El doloroso accidente quedó atrás—o al menos, quedó ese primer círculo del infierno—, pero la cuenta del tiempo se le sigue marcando en la piel y en la memoria. Cuatro meses después de aquel incendio doméstico donde su cuerpo resultó quemado en un veinticinco por ciento, María Julia Oliván compartió un texto descarnado y luminoso en sus redes sociales. Un posteo que, sin anestesia, recoge agradecimientos, confesiones, escenas familiares y destellos de humor; una postal íntima que esquiva la autocompasión y, en cambio, busca a tientas el sentido de cada día reconstruido.
“Cuatro meses y aún luchando”, arranca la cronista, todavía con la voz grave de quien sabe que ninguna batalla es definitiva. María Julia Oliván no esconde su fragilidad, ni el miedo, ni las incomodidades. “Agradezco por abrazar a mi hijo y besar a mi marido. Por trabajar todos los días de lo que más amo aunque la medicación me haga olvidar alguna pregunta”. Encontrar sentido en la rutina se convierte en el primer milagro. Trabajar, incluso si el dolor entorpece, incluso si la mente se detiene en blanco, aún “agradece” cada regreso a ese oficio de preguntar y buscar respuestas.
“Agradezco porque desde mi ventana se ve un jacarandá invencible”, escribe, buscando en lo cotidiano lo insólito. Porque hubo días, en la internación en el Hospital Alemán, en que esa copa morada servía de único amuleto frente a la incertidumbre.
Los motivos para celebrar parecen pequeños, pero sobreviven: “Porque mi equipo de trabajo en @borderperiodismo por ser tan bueno y querido que espero que llegue el viernes para que nos juntemos”. La periodista remarca, entre líneas, la fuerza de las redes afectivas tejidas en los años de periodismo, lo que sostiene en los viernes de abrazo colectivo, aún cuando la salud tambalea.
El agradecimiento se derrama también hacia la madre: “Agradezco porque mi mamá se recupera de cualquier nana frente a un mimo disfrazado de una porción de torta. Y porque me cuidó como una leona durante mi internación con su amor estoico”. El amor materno se transforma en cuidado, en vigilia silenciosa. Le sigue una evocación directa: “Gracias porque mi sobrino empieza su primer trabajo mientras estudia y porque Ariel, el hombre que amo, se levanta todos los días con una sonrisa y los brazos abiertos”.
María Julia Oliván desanda los momentos más oscuros. “Porque me enteré tiempo después de mi alta que mi hermana lloró por miedo a perderme muchas noches antes de ese viaje a China. Porque mis suegros se pusieron la 10 y me aliviaron con sus visitas y con su cariño a Antonio. Porque ese 13 de junio el fuego no me llegó a la garganta ni a los ojos”. Una enumeración donde cada frase guarda una historia.
El relato se pliega sobre la dificultad diaria. “Agradezco porque pese a lo incómodo que es todo (hoy estreno la malla de compresión) me la aguanto y empecé a entrenar. Porque me compré una almohada nueva”. El alivio se vuelve una almohada fresca; el orgullo, resistir el dolor, pararse nuevamente en un gimnasio o en la vida diaria.
Las ausencias también duelen: “Porque perdoné a esos que consideraba amigos y no me tiraron ni un whatsapp cuando estuve dos largos meses en terapia intermedia”. La selección natural de los afectos se muestra cruel, pero también honesta; lo esencial queda y lo resentido se suelta.
Hay lugar para la ternura, incluso en la evocación doméstica: “Porque Ariel me construyó un caminito desde casa al estudio de Border y cuando estaba internada construyó un puente y debajo un lago lleno de pescados”. El amor, el humor, la imaginación—todos caben en el proceso de sanar.
Consciente de que el infierno puede regresar en cualquier forma, Oliván no falsea finales felices. “Agradezco porque esta prueba no va a ser la última pero la próxima todavía voy a estar más fuerte (en todo sentido)”. La promesa es simple: resistencia, no perfección.

“Agradezco porque estoy vivita y coleando y porque no estoy sola”, remata. Y cierra: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Ya no se trata sólo de sobrevivir, sino de seguir contándolo.
Han pasado cuatro meses desde aquel bidón de bioetanol que explotó, desde la tarde en que el tiempo se detuvo envuelto en llamas. Hoy, María Julia Oliván elige la gratitud y la honestidad cruda que conmueven sin excesos, un ejercicio narrativo sin filtros y tan valioso como el regreso al trabajo, la rutina o la vida misma. Y esa es una forma de victoria.
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