Sentados frente a los micrófonos, Mario Pergolini sonríe con ese gesto ácido que nunca abandona. Las luces se posan sin dudarlo en el rostro de Joaquín Levinton, el último invitado del ciclo Otro día perdido. En ese ambiente relajado y cómplice, el conductor dispara una de las primeras balas: “¿Es cierto que diste once veces el examen para sacar el registro de conducir?”.
La respuesta llega, filosa y algo resignada. “No sé, siete u ocho veces me bocharon”, aclaró el cantante, que no se esfuerza en disimular la mezcla de vergüenza y humor que envuelve la confesión. El problema, admite, fue “en lo psicológico. Pero me la habían jurado, me veían venir. Había un par de preguntas que andaba... Andaba flojo de papeles en varias”. ¿Es ese el miedo al fracaso o la certeza de estar marcado desde el inicio? El entrevistado no titubea: pese a los bochazos, lo consiguió.
Triunfo leve, modesto y en voz baja. Pero Levinton no olvida el apoyo que le empujó del abismo a la victoria. “Le voy a dar un besito a Pochi, porque me ayudó. Me incentivó a juntar valor y a que lo podría llegar a lograr. Y también me facilitó ciertos trámites". Todos los que alguna vez se sintieron derrotados en una ventanilla oscura pueden ver su propio reflejo en esas palabras.

El relato avanza. Llega el tiempo del registro perdido. “Era Año Nuevo, bah, 31 de diciembre. Yo iba para Valeria del Mar para pasarlo con mi vieja, que vive ahí. Y en esa época, no sé si ahora todavía, pero era a paso de hombre, mucho tráfico”. La escena se arma casi como si fuera parte de una road movie: una camioneta recién comprada, “con las ruedas así de grandes”. Y fue entonces que, lejos del raciocinio, sucumbió ante la tentación de sentir el poder bajo el pie, al menos una vez en la vida.
Pero la imprudencia cobró su peaje. “Dije ‘aprovecho’ y fui 120 kilómetros y a 150 km/h por la banquina. Yo iba chocho”, recordó. El desenlace es inevitable. Dos motos policiales lo encerraron, otras dos lo siguieron por detrás. Lo arrinconaron. “Me agarra el policía y me dice: Sos un pelotudo, loco”. El retrato del ridículo se completa con el coro de la multitud. “Veo que me empiezan a aplaudir todos los que pasaban. Y yo ‘Gracias, gracias. Mire cómo me aplauden’. Y en realidad decían ‘hijo de puta, sos un hijo de puta’. O sea, aplaudían a la policía”.
Con la dignidad hecha trizas y entre risas resignadas, Levinton y sus amigos emprendieron la vuelta a Chascomús. El registro cayó en manos de la autoridad. El volante pasó al copiloto, quien tampoco podía conducir legalmente. “Aclaro que fue hace muchísimo”, expresó, como si esa distancia exculpara la travesura y la insensatez.
El tiempo pone todo en su lugar, incluso los registros olvidados. Pasó mucho (quizás demasiado) hasta que, en un viaje similar, una intuición lo guía. “Un día pasé porque me estaban llevando a Valeria del Mar de vuelta, y les digo ‘A ver, metete acá, a ver si está el registro’”. La comisaría guarda el papel como un tesoro sin reclamar. “Entro y me dicen: ‘¡Eh, Joaquín! ¿Por qué no pasaste? Hace años que está tu registro acá. ¿Cómo no viniste a buscarlo?’ Y lo agarré, me lo llevé. Y de aquel momento volví a tener registro”.
Una rendición honesta ante el desatino, salpicada de anécdotas que destilan culpa y humor, así fue el paso de Joaquín Levinton por las reglas del camino.
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