
Carlos Ancapichun salió de su casa en Villa La Angostura el 13 de junio de 2025 como cualquier otro día en que cruzaba la frontera para realizar trámites en Chile. Tenía 76 años, un andar tranquilo y la rutina metódica de quienes construyen su vida alrededor del trabajo y la sencillez. Dejó atrás a su esposa, Marisol Coronado, convencido de que volvería en cuestión de horas. Pero ese viernes marcó el inicio de un misterio que, más de 150 días después, sigue sin resolverse.
Carlos era conocido por todos en Cumelén, el barrio más exclusivo de la villa, donde cuidaba la residencia que la reina Máxima Zorreguieta, monarca de los Países Bajos, adquirió años atrás. Era un hombre amable, de palabra suave y hábitos discretos, de esos que no generan conflictos ni acumulan enemigos. Por eso su desaparición no solo desconcertó a Marisol, sino también a sus vecinos, a las autoridades y a toda la comunidad de Villa La Angostura.
Aquel 13 de junio había cruzado a Entre Lagos, en la Región de Los Lagos, Chile, para renovar su certificado de supervivencia. El trámite era simple, mecánico. Incluso decidió aprovechar el viaje para visitar a algunos familiares. Según la reconstrucción de la esposa, Carlos llegó a la casa de su hermanastro alrededor de las dos y media de la tarde. Lo vieron entrar su medio hermano Segundo, su cuñado Benedicto y su sobrino Juan Carlos. Lo que nadie pudo explicar después fue por qué nunca volvió a salir.
Tres días más tarde, la Policía chilena encontró su camioneta cerrada, intacta, como si hubiese sido estacionada con total normalidad. Dentro estaban las llaves, su documentación, su teléfono y, detalle crucial para su esposa, sus botas.

“Carlos no caminaba ningún trayecto sin esas botas. Si hubiera salido por su cuenta, jamás las habría dejado”, dijo Marisol al ser entrevistada en LM de Neuquén, convencida de que esa evidencia descarta cualquier intento de fuga, accidente o desorientación.
Para ella, desde el principio, la conclusión fue una sola: “A mi esposo lo mataron”. La frase no cambió en meses. Tampoco su determinación.
La investigación chilena, sin embargo, no avanzó con la velocidad ni el rigor que la familia esperaba. Marisol denuncia que los carabineros no peritaron la camioneta como correspondía, que no se preservó el volante para rastrear posibles huellas o ADN, y que Fiscalía no brindó instrucciones claras sobre cómo proceder. “Hicieron todo mal”, sostiene. La desidia inicial, según ella, dejó escapar información clave.
La dimensión del caso creció aún más cuando se supo que en la zona donde Carlos fue visto por última vez había ocho cámaras de seguridad. Cuando la familia pidió las grabaciones, ya era tarde: varias habían sido borradas. Solo quedaron dos, donde aparece la camioneta del cuidador ingresando y saliendo en horarios que no coinciden con la cronología declarada por los familiares.

“¿Cómo es posible que la camioneta aparezca en la zona el sábado a las 19:45? ¿Qué hacía ahí si se perdió el día 13? Esas respuestas nunca llegaron”, insiste Marisol.
Mientras tanto, la investigación abrió un carril inesperado: un conflicto familiar por una herencia. Según relató la esposa, la madre de Carlos tenía una propiedad en Entre Lagos que terminó en manos del hermanastro mayor. Carlos había expresado su deseo de vender esa casa y repartir el dinero entre sus hermanos, especialmente aquellos que estaban enfermos o en situación de vulnerabilidad. Esa intención habría generado tensiones fuertes dentro del núcleo familiar.
Para Marisol, el móvil está ahí. Afirma que la mala relación previa con sus hermanos, sumada al hecho de que Carlos no tenía hijos —y por tanto, en teoría, no habría heredero directo que reclamara—, pudo ser un detonante para un plan más oscuro. “Pensaron que nadie iba a pedir justicia”, asegura.
La justicia chilena no descarta la hipótesis de un crimen. Tampoco descarta que haya habido intervención de terceros. Pero, más allá de algunas diligencias, no existen indicios concretos que permitan reconstruir qué ocurrió con el cuidador.
Ante la lentitud oficial, la búsqueda se trasladó a los vecinos. En Villa La Angostura se organizaron rastrillajes casi todas las semanas. Recorridos minuciosos por senderos, bosques y terrenos montañosos. Incluso llegaron al centro de ski Antillanca, en Chile, guiados por una psíquica que trabajó en el caso del ARA San Juan. Marcó un punto en la montaña y, aunque la nieve impidió avanzar, los voluntarios volverán cuando las condiciones lo permitan.
La historia llegó a oídos de la realeza neerlandesa. Si bien Máxima conoció a Carlos años antes de casarse, nunca se esperó que la Casa Real interviniera. “Tal vez después digan cuánto lo apreciaban, pero nada más”, dice Marisol, sin resentimientos pero con claridad.

Hoy, más de cinco meses después, su esposa sigue recorriendo montañas y golpeando puertas. Sigue esperando que aparezca un testigo, una imagen, una pista mínima. Sigue creyendo que, de una u otra forma, podrá traerlo de vuelta. “Lo voy a encontrar”, repite una y otra vez.
Su búsqueda, sostenida por la fe y el amor, se convirtió en el símbolo de un caso que mezcla misterio, tensiones familiares, errores judiciales y un silencio que, lejos de resignarse, ella promete romper.
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