Una serie de hechos que, en la superficie, no parecían tener relación entre sí, se entrelazaron y provocaron una tormenta perfecta en la tarde del lunes 30 de septiembre en territorio porteño. La secuencia comenzó cuando un taxista subió a su auto a dos pasajeros en un centro de compras en Pompeya. Eran un padre y un hijo que llevaban un ventilador. El chofer aceptó llevarlos a su destino, la Villa Zavaleta de Barracas, en el sur de la Ciudad.
El viaje transcurría con tranquilidad. Dentro del barrio el tránsito es lento, debido a la gran cantidad de personas que transitan por Iriarte, la calle principal. No había ningún indicio que vaticinara lo que estaba por suceder. Sin embargo, en pocos segundos, cuando el auto estaba casi detenido, un hombre se puso delante y le apuntó al chofer “con un arma larga, como la de los cowboy”, según un testigo del caso. La escena, que sucedió frente a un santuario Gauchito Gil y una conocida mueblería, quedó registrada por una cámara de seguridad, cuyas imágenes acompañan este artículo.
El ladrón, en un rápido movimiento, se puso del lado del conductor y le exigió “todo lo que tenía”, especialmente, su celular, según la declaración de la víctima del asalto que consta en el expediente. En ese instante, un segundo hombre se acercaba a la ventanilla de la parte trasera, donde estaban los pasajeros. El taxista buscaba su teléfono para dárselo al delincuente cuando, según dijo, escuchó un grito seguido por “cuatro estampidos, como cohetes”.

Al ver que el hombre que lo amenazaba había retrocedido, arrancó y escapó. Frenó a las dos cuadras. Así, vio el dinero que había sacado para darle al delincuente estaba tirado en el piso del vehículo.
Minutos antes, el oficial Agustín Seia de la Policía de la Ciudad, de 23 años, se subía en su Fiat Punto de color blanco junto a un compañero, identificado como G.A.Z.. Ambos policías, asignados a la Unidad Táctica de Pacificación 2 del barrio Zavaleta, salían de franco de servicio y se dirigían a la Comisaría 4C de La Boca para llevar agua mineral a los efectivos que se encontraban trabajando en esa dependencia. Tomaron la calle Iriarte donde se colocaron detrás de un taxi.
“Están robando”. Así le advirtió Seia a su compañero lo que ocurría frente a sus ojos. “Cuando levanto la mirada veo a dos hombres que gesticulaban, como si estuvieran armados, al conductor. Se notaban las armas de los dos. Estaban a cada lado del auto. Ahí se baja Seia y da la voz de alto”, recordó al dar su testimonio su compañero G.A.Z.. Luego precisó que el auto se seguía moviendo, por lo que se corrió de su asiento y apagó el motor, mientras su compañero enfrentaba a los delincuentes. Tras los disparos, “se nos vino el barrio encima”, señaló a la Justicia.
“Fue un descontrol, no podíamos parar a la gente, nos tiraban piedras, botellazos, lo que venía”, agregó sobre el episodio que se desató tras las detonaciones. “Le empezaron a pegar todos a Seia y a romper el auto. Le sacaron el chaleco, el corretaje y ahí lo protegí porque los familiares -del ladrón que había sido baleado- se le vinieron encima”, relató. “Era todo una locura, la gente gritaba que había un herido en el pasillo”, añadió y contó que llamó a la jefa de servicio para pedir apoyo.
“Hasta que llegaron pareció una eternidad. Nos subieron a Seia y a mí a una camioneta de la Policía”, siguió. El policía supo más tarde que el baleado había ingresado al Hospital Penna.

En el centro de salud, identificaron al herido como Matías Sebastián Lobos, de 33 años. Entre sus ropas, los médicos encontraron una petaca, un encendedor y un billete de 10 pesos. También llevaba una navaja mariposa. Su tobillo izquierdo estaba envuelto por una tobillera electrónica. En uno de sus bolsillos cargaba el GPS del dispositivo con su nombre.
Un tribunal que le había concedido el beneficio, en febrero de 2016, tras una condena por estafa. En esa decisión, se le impuso la obligación de fijar residencia, realizar tareas comunitarias en un centro de rehabilitación y mantenerse alejado de personas vinculadas a las drogas. Entre sus pertenencias, Lobos llevaba un típico kit para consumir pasta base: un caño de bronce y una caja de casete con un fragmento de lana de acero.
De las ocho balas que disparó Seia, una le entró por el hombro izquierdo, le provocó una hemorragia interna y le causó la muerte, pese al intento desesperado de sus allegados por mantenerlo con vida. Sucede que, mientras los policías se replegaban, varias personas cargaron al herido a una camioneta y obligaron al dueño del vehículo a trasladarlo al centro de salud. Algunos celulares también captaron ese momento.
Más tarde se comprobó que el arma con la que Lobos amenazó al taxista era una réplica que decía claramente “Made in China”. “En todo momento creí que era de verdad y cuando me apuntó pensé que me iba a matar”, se defendió Seia en su indagatoria. Antes de replegarse, el policía admitió que encontró el arma de utilería delante de su auto y se la llevó. En uno de los videos a los que accedió Infobae se lo pude ver con la remera rota y la pistola falsa en la mano, mientras su compañero lo ayuda a salir del lugar.
El juez Julio Pedroso, titular del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N°53, dio intervención a la Policía Federal en la investigación y ordenó la detención de Seia por homicidio. Ahora, el oficial aguarda la resolución de la Sala VII de la Cámara de Apelaciones sobre el pedido de excarcelación que realizaron sus abogados.
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