
El 24 de diciembre de 2002, Tita Merello se durmió temprano. A los 98, llevaba ya unos cinco años viviendo en la Fundación Favaloro del barrio de Montserrat, donde había podido quedarse gracias a una autorización del mismísimo René Favaloro. Pero, tras el suicidio del médico, ocurrido en julio del 2000, había caído en una profunda depresión. Así que, cuando a principios de ese mismo mes le diagnosticaron un cáncer de mama con metástasis cerebral, decidió no someterse a tratamiento alguno. Sentía que ya había cumplido su ciclo en este mundo. Y esa Nochebuena, mientras todos cenaban en familia, murió sola en su habitación.
Laura Ana Merello, tal su verdadero nombre, había nacido en Buenos Aires el 11 de octubre de 1904. Y, desde su más tierna infancia, había tenido que aprender a pelearle a la vida. Su padre, un chofer de oficio, había muerto de tuberculosis cuando ella era apenas una beba. “Tengo un retrato de él todo manchado de lágrimas, porque un día le dije: ‘Viejo, yo no te pedí venir al mundo. Y sí, ahora estoy corriendo la coneja, sacame del pantano, ayudame’”, contó alguna vez. Su madre, en tanto, era una planchadora que vivía en un conventillo de San Telmo y que, como no podía cuidarla, se vio obligada a dejarla en un orfanato cuando la niña tenía apenas 5 años. Allí empezó su derrotero, que incluyó abandono emocional, carencias materiales y mucho, mucho sacrificio.
Tras un paso por Montevideo, donde trabajó como mucama sin paga, a los 11 años Tita volvió a Buenos Aires a vivir con su madre en una vieja casona del barrio de Congreso. Fue entonces cuando un médico supuso que podía padecer tuberculosos, un diagnóstico equivocado por el cual la enviaron a una chacra de Bartolomé Bavio, a cien kilómetros de la Capital Federal, donde realizó tareas de peón. “Me levantaba a las cuatro de la mañana e hice todo lo que se le puede pedir a un boyero: campear y ordeñar las vacas, prender el fuego para el desayuno, preparar el asado, en fin, muchas cosas, solo por la casa y la comida. No cobraba. Estuve un año ahí, hasta que mi madre me fue a buscar”, recordó.

Luego de esto, Tita siguió una vida itinerante, mezclando el trabajo adolescente y noches durmiendo en la Plaza Lavalle, donde sufrió abusos de los que nunca quiso hablar ni siquiera con sus seres más cercanos. Hasta que le llegó la oportunidad de sumarse como corista a la compañía de Rosita Rodríguez en el Teatro Avenida y se aferró a ella como si fuera su tabla de salvación. “A mí el hambre me hizo cantar”, reconoció luego. De la misma manera que confesó que nunca había estudiado actuación, pero aclaró: “Nadie te enseña más que la vida”.
El camino a la fama, cabe aclararlo, tampoco le resultó tan simple. En 1920, debutó en la obra Las vírgenes de Teres y terminó abucheada por el público, cosa que la angustió. Pero a los pocos meses volvió a subirse a un escenario, esta vez en el Teatro Porteño, y todo cambió. “Descubrí que no hace falta ser bonita. Basta con parecerlo”, dijo en una entrevista quien de niña se había definido como una chica “triste, pobre y fea” y que, finalmente, había logrado empoderarse. Su consagración llegó en 1931, tras haber sido convocada por Libertad Lamarque para reemplazar a Olinda Bozán en El rancho del hermano, en el teatro Maipo, ya que a partir de ese momento logró conquistar a todos con su carisma.
Nunca se casó ni tuvo hijos. Pero se enamoró, como nunca se hubiera imaginado, ni más ni menos que de uno de los actores más importantes de la Argentina: Luis Sandrini. Y sufrió hasta el final de sus días por ese romance que no tuvo final feliz y que ella plasmó en el tango Llamarada Pasional, al que Héctor Stamponi le puso música. “Estoy pagada con castigo al recordarte, mi sangre grita que me quieras otra vez. Temor de vida que se escapa con el tiempo y no tenerte de nuevo como ayer. Es llamarada recordarte con la sangre, saber que nunca, nunca más, ya te veré. Mirar mis sienes que blanquean y detienen con mil recuerdos esta angustia de querer”, decía Tita en la letra de esa pieza.

Lo había conocido en el rodaje de la película Tango, que se estrenó en 1933. Pero, por entonces, Sandrini estaba casado con la actriz Chela Cordero. Así que fue recién en 1942, cuando la protagonista de Mercado de Abasto y el actor se mostraron en público por primera vez como pareja. Y, pese a los pruritos de la época, decidieron irse a vivir en concubinato como si fueran un matrimonio legal. Sin embargo, Luis nunca dejó de lado sus andanzas. Y Tita sufrió durante años por sus infidelidades. Aunque el amor, o la obsesión, no le permitía ponerle punto final a esa relación tan tortuosa.
De hecho, en 1946, Merello dejó de lado su ascendente carrera para acompañar a Sandrini a México, donde había sido contratado para rodar varias películas. Pero en 1948 y ya de regreso en la Argentina, su corazón dijo “basta”. Tita había sido convocada para protagonizar la obra Filomena Marturano en el teatro Politema. Pero, sin pensar en lo importante que era esa propuesta para ella, Luis quería que volviera a relegar sus proyectos para acompañarlo a él a España, donde había sido convocado para participar del film Olé, torero. Y le advirtió: “Si no venís conmigo, lo nuestro se termina”. Así, sin más, la pareja más famosa de la época llegó a su fin. Años más tarde, el actor terminó contrayendo enlace en Malvina Pastorino, con quien tuvo a sus dos hijas: Sandra y Malvina. Pero ella, en cambio, nunca lo superó.
Le endilgaron muchos amoríos, con nombres más o menos notables como Alberto de Mendoza, Daniel Tinayre, Arturo García Buhr, Oscar Valicelli, Juan Carlos Thorry, Tito Alonso, Adolfo García Grau, Santiago Arrieta, Luis Arata, Jorge Salcedo, Héctor Calcaño, Alfredo Alcón, Jorge Morales y Alejandro Rey...Pero a Tita poco le importaba lo que dijera la gente. “Hice de mí lo que quería y tengo el orgullo de haber sacado, de entre las mujeres, una mujer íntegra. Yo le di la cara a la vida y me la dejó marcada”, señaló la mujer que se convirtió en un verdadero símbolo de nuestro país.
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