
Era un bohemio. Un tipo de la noche. Y no solo por su trabajo: después de sus largos shows por los cabarets más importantes de Buenos Aires, solía mantener charlas hasta el amanecer con amigos tan bohemios como él, en las que nunca faltaban ni el whisky ni el escolazo. Sin embargo, hubo un día en el que Aníbal Troilo estuvo dispuesto a dejar todo de lado -o casi- por una mujer. Fue justo cuando conoció a la griega Zita.
Ella se llamaba Ida Dudui Calacci y su relación con el creador de tangos legendarios como Garúa y Sur, entre tantos otros, se remonta al año 1938 aproximadamente. El músico, nacido el 11 de junio de 1914, ya había formado su propia orquesta típica en la que participaban Orlando Goñi, Enrique Kicho Díaz, Roberto Gianitelli, Juan Miguel Toto Rodríguez y el cantor Francisco Fiorentino, con la que había debutado en la boite Marabú. Así que, con veintipico de años, estaba disfrutando a pleno de su éxito profesional.

Zita, nacida en Esmirna -una isla turca por entonces perteneciente a Grecia- el 27 de agosto de 1914 según decía su pasaporte, ya era madre de una hija, Edith, de su primer matrimonio con Francisco Alvarez. Y, aunque el padre de la criatura la había abandonado cuando la beba tenía apenas un año, no eran tiempos en los que la separación fuera aceptada por la sociedad. Así que ella ni siquiera soñaba con la idea de volver a enamorarse. Pero llegó a la boite Casanova -aunque podría haber sido otra decían los testigos del encuentro apelando a su memoria- en compañía de su madre. Según cuentan, ambas volvían de llevar la ropa que cosían por encargo. Unos soirées. Y se quedaron un rato escuchando, desde la platea, al maestro y su orquesta. Cuando Troilo miró a la bella Ida, sintió un flechazo inmediato. Y, sin dudarlo, le aseguró a sus colegas que esa, la que estaba allí frente a él, sería su mujer.

A ella no le interesaba. Decía que no le gustan “los gorditos”, haciendo alusión a la contextura robusta de Pichuco. Pero él la invitó a un baile para el sábado siguiente en la confitería Germinal y la empezó a “perseguir”, hasta ganarse su cariño. Decían que se habían casado como cuatro veces. Algunas, quizá, tuvieron lugar vía México o Uruguay, ya que aquí no existía el divorcio vincular. Hasta, finalmente, cuando Zita enviudó, formalizaron su unión en la Argentina. Primero lo hicieron por iglesia, el 3 de noviembre de 1966, y después por civil, el 3 de agosto del año 1971. No tuvieron hijos, quizá, porque el destino no quiso. Pero Troilo adoptó como propia a la hija de su esposa y crió como si fueran sus nietos de sangre a los hijos de ésta, Edith, Juan Carlos y Francisco. Y solo la muerte de él, ocurrida el 19 de mayo de 1975, los pudo separar.

A lo largo de esas casi cuatro décadas, fueron muchas las anécdotas que se tejieron en torno a Pichuco y Zita. Ella se convirtió en su ladera. Era tan paciente con él, como brava con los de afuera. Y no solo lo cuidaba para que no dilapidara su dinero ni cayera en los vicios, sino que también lo guiaba en su carrera. Dicen, por ejemplo, que el Polaco Goyeneche le debía a ella el hecho de haber llegado a cantar en la orquesta de Troilo, ya que a él le parecía “muy rubio” para ocupar ese rol hasta que su mujer lo hizo cambiar de idea. También estuvo presente cuando Edmundo Rivero, con su guitarra en mano, había ido a audicionar para el maestro. Y fue, según cuentan, la encargada de echar al bandoneonista Ernesto Baffa y al pianista Osvaldo Berlingieri, porque decía que la tenían “podrida” y que su marido no tenía los cojones como para sacarlos.

Nadie recuerda bien si fue en Caño 14 o en El viejo almacén. Lo cierto es que Pichuco era “travieso”, según la palabra que usaban quienes lo querían. Así que, en las tazas de café, se hacía servir whisky. Una noche, Zita lo descubrió, por lo que ambos terminaron discutiendo. Finalmente, cuando Troilo subió al escenario, decidió decir unas palabras para tratar de calmar las aguas. “Este tango que voy a tocar se lo quiero dedicar a mi querida y amada esposa, que está allá sentada en el fondo”, señaló. Pero, desde atrás de la platea, se la escuchó a ella gritar: “¡La pu... que te parió!“. ”Por eso", fue todo lo que atinó a balbucear Aníbal, creando un latiguillo que luego utilizaron todos los músicos a la hora de tener que salir de alguna situación embarazosa.

