
El miércoles no fue un día cualquiera para Diego Leuco. Fue una jornada que marcó un quiebre. En silencio, junto a su padre, caminó sobre la tierra donde la muerte dejó su firma indeleble. Polonia, abril de 2025. En sus redes, con un temblor contenido en cada palabra, relató su experiencia en Auschwitz y Birkenau, los campos de exterminio que son símbolo universal del mal absoluto.
“Hoy estuve en Auschwitz y en Birkenau”, escribió, como si la frase pudiera abarcar el espanto. “Allí pasaron las peores cosas que puedan imaginar”, continuó. Las vías del tren, que en otras geografías transportan vida, allí llevaban al abismo. Llegaban —como él mismo destacó— “literalmente hasta la puerta de los crematorios”. Esa precisión ferroviaria no fue casual: era parte del cálculo meticuloso de una maquinaria de exterminio pensada al detalle.

Leuco no viajó solo. Fue con su padre, Alfredo, en el marco de la Marcha por la Vida, la peregrinación que cada año convoca a miles de descendientes de víctimas del Holocausto, sobrevivientes y jóvenes de todo el mundo. Pero no fue una visita ritual. Fue un descenso personal a los infiernos del siglo XX.
Desde su cuenta, compartió imágenes que intentan —en vano— ilustrar lo inefable. Un video muestra una montaña de zapatos desvencijados: “Son zapatos de niños”, aclara. Y añade un número brutal: 200.000. Ese fue el destino de los niños que pasaron por Auschwitz: gaseados, fusilados, quemados. Al lado de sus madres. Sin nombre. Sin tumba. Sin tiempo para crecer.
Otro video enfoca el interior de una cámara de gas. “Todavía se ven las manchas azules del Zyklon B en el techo”, escribió. El gas, explicó, era barato, eficiente, fácil de almacenar. La lógica industrial aplicada al asesinato. Como si matar fuera una línea de montaje. Como si la vida humana se pudiera contabilizar por rendimiento.
Después vino el turno del cabello. “Los nazis ‘aprovechaban’ todo cuando mataban”, escribió. Cabello humano para hacer mantas. Dientes de oro arrancados. Prótesis, ropa, valijas. Cada cuerpo era primero reducido a partes útiles. Luego, a cenizas. Ni siquiera el cadáver tenía derecho a su forma.

Una de las imágenes más estremecedoras fue la de las barracas del sector femenino. Leuco capturó los tablones donde dormían las prisioneras. “En cada tablón podían dormir 12 o 15 mujeres, hacinadas, sin baño, sin comida, sin abrigo, sin nada”. Un anticipo del final. Un lugar donde se dormía para olvidar que se estaba vivo.
Pero el momento más personal del recorrido llegó con el libro de los nombres. Cuatro millones y medio de víctimas. Una cifra que aplasta. Diego buscó su apellido: Lewkowicz. Siete páginas completas. No eran cifras. Eran sus muertos. Eran su historia. “Cuando era chico me preguntaba por qué no había ningún Lewkowicz en la guía telefónica. Hoy encontré algunas respuestas”.

Diego Leuco no fue a Auschwitz a hacer turismo de la memoria. Fue a entender. A conectar. A encontrarse con el pasado que lo precede. A gritar en voz baja lo que millones no pudieron. El horror tiene nombre. Y lo escribió en siete páginas.
Antes de que las imágenes estremecedoras del viaje inundaran las redes, ya había anticipado, con voz serena pero cargada de peso emocional, la razón de su ausencia en el ciclo que conduce por Luzu TV además de dejar por un par de emisiones la conducción de Morfi (Telefe). Lo hizo ante los micrófonos, con la claridad de quien busca compartir una verdad íntima: “Yo ahora tengo un viaje que para mí es super importante, tiene que ver con mi familia y mi historia, y algo super importante sobre todo para mi papá”.

No era un viaje más. No era una escapada. Era un regreso simbólico. Uno pautado “hace meses”, incluso antes de firmar su contrato para este año. Un compromiso más profundo que cualquier cláusula profesional. Fechas vacías en el calendario televisivo, pero llenas de sentido en el calendario afectivo de los Leuco.
“Nos vamos a Polonia —explicó—, mi abuelo era de allá”. Esos pocos términos bastaban para entender el significado: no solo se trataba de una travesía geográfica, sino de una exploración genealógica, un viaje hacia el centro de una herida familiar y colectiva. Lo dijo sin grandilocuencia, pero con la solemnidad justa: “Es por los 80 años del Holocausto. Nos vamos con toda mi familia”.

Ese “con toda mi familia” era la clave. No era un acto de memoria individual, sino una marcha intergeneracional. Una decisión compartida. Una búsqueda colectiva de raíces, de respuestas, de nombres perdidos entre los renglones de un libro de cuatro millones y medio.
Lo que Diego Leuco vivió en Auschwitz comenzó mucho antes de pisar ese suelo helado. Comenzó con un compromiso sellado por la historia y por la sangre. Por eso, cuando habló de “algo super importante para mi papá”, no era un gesto de cortesía filial. Era un legado que debía cumplirse. Y se cumplió. A paso lento. Con la cámara en mano. Y el alma entre las sombras.
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