En menos de una semana pasó de las playas de Estados Unidos a recorrer el territorio nacional. Carolina Pampita Ardohain se entregó a dos paisajes extremos de la Argentina: desde la dureza milenaria del hierro cósmico en el Campo del Cielo, en el Chaco, hasta la suavidad luminosa de las sierras cordobesas y las aguas calmas del lago Los Molinos. En cada destino, la modelo no solo dejó postales de ensueño, sino que también tejió un relato íntimo de conexión con la tierra, el silencio y la inmensidad.
Su primera parada fue Chaco. Allí está, vestida con un delicado traje beige bordado, el cabello suelto cayéndole sobre los hombros, los brazos abiertos en torno a una roca suspendida por cables de acero. No es una piedra cualquiera. Es “El Chaco”, una masa de hierro de 37 toneladas que cayó del cielo hace miles de años y hoy reposa en el parque Campo del Cielo, una de las zonas de impacto meteórico más importantes del planeta.
La modelo sonríe a la cámara, apoya la mejilla contra la superficie rugosa y oxidada del meteorito y toma una selfie con gesto distendido. En otra imagen, se sienta sobre la roca como si fuera un trono ancestral, con las botas altas de gamuza clara y la mirada perdida hacia el horizonte chaqueño.
En una toma más amplia, la postal cambia. El meteorito se muestra sobre una base firme de concreto, rodeado por vegetación baja, árboles dispersos y una explanada que enmarca el silencio. Desde lejos, Pampita levanta los brazos como una ofrenda, mientras el sol acaricia las copas verdes del parque. Una mujer, sola ante un gigante de otros tiempos.



Pero la travesía no termina en Chaco. Horas después, una nueva imagen revela otro capítulo. Sentada junto a la ventanilla de un avión, con campera de cuero negra, remera blanca y gafas oscuras, Pampita sonríe. Su mensaje es breve y entusiasta: “¡Córdoba allá vamos!“.
Las postales que siguen cambian de tono pero no de asombro. Una vista panorámica del embalse Los Molinos, con un puente de hormigón cruzando aguas tranquilas, revela el otro destino. A los costados, la vegetación nativa enmarca el paisaje, mientras un árbol sin hojas se recorta en primer plano como una silueta detenida en el tiempo.
Las primeras imágenes del destino revelan la majestuosidad del embalse Los Molinos. Un puente de hormigón se estira sobre el agua mansa, flanqueado por vegetación nativa y un árbol sin follaje que irrumpe en el primer plano como un espectador silente. La cámara se aleja para captar otra escena: el lago reluciente, atrapando el sol como si fuera su reflejo privado, mientras las sierras verdes lo abrazan desde todos los ángulos bajo un cielo despejado.
El viaje se vuelve íntimo. En una imagen vertical, una hilera de pinos altos se alza con solemnidad, y el sol se cuela entre las copas como un susurro. En el pie, una palabra: “Molvento”. No es solo un paisaje. Es el umbral de una experiencia distinta.


La escena siguiente confirma el entorno: un salón de hotel moderno, con amplios ventanales que abren paso al bosque circundante. La luz natural entra con generosidad, y la tranquilidad se instala, sin pedir permiso, en un refugio en medio de la naturaleza, donde cada vista parece diseñada para inspirar quietud.
En una terraza al aire libre, Carolina vuelve a aparecer. Sentada frente al lago, con la misma campera negra y sus inseparables gafas, disfruta de un desayuno serrano. La mesa se muestra rebosante de frutas frescas, jugo de naranja, medialunas, cereales, yogur e infusiones. Todo dispuesto con una estética cálida, sencilla y generosa.
Y como broche final, una imagen inmóvil y serena: un velero solitario navega sobre las aguas calmas del lago, enmarcado por un cielo límpido. Nada se mueve. Nada interrumpe. Solo el sonido imaginado del viento empujando las velas, en una escena que parece suspendida fuera del tiempo.
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