
Murió Christopher Plummer. Murió el capitán Von Trapp. Murió quien resultó un momento bisagra de mi vida infantil.
Un viernes de 1965, a mis ocho años, mi mamá me propuso llevarme a ver una película al cine Ambassador de la calle Lavalle. No tenía ganas de ir... para peor dijo que duraba tres horas. Para convencerme prometió que a la salida iríamos a comer pizza. Fuimos. Comenzó la proyección de La novicia rebelde, la película que definiría mi historia. Ya en la primera escena, apenas Julie Andrews apareció cantando me largué a llorar. “Quiero ser eso”, le dije a mi mamá. Paradójicamente fue la oscuridad de la sala la que me aclaró el futuro.
Volvimos de noche a casa, en Mataderos. Escuché desde mi cama una conversación que mantenían en la pieza de ellos: mi mamá le contaba a mi papá que lloré durante casi toda la película y que “quería ser eso”. Mi papá le preguntó “¿querrá ser cantante, director de cine... o novicia?”.
Esa tarde supe que La novicia rebelde ofició de resorte para interesarme comprender por qué elegimos ver algo. El sábado volví a verla con mi papá, el domingo con mi abuela. Fueron catorce veces en un mes. Desde aquella proyección nunca más abandoné mi interés en conocer el mecanismo del espectáculo y su llegada al público. Lo que comenzó por el cine derivó al teatro. La vocación se transformó en profesión, lo que no impide que desde hace 55 años me acompañe la misma curiosidad y la falta de respuestas.
Todos tenemos hechos o personas que nos marcan el camino, que dejan huella en la infancia de cada uno. La novicia rebelde logró destaparme los oídos con su banda de sonido original, al punto de impulsarme a subir sobre una silla para dirigir la imaginaria orquesta que se escuchaba desde el Winco hogareño. Sin embargo vivimos en una época donde aún se duda sobre si la actividad cultural debe estar considerada entre las esenciales.
La muerte de Christopher Plummer resetea mi historia y me hace agradecerle a todo el equipo artístico de esa película el haber sido quienes, sin proponérselo, me ayudaron a saber qué quería ser cuándo fuese grande.
Escribo estas líneas antes de volver a ver la película, casi en homenaje, aún sabiendo que me volveré a emocionar apenas el personaje de María aparezca en la pradera de Salzburgo mientras espera a su Von Trapp.
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