“Hay quien arroja un vidrio roto sobre la playa, pero hay quien se agacha a recogerlo”, es el más popular de los 3000 aforismos publicados de José Narosky. Y es, además, el aforismo favorito del autor que hoy está cumpliendo ni más ni menos que 95 años. El significado es simple: así como está el mal, también está el bien. Y cada uno es responsable de saber en cuál de esos dos lugares se ubica en la vida.
En realidad, Narosky creó más de 17000 aforismos a lo largo de su historia, pero la gran mayoría de ellos no llegaron a ser incluidos en los doce libros que editó en su carrera y con los cuales logró vender más ejemplares que Jorge Luis Borges. Si todos los hombres... (1975), Si todos los tiempos... (1977), Si todos los sueños... (1979), Brisas (1988), Ecos (1992), Silencios (1992), Sendas (1993), Si la mujer... (1996), Si el amor... (1998), Luces (2001), Sembremos (2003), Aforismos, el libro de oro (2006), son los títulos que fueron traducidos a trece idiomas y lograron agotar más de dos millones de copias en todo el mundo.
¿Cómo empezó todo? Nació el 20 de abril de 1930 en Darregueira, provincia de Buenos Aires. Hijo de inmigrantes, un padre lituano que se dedicaba a la agricultura, León, y una madre ucraniana que apenas hablaba el castellano, Sofía, creció en el seno de una familia de cuatro hermanos. Se interesó por los aforismos cuando tenía apenas 6 años de edad, ya que su padre fumaba los cigarrillos Fontanares que traían algunos escritos en vales de autores extranjeros que él se encargaba de coleccionar. “Recuerdo que sentía una atracción por esas frases que eran de William Shakespeare, Charles Dickens, Romain Rolland, Rabindranath Tagore”, explicó.
Le hubiera gustado estudiar Filosofía y Letras. Sin embargo, instado por su padre a pensar en su futuro, Narosky se recibió en la Facultad de Derecho de Universidad Nacional de La Plata y empezó su carrera trabajando en una escribanía de Lanús. “Fui un alumno récord, pero de aplazos. No obstante me recibí de abogado y llegué a ser escribano, pero a mí me gustaba otra cosa: escribir”, confesó.
Tiempo después, se dedicó al periodismo como redactor del diario El Mundo. Y, mientras tanto, seguía recopilando frases de distintos autores. Pero vivía de su trabajo en la televisión, donde participó de programas como Nuestros Valores y Sobremesa con Crespi, y en la radio donde hizo Pinceladas humanas y el radioteatro La piel de Buenos Aires, en algunos de los cuales utilizaba el pseudónimo de Hugo Nardi.
No obstante, lo suyo eran los aforismos. Durante mucho tiempo lo hizo en secreto o, mejor dicho, para él y los suyos. Hasta que se decidió y publicó su primer libro, que en pocos meses agotó la tirada. Desde entonces, nunca se separó del papel y la lapicera, por si en algún momento repentino le llegaba la inspiración. Y logró hacer reflexionar a millones de personas con frases como: “En la guerra no hay soldados sin heridas”, “En el adulto que somos, siempre estará el niño que fuimos” o “No es amigo quien ríe mi risa, sino quien llora mis lágrimas”.
Recibió la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (Sade), el Premio José Hernández y lo reconocieron como Personalidad Destacada de la Ciudad de Buenos Aires, entre otras tantas distinciones. Sin embargo, a lo largo de estos años también se convirtió en el centro de las críticas de algunos intelectuales que consideraban que aunque su obra era muy popular carecía de profundidad. Algo que a él le molestaba, pero con lo que tuvo que aprender a convivir. “En su época no me gustaba, tengo amor propio como cualquiera. Hoy no me significa nada. Si no bailo cuando me elogian, no puedo llorar cuando me critican”, señaló en una oportunidad.

Nunca había escrito poemas. Sin embargo, un día su esposa y madre de sus tres herederos, Beatriz, se enfermó. Y él decidió escribirle una cuarteta que decía: “Amor me diste adolescente y pura; hijos me diste restándote hermosura; calor me diste en la edad madura; vida me diste porque eres ternura”. Fuera de eso, lo suyo fueron las frases cortas con reflexiones sobre la vida, la muerte, la amistad, el amor y todo aquello que atañe al ser humano.
Nunca dejó de escribir, pero sí de publicar. Por más que muchos de sus libros estuvieran agotados y tuviera material suficiente como para editar al menos un centenar más, dijo que ya había compartido suficientes pensamientos. ¿Para qué seguir? Sin embargo, su pasión por la pluma siguió siempre latente. “Yo creo que el escritor es un simple intermediario, quizá es una fuerza superior la que dicta cosas para plasmar sobre un papel. Uno se sienta y no sabe lo que va a escribir, siente un impulso interior, un ideal, sale. Y en mi caso salieron aforismos, no tengo explicación para eso”, expresó.
Siempre renegó del mote del “rey del aforismo”. Dijo que había muchos escritores y muy buenos en el mismo rubro, aunque no todos hubiera podido tener la misma repercusión que él. Y se mostraba conforme con el trabajo que realizaba y que le permitía llegar a los corazones de la gente, que se lo hacía saber en la calle lo que representaba su mayor logro. “Al que es egoísta y frío, al insensible, mis libros no le interesan. En cambio, a los que tienen una forma de sentir la vida con una sensibilidad a flor de piel y un sentido de la solidaridad, sí les llego. El mejor premio que tuve fue ése: descubrir que hay mucha gente buena”, reflexionó el autor.
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