Se cumplen 15 años de la muerte de Rubén Juárez. La efeméride no es sólo una marca en el calendario: es un llamado a la memoria emotiva de un artista singular, cuyo talento condensó el espíritu del tango y lo proyectó con audacia sobre los márgenes de lo nuevo. Su figura, compleja y visceral, desafió moldes en cada etapa. En su voz y su fuelle convivían Troilo y Charly, el lamento milonguero y la potencia del rock, la tradición y la rebeldía.
Nacido el 5 de noviembre de 1947 en Ballesteros, Córdoba, y a los dos años ya se habían mudado a Sarandí donde fue criado por su madre, Silvia, con quien compartía un vínculo entrañable. “Éramos sólo mi vieja y yo”, solía decir. Desde muy joven trabajó: vendía diarios, fue cadete, cobrador, empleado de oficina. El arte convivía con el esfuerzo. Desde temprana edad, mostró interés por la música, por lo que comenzó a estudiar bandoneón a los seis años con el maestro Domingo Fava.
Ya desde la adolescencia se sumaba los fines de semana a la orquesta de Héctor Arbelo para tocar en los pueblos del interior bonaerense. El tango era todavía una promesa.
En su barrio del sur del conurbano, la calle fue escuela y escenario. Jugó al fútbol con pibes como Ángel Clemente Rojas y Roberto Perfumo. Se fascinó con Julio Sosa y, al mismo tiempo, con Tom Jones. Admiraba a Gardel, pero imitaba a Sandro y formaba bandas beat con nombres como Los Black Coats y Tells Stars, donde tocaba la guitarra eléctrica bajo el alias de Jimmy Williams. Cantaba en fiestas, bailaba twist y boogie. Pero el giro fue definitivo una noche en el club Crámer de Avellaneda: Sosa cantó “Pido permiso” y Juárez supo que quería ser cantor de tangos.
Fue, sin embargo, un cantor atípico. Entró al tango cuando el género parecía replegarse frente al avance del rock y la estética de la juventud. En tiempos en que la música popular se dividía entre viejos y jóvenes, entre tango y beat, Juárez logró construir un puente. Su irrupción se dio en la encrucijada de la renovación: junto a figuras como Osvaldo Tarantino, Eladia Blázquez y Héctor Negro buscó mantener viva la esencia sin resignarse al pasado. Lo apadrinó nada menos que Aníbal Troilo. “A lo mejor usted es el hijo que no pude tener”, le dijo Pichuco cuando lo invitó a cantar en Caño 14. Ese gesto selló un linaje artístico y emocional.
La consagración fue vertiginosa. En 1973, con apenas 26 años, la Asociación de Comentaristas de Tango lo eligió como el mejor intérprete del año. Un año antes, la revista Siete Días lo había perfilado como una revelación: “Dentro de dos años, nos corta la cabeza a todos”, había dicho el Polaco Goyeneche. Juárez lo recordaba con gratitud y emoción: “La primera vez que me invitó a cantar, terminé y me fui al camarín a llorar como un loco”.
En paralelo al reconocimiento local, comenzó a girar. Llevó su música a Perú, Venezuela, Estados Unidos, Colombia, Francia. Aunque grabó una extensa discografía —desde que grabara su primer sencillo, Para vos, canilla, que obtuvo un notable éxito como parte del disco Mi bandoneón y yo (1969) hasta El álbum blanco (2002)—, su hábitat natural era el escenario.
En vivo, su entrega era total. Cantaba y tocaba al borde, con un fraseo punzante, con el bandoneón como extensión del cuerpo. Lo suyo no era sólo técnica: había una forma de verdad, de dolor expuesto, que evocaba el cante jondo. “¿Qué tango hay que cantar?”, se preguntaba con una sinceridad que desarmaba.
“Me pasaba de verlo desangrarse cuando cantaba, que uno decía ‘¿qué le pasa a este tipo?’, por qué lo vive como si estuviera sufriendo o parece que estuviera gozando de una forma que era... Yo lo veía todas las funciones. Imaginate, 29 años siendo su hija y 29 años de verlo en diferentes lugares y siempre a la entrega, nunca veías que lo hacía a medias. Creo que eso es lo que más admiraba de él", detallaría su hija, Lucila, una reconocida cantante.
Entre las marcas que definieron su figura está el bandoneón blanco, símbolo de su voluntad rupturista. Su hija sostiene que la actriz Silvia Tamagnone —madre de Lucila y pareja de Juárez— fue clave en ese cambio: “Papá no se sentía cómodo con la cosa acartonada del tango. Mamá le dijo que se dejara los rulos, que usara zapatillas y jeans. Que le hablara a los jóvenes. Y lo del bandoneón blanco fue idea de ella. Fue un hito en su carrera”.
El instrumento fue presentado en los años ’80, durante una participación en Badía y Cía.. Según otra versión, fue Miguel Cantilo quien le sugirió que “lavara la cara del tango”. El resultado fue inmediato: llevar el bandoneón a un chapista para que pase a ser blanco. En el ambiente del rock, ese gesto generó impacto. Juárez ya se codeaba con figuras como Piero, Pappo y el propio Cantilo. No era raro verlo en cruces musicales con Charly García o en el circuito de jazz europeo.
Pero su trayectoria también tuvo momentos de pausa. Uno de ellos se debió a su rol como socio del mítico Café Homero, lugar emblemático del under porteño. Aquella trastienda bohemia, cargada de excesos, lo alejó por un tiempo del foco artístico. “Una trastienda tóxica”, diría años después.
El tango Se juega, que compuso con Chico Novarro, se volvió una pieza de culto. Fue reformulado para un disco homenaje a Racing Club, su gran pasión. “Mi viejo era de Independiente y me metió en la orquesta juvenil del club. Pero un día mi tío me llevó a ver un clásico, ganó Racing, y le dije a mi vieja: ‘Quiero ser de Racing’”. En 1967 viajó a Montevideo para ver la final intercontinental entre la Academia y el Celtic escocés, que ganó el conjunto de Avellaneda. “Cobramos, los uruguayos nos cagaron a trompadas”, recordaba, riendo.
Rubén Juárez murió el 31 de mayo de 2010, a los 62 años, víctima de un cáncer de próstata. Poco antes, había grabado uno de sus registros más conmovedores: el especial de Encuentro en el Estudio, con Lalo Mir, documento fundamental para adentrarse en su historia.
Quince años después, su legado sigue latiendo. Fue cantor, bandoneonista, actor ocasional. Fue una voz grave que se abría paso entre dos mundos. Fue un gesto sincero en una época de disfraces. Fue, ante todo, Rubén Juárez.
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