Pasaban apenas algunos minutos de las 11:30 de la mañana cuando Wanda Nara, enfundada en una campera oscura y con gesto firme, irrumpió en la Fiscalía como quien carga con un pasado que no cede y un presente que duele. La empresaria se presentó a declarar por la acusación de uno de sus hijos por maltrato a Mauro Icardi. Y antes de ingresar, enfrentó a la prensa y pronunció una frase breve, pero cargada de peso: “Estoy haciendo todo lo que tenga que hacer”.
No hubo lugar para titubeos. “Estoy muy tranquila”, repitió, casi como un mantra. Sin embargo, esa calma era la superficie de un mar agitado por acusaciones cruzadas, peleas públicas y un proceso judicial que arrastra más preguntas que respuestas.
La primera en disparar había sido Lara Piro, abogada del futbolista, quien tildó a Wanda de “mala mujer”. La respuesta no tardó en llegar. “Lo tomé mal”, admitió con serenidad, antes de lanzar una daga en forma de observación. “Su cliente estuvo en pareja conmigo durante 12 años y me parece una falta de respeto hablar así de la madre de sus hijas. Pero cada uno se maneja como quiere.”
Y así, la disputa, ya expuesta en redes, en medios y en expedientes judiciales, tomó otra vuelta de tuerca. Esta vez, el eje fue la revinculación de las tres hijas menores con su padre. “Estamos trabajando en eso”, dijo la empresaria. “El martes dediqué cinco horas de mi tiempo, dejé mi trabajo para eso. Porque es mi prioridad. Sé que es importante para las nenas”.
El encuentro, sin embargo, parece aún lejano. Hay trabas, tiempos judiciales, sesiones con psicólogos y una resolución judicial que impone, incluso, límites digitales. A Wanda le prohibieron usar sus redes sociales durante un mes. “Me parece una injusticia”, arremetió. “Nunca había escuchado un fallo así, ni con famosos, ni con nadie que trabaje en redes”. Y aclaró que su abogado, Nicolás Payarola, ya está trabajando en revertir esa medida.
Pero la frase más punzante llegó casi al final, como un estruendo contenido que finalmente se libera. “Nunca me pasó dinero”, sentenció, y dejó flotando esa acusación con la contundencia de quien conoce la historia desde adentro.
A fines de marzo, Wanda había estallado en sus redes sociales. Su furia tenía nombre y apellido: Mauro Icardi, y sus abogadas, Lara Piro y Elba Marcovecchio. El posteo, todavía circulando por Instagram, era una catarsis pública: “Un papá que no paga alimentos hace 8 meses en Argentina siendo millonario, va por la vida sin pagar multas, subiendo cosas a sus redes y viajando en avión privado. ¿Cuáles son sus prioridades?”
Y apuntó con ironía a las letradas: “Se la pasan sentadas buscando FAMA. Las mismas que piden que no se hable ‘por respeto’ siguen exponiendo y hablando de mí y mis hijas. Defienden lo indefendible por dinero”.
Hoy, frente a la Fiscalía y con los flashes como testigos, Wanda no retrocedió ni un paso. “Yo siempre digo la verdad. Tengo pruebas”. La frase no admite matices. Es una declaración de guerra.
Y aunque la historia parece una de esas que nunca terminan, ella dejó claro su rol como madre por encima de todo. “Los cinco chicos quieren ver a Mauro. A pesar de todo, lo quieren ver. Y yo, como mamá, voy a hacer lo posible porque eso suceda. En la manera más segura para todos”.
Tras ello, su ingreso a la fiscalía para declarar, pero allí no terminaría todo, ya que a su salida volvió a enfrentar a los micrófonos apostados en el lugar y comenzó refiriéndose a su salud, sin vueltas, sin medias tintas.

