
Posiblemente, si le hubiera tocado hacer reír en los tiempos que corren, Juan Verdaguer habría estado en problemas. Y no porque su humor fuera subido de tono, todo lo contrario. Él decía que su secreto para sacarle una sonrisa a la gente era apelar a “los tres puntos básicos del humorismo porteño que son la exageración, el ridículo y la suegra”, de los cuales se desprendían “el estilo negro, el cruel y el sutil”. De impecable smoking, gesto adusto y con su infaltable habano en la mano, la gracia de este cómico nacido el 30 de julio de 1915 en Montevideo, Uruguay, radicaba en su manera de contar las historias, más allá de su remate. Se tomaba su tiempo para el relato. Y no decía palabrotas. Pero tampoco tenía reparos a la hora de burlarse de todos e, incluso, de sí mismo.
“Señor, señora, no tiene que sintonizar su televisor... mi cara es así de fea”, decía al comenzar Ese loco, loco hotel, el programa con el que llevó su arte al nuevo canal 13 en 1961 y al que le siguieron Risas y sonrisas y sus participaciones en Sábados circulares, el programa ómnibus de Pipo Mancera. Muchos fueron, después, los cómicos que desembarcaron con sus shows en la pantalla chica. Pero él, sin lugar a dudas, fue quien marcó un precedente. Y es por eso que, a 110 años de su nacimiento y 24 de su partida ocurrida el 14 de mayo de 2001, sigue siendo un referente entre sus colegas.
La realidad, sin embargo, es que el debut de este hombre de contextura menuda en el género humorístico se dio por casualidad. Había nacido en el seno de un matrimonio circense. Su padre, Lindolfo Verdaguer, era equilibrista, y su madre, Aída, acróbata. Junto a ellos y a sus tres hermanos, llegó a Buenos Aires cuando tenía 6 meses. Y, mientras llevaba adelante sus estudios primarios en el colegio Juan Enrique Pestalozzi, comenzó a estudiar música. Se suponía que tenía que encontrar una habilidad como para empezar a trabajar en el circo Continental, propiedad de la familia. Y, a los 12 años, de gira por Córdoba, estrenó un cuadro en el que se subía a una escalera de una hoja y cinco metros de alto y, mientras hacía contrapeso en el último peldaño, tocaba el violín.

Por entonces, todos pensaban Juan seguiría el camino de su padre. Pero un día ocurrió un imponderable con su instrumento. Primero se le cortó una cuerda y luego otra. Y, al no poder seguir tocando ninguna melodía digna del público que había pagado sus entradas para verlo, se le ocurrió empezar a contar chistes para poder sortear el bochornoso momento. Mal no le fue. La gente empezó a reír a carcajadas, creyendo que todo lo anterior había sido parte de un acting. Y, a partir de ese momento, se abrió un nuevo camino para Verdaguer, que pasó de la carpa al casino, luego al vodevil, más tarde el cine y, finalmente, a la televisión.
Le decían El señor del humor. Era el cómico serio. El precursor del stand up. Padre de cuatro hijos, había tenido tres parejas oficiales: de su primera esposa enviudó muy joven, de la segunda se separó y luego llegó la tercera, con lo cual había recabado letra suficiente para sus shows. “No he discutido con mi mujer en dieciocho meses. Es que no me gusta interrumpirla”, decía como al pasar. “Siempre que salimos mi mujer y yo caminamos tomados de la mano... Si la suelto se pone a comprar”, deslizaba luego. Y podía llegar al límite de lo actualmente cancelable, con una humorada como: “Ella tiene una batidora eléctrica, una tostadora eléctrica, una máquina de hacer pan eléctrica... Un día me dijo: ‘Caramba, tenemos un montón de aparatos eléctricos y no tenemos nada para sentarnos’. Pensé en comprarle una silla eléctrica, pero me contuve...es la madre de mis chicos”.
Tenía chistes sobre todos los temas. “¿Qué hace un político después de hacer el amor con una mujer?”, le preguntaba Verdaguer al público. Y, tras unos instantes de silencio, se respondía a sí mismo: “Paga”. Pero su caballito de batalla era su suegra y lo utilizaba sin que se le moviera un solo músculo de la cara: “Ustedes creen que yo debo quererla porque solo nos visita dos veces al año...Pero no es así, ya que lo hace por períodos de seis meses”.

El cine también lo tuvo como protagonista, tanto en su faceta cómica como en el rol de actor dramático, ya que participó en films como Locuras, tiros y mambo, una comedia en la que compartió elenco con los Cinco Grandes del Buen Humor, Rosaura a las diez, película sobre la novela de Marco Denevi en la que encarnó a Camilo Canegato, La herencia, en la que actuó con Nathán Pinzón y Alberto Olmedo, Cleopatra era Cándida, con Niní Marshall, La industria del matrimonio, Kuma Ching, La noche viene movida y El Amateur.
Su último espectáculo tuvo lugar a comienzos del año 2001, en San Miguel, cuando junto a sus amigos Mario Clavell y Carlos Garaycochea estaba protagonizando Masters: una obra que fundía música, caricaturas y humor, que había debutado sobre el escenario del Hotel Bauen y luego salió de gira por distintos rincones del país. Fue entonces cuando su salud lo obligó a suspender varias funciones. Luego tuvo que ser intervenido quirúrgicamente y ya no quiso que nadie más lo visitara. Meses después, a los 85 años de edad, murió tras sufrir un infarto. Pero los videos con sus cuentos, luciendo su impecable smoking y con su habano en la mano, siguieron difundiéndose hasta la actualidad, manteniendo viva su memoria.
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