
Murió Toti Ciliberto. El actor que desde el teatro under irrumpió en la pantalla chica y fue parte de una de las naves insignias del humor en la Argentina sufrió una hemorragia interna lo que derivó en un paro cardiaco. La noticia cayó como baldazo de agua fría entre quienes se rieron con cada una de sus ocurrencias.
En la televisión de los años noventa, cuando el zapping no existía y el prime time se medía en carcajadas, él era un rostro que lo decía todo sin hablar. Su mirada pícara, su voz cascada, su cuerpo dispuesto al grotesco: era un comediante hecho y derecho en uno de los programas más vistos de la época, VideoMatch, liderado por Marcelo Tinelli.
Pero ¿quién fue realmente Salvador Maximino Ciliberto, a quien todos conocían como Toti? ¿Qué batallas libró fuera del aire, lejos de los decorados? ¿Y qué legado deja más allá de las risas?
Nació y creció en San Martín, Buenos Aires, en el seno de una familia humilde, en una casa donde el esfuerzo era rutina y el humor, un alivio. Antes de ser comediante, fue profesor de educación física e hincha de Chacarita Juniors, ese club del conurbano que parece nacido para resistir. En sus años de adolescente, acosado por el acné y el bullying escolar, descubrió un mecanismo de defensa que se volvería vocación: el humor como escudo. “Me reía de mí mismo antes de que lo hicieran los demás”, contó alguna vez.
El teatro llegó como un destino inevitable. En el Parakultural, templo del under porteño, encontró una voz, un cuerpo, una manera de estar en el mundo. Y fue en 1992 cuando Marcelo Tinelli lo convocó a VideoMatch, ese programa que comenzó como un resumen del deporte del mundo y derivó en los más variados sketchs y bloopers sin escalas, que transformaría la televisión argentina para siempre.

Desde allí, su ascenso fue veloz. Fue actor secundario, partenaire del absurdo, cómplice de cámaras ocultas y tramas delirantes. Su risa tenía algo de niño travieso y su energía parecía inagotable. Cada sketch era una oportunidad para dejarlo todo. En 1997, ya convertido en figura, condujo Adivina adivinador, caracterizado como un hilarante Riquelme y fue tal la fama de ese personaje que hasta lanzó su propio CD con chistes y canciones con esa interpretación.
Pero en su vida no todo era comedia.

“La adicción arrancó antes de empezar VideoMatch. Sentí que arrancó como una broma, como una joda. Uno siente en las primeras instancias que lo puede manejar. Primero una vez por semana. Después dos. Luego, todos los días”, confesó, con la voz quebrada, en una entrevista con Gastón Pauls para el programa Seres Libres. La fama, el ritmo frenético, los ratings de 40 puntos: todo parecía justificar el exceso. Pero detrás del maquillaje, Toti libraba su peor batalla. “La cocaína me consumía. La usaba para aguantar, para rendir, para no caer”.
Ni los aplausos ni los contratos pudieron salvarlo de ese espiral incansable. La fiesta se transformó en infierno. “Lloraba y consumía al mismo tiempo”, admitió. “La adicción no te deja vivir. Te quita todo”, reconoció tiempo después. El punto de inflexión llegó con sus hijos. Y con su exmujer, a quien reconocía como una fuerza esencial en su recuperación.

Fue entonces cuando, en medio de la desesperación, apareció Dios.
“Si no me sacaba el Señor, yo no salía más”, dijo en La Puerta Abierta, un ciclo cristiano. Su conversión fue tan profunda como radical. Comenzó a dar testimonio en eventos religiosos, como los encuentros del pastor Felipe de Stefani. “Cada uno tiene algo de lo que desprenderse. La droga, la comida, la tristeza… Dios sabe de qué”, les decía a auditorios atentos, donde ya no se buscaba risa, sino redención.

Su transformación espiritual lo alejó poco a poco de los sets de televisión. Aunque en 2013 volvió a escena en La peluquería de don Mateo, ya nada fue igual. El escenario se convirtió en un espacio sagrado. Se sumó al proyecto de Pepe Soriano en Benavídez, y en un teatro de Tigre dictaba clases gratuitas de actuación. Enseñaba técnica, sí. Pero sobre todo, enseñaba humanidad.

“Toti me decía que el éxito no vale nada si estás mal con vos mismo”, cuenta uno de sus exalumnos. Ya no actuaba por fama, sino por sentido. Y en cada encuentro, sembraba una semilla de dignidad.
Tampoco dejó la música. Su banda, Toti y los Cilibertos, recorría el país con un show que mezclaba rock, humor y testimonios. “En cada presentación hay un momento en el que cuenta su historia. La gente lo escucha con lágrimas en los ojos”, recordaba un técnico de sonido. Subir al escenario, para él, ya no era representar: era seguir sanando.

El cine también lo vio brillar. Participó en Vivir intentando, junto al fenómeno juvenil Bandana, en Brigada explosiva: misión pirata, con Emilio Disi, Gino Renni, Luciana Salazar, Bicho Gómez y Jorge La Hiena Barrios, y en Cuatro de copas, junto a Federico Luppi y Pablo Yotich.
Pero su mayor película fue su propia vida. Una trama con primeros planos de gloria, secuencias de horror, un clímax de redención y un epílogo lleno de paz. “Cada día que pasaba, sentía que algo en mí se renovaba”, dijo alguna vez. Y esa renovación se volvió misión: ayudar a otros a salir del pozo. Ese pozo que él conocía muy bien.
Hoy, su círculo íntimo lo llora con gratitud. Fue un hombre que se rió de sí mismo para no llorar, y luego lloró hasta encontrar la forma de reír con verdad. Para su familia, verlo entero, libre de adicciones y en paz fue el milagro más grande. Murió un actor. Queda un legado.
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