Una peluca despeinada, un habano eterno, un frac como de opereta y una máquina de hablar que no daba respiro. Así lo recuerda el país. Así se presentaba Tato Bores, el hombre que durante más de treinta años usó el humor para desnudar al poder. Un siglo después de su nacimiento, su voz todavía golpea, incómoda y vigente, como una carcajada amarga que resuena entre tarifazos, elecciones y dólares que no alcanzan.
Nacido el 27 de abril de 1925, en un hogar judío del corazón de Buenos Aires, Mauricio Borensztein creció alrededor de la plaza Lavalle, en Avenida Córdoba y Libertad, hijo de un comerciante de pieles profundamente religioso. El estudio no fue su fuerte: expulsado del colegio Julio A. Roca y desertor de la escuela técnica Otto Krause, encontró su rumbo muy temprano entre bastidores y partituras. A los nueve años, ya trabajaba como acomodador en el Teatro Nacional Cervantes. A los quince, cargaba los instrumentos de las orquestas de Luis Rolero y René Cóspito. Pero fue a los veinte, contando chistes en la despedida de soltero del músico y productor Santos Lipesker, que se encendió la chispa. Allí lo descubrieron Julio Porter y Pepe Iglesias, El Zorro, quienes lo convocaron para la radio y le dieron el apodo que lo volvería inmortal.
Apenas un año después de su debut radial, ya era un fenómeno. En 1957 llegó a la televisión, de la mano de Dringue Farías en La familia GESA, y más tarde en Caras y morisquetas, donde consolidó su estilo: traje de gala, discurso vertiginoso, sátira despiadada y monólogos con olor a editorial. “Yo tengo una trayectoria… hace 35 años. Entonces, a medida que iba teniendo más éxito y más responsabilidad, dejé de ser un tipo gracioso para hacer todo más elaborado”, relataría en una entrevista. No quería repetir chistes. No soportaba la idea de reciclar material viejo. “Me hace sentir jovatón”, admitía.
Su ética era implacable. Repetía los guiones palabra por palabra. Ensayaba durante toda la semana. “No decía una sola palabra que no estuviera en el libreto”, recordaba Santiago Varela, su guionista desde 1988 hasta el final de su carrera. Los textos llegaban los lunes, en moto, en sobres de seis carillas y 10.000 caracteres. Se grababan los viernes. Nunca fallaba.
En 1991, en uno de sus monólogos más recordados, advertía: “Ahora entramos en época electoral y todos salen con los dientes nuevos y bien peinados, y sacan afiches prometiendo, como gran mérito, la honestidad… Con lo cual, no robar pasa a ser una especie de… opcional. Vea: ningún coche hace propaganda diciendo que tiene ruedas o parabrisas, eso es estándar… Y hoy parece ser que si sos honesto, sos una especie de GTX súper de lujo full equipo de la política”.
Nadie escapaba a su radar. Presidentes, ministros, sindicalistas, militares. A todos los retrató, a todos los ridiculizó, sin odio ni cinismo, pero con una lucidez feroz. Era una sátira profundamente informada. Leía todos los diarios. Estudiaba cada movimiento. Y aunque disparaba sin piedad, lo hacía con una sonrisa. Por eso, incluso los aludidos, lo respetaban. Muchos, incluso, lo adoraban.
La economía fue su otra gran obsesión. El dólar —esa moneda que sin dudas marca el pulso emocional del país— fue tema recurrente en sus programas. Ya en 1962, ironizaba: “El día que tengamos todos los dólares del mundo iremos a Estados Unidos con la guita de ellos y nos van a tener que entregar el país. Yo no me explico cómo los yanquis que son tan vivos no se dan cuenta del peligro que están corriendo con nosotros”.
Casi tres décadas después, en plena hiperinflación, su análisis era igual de crudo: “A ver si entendí bien: ¿ustedes con los impuestos a las tarifas, los tarifazos, guadañan toda la ‘mosca’, la gente se queda sin guita, no compran dólares y así el dólar baja? ¡Sí la gente está más seca que galleta de campo!”.
El 9 de septiembre de 1990, Tato Bores leyó al aire su monólogo número 2000. Aquel día no solo resumió la actualidad, sino también los 30 años desde su debut televisivo. “Treinta años bancándose 16 presidentes y 37 ministros de Economía”, dijo. El autor de ese texto fue, claro, Santiago Varela, quien solía guardar los billetes reales que aparecían en cámara para ilustrar cuántos ceros había perdido el peso argentino.
Décadas después, el guionista confesó: “No me enorgullece que los textos todavía sirvan. Habla de lo mal que estamos nosotros porque estamos repitiendo las cosas. Lo que más siento es que se repiten las mismas situaciones, y a veces hasta casi con la misma gente”.
El imperio de Tato no fue unipersonal. A su lado pasaron Landrú, César Bruto, Jordán de la Cazuela (muerto trágicamente en un accidente aéreo), Carlos Abrevaya, Jorge Guinzburg, Juan Carlos Mesa, Aldo Cammarota, Geno Díaz y José María Jaunarena, entre otros. Una constelación de guionistas que convirtieron sus ideas en flechas. No importaba si eran peronistas, radicales o liberales. Lo único que importaba era mantener la voz del personaje. Y esa voz era inconfundible.
En 1996, un cáncer óseo apagó su vida. Pero su voz siguió sonando. En videos que hoy circulan con subtítulos, en memes donde se citan sus frases como si fueran predicciones. En cada nuevo ciclo electoral. En cada nuevo tarifazo. En cada promesa vacía.
Porque Tato Bores no fue un actor. Fue un fenómeno cultural. Un médium entre el pueblo y sus dirigentes. Un espejo sin piedad. Un patriota de frac.
Y aunque hace años que no lo vemos los domingos, hay algo que no cambió: Tato todavía tiene razón.
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