Mauricio Dayub, el hombre que alguna vez soñó con actuar sin siquiera saber qué era ser actor, sigue dejando huella con sus unipersonales El Equilibrista y El amateur que tras varias temporadas a sala llena continúan atravesando una gira parece no tener fin.
En un diálogo íntimo con Infobae en Vivo, el intérprete volvió a sus orígenes, al eco de un garage humilde donde, con una linterna, una lupa y papeles de calcar, fabricaba ilusiones proyectadas en paredes descascaradas. “Soñaba con esta profesión sin saber de qué se trataba”, reveló, con la voz quebrada por la emoción. ¿Qué niño, entre luces prestadas y trenes fantasmas caseros, podría haber imaginado este futuro?
Hoy, desde el escenario, Dayub reconoce otra dimensión del teatro: no solo como fuga de la realidad, sino como un ritual que toca fibras profundas, esas que inspiran decisiones, revelaciones, cambios. “Cuando uno está relajado, aparece la claridad”, deslizó, al momento de describir ese instante casi sagrado en que el telón no separa, sino que une.
El teatro, recordó, es una criatura viva. Distinta cada noche. Un acto irrepetible ante ojos siempre nuevos. “Muchas veces me he sentido un clavadista antes de salir al escenario”, afirmó. Y no era para menos: 800 funciones de El equilibrista, 700 de El amateur y unas abrumadoras 2153 de TocToc avalan esa tensión y ese vértigo, donde cada función exige cuerpo, alma y una cuota de fe.

“Cuando llegó TocToc pensé que me había equivocado”, recordó en una confesión cruda, sin disfraces. Llevaba tres décadas entregado al teatro independiente, forjando su nombre en salas pequeñas, alejadas de los grandes brillos de la calle Corrientes. Hasta que un día decidió dar el salto. Lo hizo, admitió, por razones que no tenían que ver con el material artístico, sino con una necesidad más profunda, más instintiva.
“Pensé que no iba a funcionar”, soltó, al evocar aquella sensación de salto al vacío, de apuesta incierta. Y no era para menos: los productores argentinos, tradicionalmente atentos al pulso del éxito, no habían confiado en el proyecto. Fueron empresarios mexicanos quienes, contra todo pronóstico, apostaron por esa obra.
La percepción —lo supo entonces y lo repite ahora— no siempre es la mejor brújula. “La lectura que hice no fue la adecuada, como pasa muchísimas veces”, reflexionó, al mirar hacia atrás, con la serenidad de quien sobrevivió al error y lo transformó en triunfo.
TocToc, esa obra que nació bajo el signo de la duda, terminaría convirtiéndose en uno de los mayores fenómenos teatrales de los últimos tiempos. Un recordatorio, quizás, de que el arte —como la vida— también se construye sobre las sorpresas.

Hace apenas cinco años, contó, descubrió un secreto que cambiaría su manera de actuar: no seguir el guion al pie de la letra, sino adaptarlo a la respiración de la sala, esa respiración invisible, pero palpable, que dicta el ritmo verdadero de una función. “Desde arriba del escenario tampoco podés creer lo bien que está transmitiendo eso que es invisible”, explicó con la seriedad de quien realmente encontró un código antiguo, susurrado solo a quienes saben escuchar.
El ritual previo es casi una liturgia: elongar el cuerpo, engolar la voz, invocar algo íntimo, algo que lo transporta —siempre— a ese garage de su infancia. Allí donde no había fama ni premios ni cámaras, solo la pura necesidad de crear. “Es el logro de tantos años, de tantas razones, de tanto ninguneo”, dijo, al referirse a esos años oscuros donde debió lidiar con jefes y productores sin vocación, esos que, como sombras en su tren fantasma, pudieron haberlo hecho desistir.
Recordó también los juegos con su hermano: construyeron un tren fantasma casero, cobraban entrada a los amigos, los asustaban con hilos que simulaban telarañas, y ruidos de ultratumba improvisados. Aquella imaginación desbordante, aquella necesidad de provocar emociones -miedo, risa, sorpresa- ya presagiaba el artista que sería.
Hoy, Mauricio Dayub no solo conquista su sueño infantil: lo reinventa cada noche, cada función, cada suspiro de la sala. Como un equilibrista, camina la delgada cuerda del teatro vivo. Y nunca cae.
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