
Eran tiempos en que los miembros del establishment se negaban a aplicar una jornada de ocho horas, que la libertad de contratar era inalienable, que las horas a trabajar dependían de la voluntad del patrón y del obrero, y que ellos debían ponerse de acuerdo.
Era “de acuerdo a la costumbre de la casa” la fijación de la jornada laboral, que se extendía a las diez o quince horas en fábricas y talleres y de sol a sol si se trataba de ganarse el pan en el campo.
La paga era muy baja. A comienzos de siglo XX, el salario obrero era entre $1,50 y $3 diarios. El kilo de pan de segunda clase valía 16 centavos y 25 pesos el kilo de carne. El alquiler de una pieza de conventillo rondaba los veinte pesos mensuales y eran pocos los propietarios que daban la garantía de que los inquilinos no fueran desalojados. Cuando en 1907 se anunció que al año siguiente habría un aumento del alquiler, estalló una conocida huelga, conocida como “de las escobas”, en las que estuvieron al frente las mujeres de los trabajadores.
También conocidas como “casas de inquilinato”, los conventillos calificaban como tales a las que que albergaban a más de cinco familias en piezas, de escasos metros cuadrados, sin ventilación. Todas debían compartir el baño o la letrina, el lavadero y el patio en un universo multicultural, en el que se mezclaban distintas lenguas y costumbres.

El anarquista catalán Eduardo Gilimón escribió que “…ha hecho que las familias se habitúen a vivir en una sola habitación de cuatro metros por otros cuatro o cinco, en la que hay que comer y dormir, revueltos padres e hijos, y en la que las mujeres tienen que estar metidas el día entero respirando una atmósfera metífica de la que nunca desaparecen los olores de los alimentos y el vaho de la respiración”.
Hubo conventillos muy famosos, como el de “Los cuatro diques”, “Las 14 provincias”, “La Cueva Negra”, el de “La Paloma”, muchos de ellos ubicados en el barrio de San Telmo y La Boca. También los había en Constitución y en Once.
En un brutal hacinamiento, hombres, mujeres y niños vivían, comían y dormían en una única pieza en la que además cocinaban en un bracero que debían encender en el patio hasta que el carbón dejase de largar humo. Las enfermedades, que estaban a la orden del día, eran combatidas por las autoridades a duras penas quemando en el mismo patio colchones y ropas.
A partir de 1900 se comenzó con planes de construcción de la vivienda popular, esto es, la casa propia, que muchos lo vieron como una oportunidad de salir del hacinamiento del centro de la ciudad. Se ofrecía adquirir un lote a pagar en diez años, pero en sitios donde no había servicios, y las casas que se levantaron eran precarias.

El Estado lanzaría en la primera década del siglo XX dos planes de vivienda, uno de casas económicas para obreros y empleados, a partir de un proyecto del diputado Cafferata. Estas famosas “casas baratas” se hicieron 740, la mitad chalets y la otra departamentos. Y en 1913 la municipalidad porteña y una compañía constructora llevaron adelante un plan para levantar diez mil casas en la ciudad, de las que se harían menos de la mitad.
Donde en la ciudad dominaban los baldíos, y cercano al Riachuelo, surgieron casas hechas con chapas, por eso la denominación de “barrio de las latas”.
Era la contracara de lo que vivía el país. En las últimas décadas del siglo XIX, hubo un marcado desarrollo de la economía exportadora, lo que trajo la creación de nuevos puestos de trabajo. Esto tentó a las primeras oleadas inmigratorias y se registró un florecer industrial en Buenos Aires, Mendoza, el litoral y Tucumán con la consiguiente concentración urbana. Se planteaba un nuevo escenario económico social, configurando un potente cocktail de reclamos laborales, vivienda, salud, difícil de digerir para una dirigencia que por años había gobernado en otra sintonía.
En materia laboral, estaba todo por hacer porque no existía legislación que amparase al trabajador. Por cada 100 hombres de clase acomodada que llegaban a los 50 años, solo cincuenta pobres alcanzaban esa edad. También era alta la mortalidad infantil, de los niños y niñas que trabajaban aún antes de llegar a la pubertad en las fábricas de cigarrillos, tejidos, sombreros y bolsas, entre otros.

