
“Desde la llegada a la cuadra en La Perla, a los pabellones en Campo de Mayo, a la capucha en la Escuela de Mecánica, a las celdas en el atlético, o como se llamara al depósito correspondiente, el prisionero perdía su nombre, su más elemental pertenencia, y se le asignaba un número al que debía responder. Comenzaba el proceso de desaparición de la identidad, cuyo punto final serían los NN (Lila Pastoriza: 348; Pilar Calveiro: 362; Oscar Alfredo González: X51). Los números reemplazaban a los nombres y apellidos, personas vivientes que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desparecerían desde dentro de sí mismos en un proceso de ‘vaciamiento’ que pretendía no dejar la menor huella. Cuerpos sin identidad, muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos”.
La cita pertenece a Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina (Colihue, 1998), el texto más referenciado y quizás el más categórico de Pilar Calveiro, doctora en Ciencias Políticas, profesora e investigadora de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Calveiro vive en México desde 1979. Llegó allí tras huir de Buenos Aires —y después de un breve tiempo en España en 1978— luego de sobrevivir a la tortura y la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada y otros centros clandestinos por los que pasó durante el terrorismo de Estado.
Ese texto marcó un punto de inflexión. No solo por haber sido el inicio de una obra potente, que analiza diferentes mecanismo del poder y la violencia en las sociedades actuales, sino porque, como la cientista social que es, toma distancia para diseccionar una sociedad y una experiencia concentracionaria de la que ella misma había sido víctima. De la que era una sobreviviente. Como una científica con bisturí en mano en su laboratorio, Calveiro analiza y describe los cables y resortes que hacían andar los dispositivos de desaparición de personas y las fábricas mismas de la tortura y la muerte en los centros clandestinos, sin un miligramo de conmiseración con su experiencia personal. De la que no da cuenta.
Escribe como si fuera una narradora omnisciente que todo lo sabe, pero que no participa de la trama. Se aleja de un hecho que la atravesó, que arrasó a su familia, que determinó su exilio, y lo estudia; analiza las categorías y procesos políticos que lo subyacen para intentar explicar lo que había sucedido en la sociedad. Para intentar entender los procesos que se iniciaron después. Solo el lector atento, la lectora atenta, se entera que ella misma pasó por las entrañas de la muerte en este párrafo citado, cuando menciona, como al pasar, el número que tenía asignado en esa puerta de entrada al infierno, en ese comienzo en el que el dispositivo de deshumanización echaba a andar.

A ese texto —que en realidad era un capítulo de su libro Política y/o violencia, publicado quince años más tarde— le siguieron otros como Redes familiares de sumisión y resistencia (México, UACM, 2003); Familia y poder (Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2006); Violencias de Estado (Siglo XXI, 2012); Política y/o violencia (Siglo XXI, 2013); El Petrus y nosotras. Una familia atravesada por la militancia (Siglo XXI, 2024). Con excepción de este último —que es un homenaje a su compañero desaparecido, Horacio Campiglia, que escribió junto a sus hijas, y por lo tanto se presenta como una memoria personal y familiar—, en todos sus libros continuó reflexionando sobre los mecanismos de control y el ejercicio de poder de quienes dominan las sociedades contemporáneas; sobre violencia política, historia reciente y memoria. Con cada uno la autora renovó “la ilusión de aportar algo al debate que tiene lugar en ese momento”: “Siempre para mí ha sido esa la expectativa: ¿en qué medida esa palabra puede entrar en diálogo con otras, puede sumar, ser refutada”, dice.
A esta obra —publicada en México, Argentina y Francia— se le acaba de añadir un nuevo ejemplar que presentó esta semana en Buenos Aires: De matar a dejar morir. Biopolíticas de selección de la vida (Siglo XXI). Un texto en el que Calveiro analiza la biopolítica en la actualidad, esa categoría popularizada por Michel Foucault que se utiliza para nombrar y pensar aquellos modos mediante los cuales los Gobiernos y las personas que concentran el poder gestionan “los procesos de vida de una población”. A partir de esto reflexiona sobre las nuevas formas de aniquilación de la vida (de la vida humana pero también de los ecosistemas, de la vida social y de todo lo que se interconecta con ella y la sostiene) que tienen lugar en la región y en el mundo.