“En Fundaleu, lo primero que me piden es que esto se termine”, reveló, al hacer referencia a su tratamiento por leucemia, palabra que hasta hace poco resonaba solo en susurros y ahora quedaba dicha, sin adornos, en plena calle. No era el centro de la escena, pero tampoco podía ocultarse. “Venir acá hoy no dependía de mí”, aclaró. “Estoy acompañando una denuncia que como mamá tengo que apoyar”,
Lo dijo con esa mezcla de convicción y vulnerabilidad que solo se encuentra en quienes pelean varias batallas al mismo tiempo. De un lado, la salud. Del otro, sus hijos. “A los chicos siempre se les escucha, se les cree”, sostuvo. Y allí se quebró el tono. Porque lo que siguió no fue una defensa ni una estrategia, sino una declaración de principios: “Me parece terrible cuando los profesionales o colegas salen a decir algo diferente. Yo les creo siempre”.
Su cuerpo, marcado por el tratamiento que atraviesa en silencio, resiste el embate con el sostén invisible de quienes aún se quedan. “Estoy muy acompañada por mis amigos”, explicó con una mezcla de gratitud y asombro. “Sin darme cuenta pasan los días y todo el tiempo tengo a alguien en casa. Se turnan, están siempre”.
Pero mientras los afectos ocupan la cocina, el sillón y los pasillos de su casa, la pregunta sobre sus hijos asoma con la crudeza que solo la opinión pública sabe imponer. Wanda no esquiva: “Cuando necesiten explicaciones, se las voy a dar”. Y ahí pone el límite. “Siempre fui una excelente madre”, sentenció. “Me toca viajar por trabajo, es mi manera de mantener a los chicos. Como también los papás de mis hijos viajan y trabajan. Si pudiera sacar a mis hijas del país, viajarían conmigo, pero no lo tengo permitido”.
Es una declaración de maternidad en tiempos rotos. Una defensa que no se da en tribunales, sino en la piel y en los días. “Tengo una gran red de contención”, aseguró. “Muchos tíos, primos, mucha familia en la Argentina. Por suerte”.
El nombre de Mauro vuelve a aparecer como una sombra inevitable. Y con él, los años compartidos, los conflictos, los silencios y las heridas. “Creo que él tiene que hacer un proceso terapéutico. Estuve 12 años con Mauro. Nadie lo conoce más que yo”. Esa frase —tan íntima, tan definitiva— contiene un juicio y una advertencia: “Sabía cómo se iba a desencadenar todo esto. Lo anticipé”.

En el fondo, no teme que él se lleve a las hijas a Turquía. No es eso lo que la desvela. “Lo único que me preocupa es la psicología de ellas. La angustia que presentan cada vez que escuchan que se las va a llevar o que no me van a ver más”. Esos momentos, esos rostros asustados, son su talón de Aquiles. “Mi punto débil son mis hijos. Sabe que si me tocan ahí, me van a hacer sufrir”.
Pero, incluso desde esa vulnerabilidad, no responde con odio. Solo con una esperanza apenas sostenida: “Le deseo lo mejor. Ojalá que pueda superar esto, que rehaga su vida, que sea feliz. Lo conozco, sé que la debe estar pasando muy mal”.
La decisión de cortar el contacto entre padre e hijas no fue impuesta por un juez, sino por ella. “Lo pedí yo”, admitió sin rodeos. “Prefiero esperar a que avance un poco más su terapia, para que entienda que cada palabra duele más que un golpe”.
Y ese es el núcleo del conflicto: no la distancia física, sino el lenguaje que hiere, que rompe, que deja marcas invisibles. “Ojalá que yo me equivoque”, repitió. “Porque si se va a revincular la semana que viene con mis hijas, que ellas se encuentren con un papá feliz”.
En paralelo, carga con responsabilidades que legalmente no le corresponden: “Me estoy haciendo cargo de lo que la Justicia todavía no les da a las menores: sus alimentos, el pago del colegio, la obra social. Son las obligaciones de cualquier padre. Me estoy haciendo cargo de todo sola”, afirmó.
Y lanzó un último dardo, casi al pasar, como quien enumera los rastros de un naufragio: “Incluso mascotas que tenemos en común en Europa ha abandonado”. La palabra final de una vida partida. Una guerra que no se elige, pero se libra igual. Y una mujer que, entre el dolor y la resistencia, no deja de poner el cuerpo.
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