La reacción no tardaría en aparecer.
La primera huelga fue en 1878 y la hicieron los tipógrafos, los que pedían aumento de salario y reducción de las horas de trabajo. Los obreros ganaron y quedó establecido diez horas en invierno y doce en verano. Ante estas medidas de fuerza, en los diarios podía leerse que “la huelga es un recurso vicioso, y no siempre para los que la ponen en práctica da buenos resultados”.
Fue en 1887 cuando se desataron las protestas y las huelgas. Cuando el 1 de mayo de 1890 se celebró por primera vez el día del trabajo en el país, fue cuando se conoció el primer petitorio de reclamos de la clase trabajadora. La reunión fue en el Prado Español, un predio que se levantaba en Recoleta, un barrio no recomendable para recorrer de noche. Lo organizó el Club Socialista Alemán Worwarts, que había sido fundado en 1882 por inmigrantes. Reclamaban al congreso la sanción de la ley que estableciese las ocho horas de trabajo.
Pedían, además, que no trabajasen los chicos menores de 14 años, y que los de 14 a 18 años lo hicieran en jornadas de seis horas; abolición del trabajo nocturno, prohibición del trabajo de la mujer en los ramos de la industria que afectasen su organismo; también se pedía el fin del trabajo nocturno para las mujeres y de los obreros menores de 18 años.

Exigían un descanso no interrumpido de 36 horas por semana; prohibición de aquellas industrias que fueran perjudiciales para la salud; solicitaban la eliminación del trabajo a destajo y por subasta; reclamaban la inspección de talleres y fábricas por delegados, que debían incluir la inspección sanitaria de las habitaciones. Debía hacerse una vigilancia de la fabricación y venta de alimentos y bebidas, a fin de evitar adulteraciones y falsificaciones. Cada trabajador debía contar con un seguro obligatorio contra accidentes y la creación de tribunales especiales para la solución de los conflictos entre patrón y obrero.
Estas demandas terminaron archivadas.
La reacción del Estado ante este panorama se disparó en varias direcciones. Entre 1902 y 1910 el gobierno aplicó en cinco oportunidades el estado de sitio, que había tenido su origen en Francia en 1791 en medio de la revolución.
El Congreso votó la ley 4144, de Residencia, aprobada en noviembre de 1902. Apuntaba al inmigrante, vehículo de ideas en boga en el viejo mundo. La norma establecía la expulsión del país de los extranjeros cuya conducta comprometiese la seguridad nacional o perturbase el orden público. Fue complementada por la 7029, llamada de Defensa Social, del 27 de mayo de 1910, que prohibía la entrada y admisión en el país los extranjeros con prontuario, los anarquistas y demás personas que profesan o preconizan el ataque por cualquier medio de fuerza o violencia contra los funcionarios públicos o los gobiernos en general o contra las instituciones de la sociedad, y los que hayan sido expulsados del país. La de Residencia sería derogada medio siglo después durante el gobierno de Arturo Frondizi.

El presidente Julio A. Roca, que transitaba su segundo mandato, percibió los cambios que muchos no querían ver, más aún cuando el año anterior se habían registrado 27 huelgas violentas. En su mensaje presidencial de 1903 sostuvo que “el fenómeno (se refería a los trabajadores) no puede sorprendernos, desde que la República es ya un vasto campo de producción industrial, y en el que la mano de obra procura obtener las mismas ventajas concedidas por otros estados, en leyes que han alcanzado gran celebridad. Ha llegado el tiempo de afrontar este estudio con ánimo resuelto de dotar a la Nación de una ley que no solo regule las condiciones de admisión y permanencia en ella de los inmigrantes en general, sino también las de ejecución del trabajo de las grandes industrias…”
En 1904 el ministro del interior Joaquín V. González elaboró un proyecto de Ley Nacional del Trabajo, inspirando en parte al programa del Partido Socialista. De 466 artículos, se nutrió del completo informe que elaboró el catalán Juan Bialet Massé, un médico, ingeniero y abogado sobre las condiciones laborales del trabajador.
El proyecto de González, que contemplaba los accidentes de trabajo, la conformación de una junta nacional y la conformación de tribunales de conciliación y arbitraje, entre otras cuestiones, nunca sería discutido en las cámaras.
Por decreto del 14 de marzo de 1907 apareció un organismo para mediar en la relación del obrero patrón. Era el Departamento Nacional de Trabajo, y su primer presidente fue el tucumano José Nicolás Matienzo, un jurista e historiador de vasta trayectoria académica y en el Estado, típico producto de la Generación del 80. Este organismo tenía la función de “recoger, coordinar y publicar todos los datos relativos al trabajo de la República, especialmente en lo que concierne a las relaciones del trabajo y del capital y a las reformas legislativas y administrativas capaces de mejorar la situación material, social, intelectual y moral de los trabajadores”. Su gestión se caracterizó más por un laissez faire y funcionó hasta que Perón lo convirtió a través del decreto ley 15074 en la Secretaría de Trabajo y Previsión.