Nacida como judía sefaradí, Zita adoptó el catolicismo a partir de su relación con su primer marido y luego con Pichuco. Y se hizo devota de la Virgen de Luján. De hecho, los domingos solía ir hasta la catedral de esa ciudad bonaerense en el colectivo 57, para pedirle por la salud de su esposo y ofrecerle una promesa a María. Así fue como, allá por los años ‘50, a Troilo se le ocurrió regalarle un auto importado, un Chrysler descapotable, como para que su viaje semanal fuera más confortable. Ella estaba feliz, ya que el primer día que lo manejó pudo ir y venir “rapidísimo”, según le explicó al músico. Éste le preguntó a cuánto había ido. Y ella le respondió que “a 60 kilómetros por hora”, sin saber que el marcador indicaba millas lo cual representaba una velocidad demasiado excesiva para la época.

“Está lindo, pero tratá de no copiarte a vos mismo”, le decía Zita a Pichuco en algunas oportunidades, cuando el músico le hacía escuchar los primeros acordes de un nuevo tango. Troilo solía pasar horas componiendo en su casa y, la primera persona que escuchaba sus creaciones, era su esposa. Ella lo amaba y admiraba. Pero no dudaba en ser honesta con él cuando notaba que su inspiración estaba en crisis y necesitaba un llamado de atención.

Cuentan que un día salió a comprar soda y volvió tres días después, sin la soda. Y sí, estas situaciones, generaban muchos roces en la pareja. Sin embargo, Zita decía que ella lo había conocido músico y que el secreto de su matrimonio era que nunca había querido cambiarlo. Controlarlo un poco, sí. Tratar de que no descarrillara, también. Pero era imposible intentar separar a Troilo de la noche. Porque él era parte de la noche porteña. Y porque, tras su partida, la noche de Buenos Aires nunca volvió a ser igual.
Últimas Noticias
El recuerdo de María Amuchástegui: la mujer que impuso el fitness en la televisión argentina y el mito que marcó su carrera
La profesora de educación física que en los ‘80 era señalada como la Jane Fonda local y que en pleno éxito fue cancelada injustamente, falleció el 19 de julio de 2017

La monja alemana que fue secretaria y confidente del papa Pío XII y la asistencia humanitaria que lideró en la Segunda Guerra Mundial
Protectora de Eugenio Pacelli, quien se convertiría en pontífice durante más de cuatro décadas, en la historia del Vaticano pocas figuras han ejercido una influencia tan discreta pero poderosa como la de Pascalina Lehnert. Su vida refleja la fortaleza de una mujer en un mundo dominado por hombres y su papel crucial en la Santa Sede durante uno de los períodos más oscuros del siglo XX. Desde su ingreso a la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz hasta su muerte en Viena dejó una huella imborrable en la historia de la Iglesia

Una vida dedicada a los niños, el conflicto familiar del que se arrepiente y el amor que lo reinventó: el hombre detrás de Piñón Fijo
Fabián Gómez, quien regresa a la Capital Federal para ofrecer un show el 22 de julio en el Teatro Broadway, abrió su corazón para hablar de su presente profesional, la relación actual con sus hijos y nietos y su reinvención junto Fernanda, la mujer con la que empezó una relación en la pandemia

22 años sin Celia Cruz: la vida de la cantante que conquistó al mundo con su alegría eterna pero nunca superó el dolor del exilio
La reina de la salsa, que abandonó su Cuba natal tras la revolución castrista, falleció a los 77 años, el 16 de julio de 2003, luego de pasar más de cuatro décadas lejos de su tierra

El líder religioso que causó controversias por su aparente silencio ante el nazismo mientras salvaba vidas desde la clandestinidad
Durante décadas el pontificado de Pío XII ha sido objeto de polémicas, acusado de una pasividad cómplice ante el Holocausto. Los archivos del Vaticano —abiertos en 2020 por orden del papa Francisco— junto con testimonios de la época y gestos de gratitud, como la conversión al catolicismo del rabino jefe de Roma y la donación de una mansión a la Santa Sede por parte de un prominente judío romano, pintan un cuadro diferente: el de un hombre que en un contexto de extrema presión optó por la acción discreta sobre la retórica pública y protegió así a miles de personas