En su nuevo texto Calveiro establece una diferenciación entre aquellos dispositivos utilizados para eliminar directamente a sectores determinados de la población, utilizados por los totalitarismos (dictaduras latinoamericanas, fascismo, nazismo) y los actuales. Estos últimos, explica, tienen que ver ya no tanto con matar sino con “dejar morir” como consecuencia de la concentración de la riqueza y las medidas adoptadas por los líderes del mundo y los círculos de poder que buscan acumular capital y autopreservarse en detrimento del empobrecimiento y la destrucción de determinados territorios y de dejar a la deriva la vida de millones de personas.
En la introducción Calveiro plantea un panorama que no por sabido deja de ser desolador: “Estamos, como entonces, ante un desastre inminente que golpea nuestras puertas pidiendo auxilio desde lo ecológico, desde lo social, desde lo político. Nos enfrentamos a fuegos literales, como los que arrasan los bosques, provocados de manera intencional para convertir territorios de vida en espacios rentables. Nos enfrentamos al calentamiento global, producto de tantos fuegos y combustiones en pos de esa misma rentabilidad. Nos enfrentamos al fuego genocida que se sigue lanzando sobre la población palestina (...). Y no hay agua suficiente para apagar tantos fuegos y calmar la sed del territorio y de las personas (...)”. “La destrucción natural y la social son una misma cosa, dramática e inseparable; la miseria política las acompaña”.
Sigue: “Estos señores de motosierras, bombas y amenazas intentan, antes que nada, garantizar su propia supervivencia, apropiándose de cuanto pueda sostenerlos y tomando, para ello, cuantas vidas sean necesarias: biopolítica pura y dura”. “No son una réplica del nazismo ni del facismo, que matan de manera directa y en gran escala. Son algo nuevo que ha ido anidando en el neoliberalismo y que ha crecido con la pandemia. Matan cuando lo consideran necesario, como una forma de recordar que conservan esa “atribución” (...) pero, en realidad, prefieren orillar, aislar, abandonar a su suerte y dejar morir a enormes masas de población (...). Aplican una muerte diferida, más económica, que permite mayor distancia y cierta indiferencia”.
Aún así, la autora afirma que no pretende dibujar una escena apocalíptica y confía en las salidas colectivas, en las resistencias que irrumpen siempre —siempre— desde los márgenes, desde miradas contrahegemónicas, desde los cuerpos que se unen por una causa común, desde las comunidades que rompen el aislamiento social. Entonces, Calveiro se pregunta dónde están, cuáles son las estrategias que van a frenar esta razia, y responde: “Allí donde se escapa a los biopoderes, donde se resiste la devastación y se protege la diversidad de las vidas es donde ya se están construyendo los cortafuegos para detener el incendio”.
En diálogo con Infobae, se explayó sobre estas reflexiones que trae su último texto.

—¿Cómo surge este nuevo libro? ¿Alrededor de qué conceptos o procesos venías trabajando cuando empezaste a escribirlo?
