El amor quedó atrás. La casa, en pie. En medio del polvo de obra, los ladrillos sin revestir y el olor a cemento fresco, Juana Repetto camina como si atravesara un templo. Mira a su alrededor, abre puertas imaginarias. Su voz, quebrada por momentos, narra el recorrido: “Está armadita, ya se ve la estructura en su totalidad… y no puede ser más emocionante y flashero”.
Nada de eso era solo por las paredes. Era un sueño de a dos, de esos que se piensan al anochecer, cuando los hijos ya duermen y la vida parece simple: una casa en un barrio privado, grande, luminosa, rodeada de verde. Un refugio para ellos y para los chicos, Belisario, su hijo de tres años, y sus hermanos Toribio y Lupe, con quienes ensamblaron la familia. Ella, hija de dos íconos del espectáculo argentino —Nicolás Repetto y Reina Reech—, había encontrado en Sebastián Graviotto la posibilidad de escribir una historia distinta, más íntima, más terrenal. Pero algo se quebró.
La noticia llegó como un baldazo helado en LAM, el programa que Ángel de Brito conduce. Juana confirmó lo que hasta entonces era rumor: ya no estaban juntos. Y entonces, las palabras que ella misma había escrito apenas dos días antes, cambiaron de sabor. “Creímos que esa parte la íbamos a dejar para una segunda etapa, ya mudados por un montón de circunstancias que se me complicaron… pero todo se fue acomodando”, decía en sus redes.

El “creímos” quedó colgado como una foto vieja en un portarretrato vacío.
Las imágenes del video son elocuentes: Juana camina con cámara en mano mostrando cada rincón de la obra. En su voz hay una mezcla de entusiasmo y melancolía. Habla de decisiones prácticas y de emociones profundas. El dormitorio de los chicos, el living abierto, la cocina soñada. Cada espacio contiene una promesa, aunque ahora esa promesa tenga una forma distinta.
“Me siento muy bendecida y afortunada de poder estar terminando mi casa propia”, escribió con gratitud. Y lo repitió, casi como un mantra: “Gracias, gracias y más gracias por nuestra casa galáctica”.
Pero en esa obstinación de seguir adelante sola, hay algo poderoso. Una decisión. Una afirmación de identidad.
Porque Juana no renunció al proyecto, solo lo reconfiguró. No paró la obra, no tiró los planos, no desmontó los sueños. Los adaptó. A su nueva vida. A la de ella y sus hijos. Y ese gesto, que podría parecer apenas logístico, tiene una potencia simbólica que desborda los límites del diseño y el ladrillo.
Es su casa. La galáctica. La que imaginó en un tiempo compartido. La que ahora terminará en soledad, pero no sola.
Y ahí estaban ellos. Los otros. Sus seguidores. Una multitud invisible pero presente, una comunidad que le respondió con palabras que pesaban más que una bolsa de cemento.

“¡Qué orgullo para vos y toda tu familia! Cada ladrillo, cada bolsa de cemento y todo lo que implique esta situación es con mucho sacrificio y amor. ¡Bravo! ¡Felicitaciones! Falta menos…”, escribió una mujer, acaso desde una historia similar. Otra agregó: “¡Hermoso cuando los sueños se van cumpliendo!”. Y alguien más resumió con ternura: “Qué emoción lograr hacer tu casa propia a tu gusto. Felicitaciones por tus logros. Que siga fluyendo lindo para que pronto esté terminada”.
No eran likes. Eran abrazos. En cada comentario, había un eco de sus propias emociones. La historia de Juana, con su desgarro reciente y su reconstrucción silenciosa, tocaba fibras comunes. Porque ¿quién no puso en una casa más de lo que puede explicar un plano? ¿Quién no imaginó un futuro entre paredes recién pintadas?
La casa galáctica se convirtió en símbolo. No solo del hogar por venir, sino también de la mujer que, pese a todo, sigue construyendo. Con cada bloque. Con cada decisión. Con cada palabra compartida.
Una historia de amor no cumplió su curso. Pero otra, de raíz más profunda, tal vez más duradera, sigue construyéndose día a día: la de una madre que decidió levantar, literalmente, su lugar en el mundo. Y ya se ven las paredes.
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