bajo, pero con poco rigor argumental.
Rey, la heroína que conocimos en El despertar de la fuerza sigue siendo el motor, el corazón de la historia. Desde que la presentaron, los espectadores fueron testigos de su búsqueda por saber quién es, por descubrir su identidad. Tras muchas especulaciones, la respuesta es contestada en este largometraje, pero no es ni convincente, ni efectiva, parece un manotazo de ahogado que no tiene sentido si se revisiona las películas anteriores.
Kylo Ren, un malo que nunca estuvo a la altura de Darth Vader, ni de Darth Maul, Conde Dooku o el General Grievous, se pasea por el metraje desorientado, con o sin casco, nunca termina de ser ni temible, ni carismático. Y es una pena por Adam Driver, un gran intérprete que ha sido desaprovechado por la poca profundidad del personaje.
El arco argumental de Finn, un Stormtrooper desertor es un ejemplo de la poca sincronía que hay entre los tres filmes finales. En la anterior película se insinuaba una relación con Rose, la chica asiática con la que ahora apenas si cruza palabras. Además de que esta última, como Maz Kanata o Capitan Phasma (¿alguien se acuerda de ella?), son parte de una galería de personajes que pulularon sin sentido a lo largo de los tres largometrajes, una prueba más del descontrol argumental que sufrió esta trilogía.
Hay varios momentos del largometraje que no suenan naturales, entre ellos los protagonizados por Carrie Fisher, la eterna princesa Leia, fallecida antes del estreno del Episodio VIII, cuyos parlamentos no hacen avanzar la trama y están claramente insertados utilizando metraje antiguo que luce artificial y desconectado del resto de las escenas. O la aparición de Lando Calrissian (Billy Dee Williams), una efectista participación que apela a la nostalgia y que está destinada a los fans que superan los cuarenta y son los más reacios a las nuevas películas. No es el único “fan service”, a lo largo de las dos horas y veinte de película abundan las referencias y clichés que buscan maquillar la incoherencia dramática.
El lado positivo es que visualmente El ascenso de Skywalker es mucho más poderosa que sus dos predecesoras. Los escenarios en donde se desarrollan algunos de los combates con sable láser le otorgan una épica que al ritmo de la banda de sonido de John Williams logran conmover. El vértigo y la acción trepidante confirman que el realizador tiene muy claro cómo rodar las secuencias extremas, de persecuciones y batallas. Pero todo esto son pinceladas en una tela que tiene muchos sectores en blanco.
Como epílogo, sin exigir que todas las subtramas cierren, puede generar emoción, pero no por las virtudes del filme, sino por la mística que rodea al Universo. Después de todo, más allá de la fallida experiencia que resultan estas tres producciones, La Fuerza es poderosa y estará por siempre.
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