La primera ley obrera fue la del descanso dominical, sancionada el 31 de agosto de 1905. Es la 4461 y su autor fue el legislador socialista Alfredo Palacios.
Dos años después se votó la ley 5291 que reglamentaba el trabajo de las mujeres, las que empezaban a trabajar siendo niñas aún. Por 1900, se ocupaban en Buenos Aires unas 40.000 obreras costureras, y cobraban 2,50 pesos por día.
La ansiada jornada de 8 horas recién se sancionó en 1929; el proyecto había sido presentado en 1915, lo que denota las resistencias y los debates que estas cuestiones generaban.
El 30 de octubre de 1923 se votó la ley 11278 que establecía el pago del salario en moneda nacional, cada 15 días, en día hábil, y en el lugar de trabajo.
En cuanto a los tribunales de trabajo, los proyectos comenzaron a presentarse en 1931. Al año siguiente se aprobó el sábado inglés, esto es, trabajar hasta el sábado a las 13 horas, quedando el resto del día y del domingo reservados al descanso.
En 1934, se votó una norma que contemplaba las indemnizaciones por despido, las vacaciones anuales pagas y los accidentes de trabajo. En 1945 se fijaría la doble indemnización por despido y el pago por los días feriados.
En 1935, también por iniciativa socialista, se aprobó la ley de la Silla, que estipulaba que los lugares de trabajo debían tener suficientes sillas o asientos con respaldo para el descanso del trabajador o para que pudiese desempeñar sus tareas sentado. En una primera instancia, la cobertura alcanzaba a actividades industriales y de servicios y en 1940 se la extendió a todos los trabajadores en relación de dependencia, menos el servicio doméstico.

Si la situación del trabajador urbano era preocupante, peor era la del obrero del campo, que trabajaba todos los días desde las cuatro de la mañana hasta la noche, sin ninguna protección laboral. El 8 de octubre de 1944 comenzó a regir el Estatuto del Peón de Campo, que establecía las condiciones laborales, sueldos, horarios, descanso, etc, para los trabajadores permanentes, quedando excluidos los golondrinas. Era para los individuos entre 18 y 60 años, y no contemplaba a los menores. En diciembre de 1946, otras leyes complementarias reglamentaban, por ejemplo, el trabajo de la cosecha.
También a fines de 1944 se creó el fuero laboral para apoyar el paquete de leyes sociales que impulsaba el gobierno de facto. Las principales corporaciones estuvieron en contra, como el colegio de abogados, las cámaras industriales y la Sociedad Rural.
El aguinaldo fue producto del decreto 33302 del 20 de diciembre de 1945, que creaba el Instituto Nacional de Remuneraciones. El trabajador ya percibía una suerte de aguinaldo, de manera informal, de un dinero que fijaba el patrón.
En cuanto a las jubilaciones, los primeros beneficiarios fueron los jueces, según una disposición del presidente Avellaneda de 1877; en 1886 le correspondió a los maestros y en su segunda presidencia Roca creó la caja para funcionarios, empleados y agentes civiles. De ahí en más fueron apareciendo cajas, como la de los ferroviarios en 1915, servicios públicos y bancarios, entre tantas otras.
En esos comienzos donde todo estaba por hacer, la lucha de los trabajadores por obtener condiciones dignas, significó transitar un larguísimo camino, repletos de obstáculos que, hoy, en el congreso, vuelve a estar en el centro de las discusiones.
Fuentes: Informe Bialet-Massé sobre el estado de las clases obreras argentinas a comienzos de siglo; La Justicia Social, de Alfredo Palacios; Gremialismo proletario argentino, de Jacinto Oddone; Un anarquista en Buenos Aires (1890-1910), de Eduardo Gilimón; Mensajes Presidenciales de Apertura de Sesiones Ordinarias ante la Asamblea Legislativa – Congreso de la Nación
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