—Este libro viene de mi preocupación —mi interés, pero mi preocupación principalmente— por la cuestión de la biopolítica. No como un asunto teórico, sino que esta categoría me parece que refleja lo que es el centro de las luchas políticas actuales. Creo que de verdad estamos en un momento en donde lo que se está peleando es la vida, que hay unos procesos de administración y de selección de la vida —y uso la palabra selección, que sé que es muy fuerte, de manera intencional—. Considero que de lo que se está tratando en este momento es de definir desde los centros de poder quiénes son, cuáles son las vidas que merecen ser cuidadas y cuáles son las vidas que pueden y deben ser abandonadas, que es algo distinto a las eliminadas. Pienso que hay una enorme cantidad de población que está siendo abandonada a su suerte, declarada como desechable. Y que ahí está el foco de la lucha política hoy. Y cuando digo el control, la administración, la selección de la vida, me refiero a las vidas humanas, obviamente, pero entendidas no como entes puramente biológicos, sino que hablar de la vida humana es hablar simultáneamente de la vida social, política, cultural. Y, por lo tanto, es hablar de la conexión con las otras formas de vida. Entonces, me estoy refiriendo a la vida natural y a la de todos los elementos que funcionan como soporte de eso, porque si decimos “vida” estamos aludiendo a un entramado complejo totalmente intervinculado en el que unas formas de vida dependen de las otras. Creo que lo que se está discutiendo hoy es eso y por eso el eje de este trabajo es la biopolítica en el momento actual; sobre todo a partir de la pandemia, pero también desde antes. Y tratar de rastrear, desde este mismo ángulo de la biopolítica, otras prácticas previas que tienen hilos que las unen con estas formas actuales.
—¿Como por ejemplo?
—En el texto trabajo principalmente dos momentos: si nos vamos hacia atrás, hay una etapa de selección de la vida a partir de un criterio del otro amenazante en términos políticos, que es todo el período del terrorismo de Estado. Y, yéndome más atrás, la selección del otro por un criterio racial que ocurrió en el nazismo. Entonces, esos son como los dos períodos en donde hay otras prácticas que son claramente biopolíticas, pero de exterminio.
—¿Es lo que llamás “tanatopolítica”?
—Sí, lo llamo tanatopolítica porque en ambas experiencias lo que vas a tener es un Estado declarando infeccioso a un otro, sea racial o sea político pero es un otro delimitado como infeccioso para la sociedad. Ahora, esa política se basa en exterminar, eliminar a ese otro. Y entonces es como el costado de la muerte de la biopolítica, por eso lo distingo llamándolo tanatopolítica. Mientras que creo que las prácticas que predominan en el momento actual son propiamente biopolíticas en las que, aunque [quienes gobiernan] no abandonan su supuesto derecho soberano a matar, sus prácticas principales son estas otras, las de dejar morir, es decir, expulsar hacia la muerte a enormes masas de población, mucho más gigantescas que las de las otras épocas.
—Queda clara la diferencia entre estas dos formas o dispositivos de la muerte, el que es dirigido e intencional, como sucedía durante el terrorismo de Estado y el nazismo, y el que podríamos considerar más “pasivo”, si se quiere, que deja a las personas a la deriva. Ahora, ¿vos pensás que este último está conscientemente planificado o que es una suerte de consecuencia colateral? Es decir, ¿creés que quienes tienen el poder dicen: “Bueno, las decisiones políticas son estas y si eso trae más hambre y se mueren personas en la pobreza, mala suerte, es un costo que hay que pagar”. O, por el contrario, que es un objetivo buscado que las medidas que se adopten vayan dejando sin recursos y terminando con la vida de buena parte de las sociedades?
—En política es difícil establecer qué es lo que está planificado y hasta dónde está planificado. Yo creo que hay sectores que lo ven específicamente así y lo explicitan así. Dicen: “Sobra gente”. “Para que este planeta nos sostenga como nosotros queremos que nos sostenga —o sea, con las formas de vida propias del capitalismo, porque el problema es ese, no la población—, para que sea capaz de soportar esta forma de vida, tiene que desaparecer la mitad o dos tercios de la población”. Hay algunos que así lo plantean. Sin embargo, independientemente de qué tan planificado puede estar o no —porque las perspectivas conspiracionistas en la política nunca me convencen del todo—, lo cierto es que las prácticas políticas concretas llevan en esa dirección. Y no es que es algo que va a ocurrir, eso está ocurriendo. Si miramos Palestina, ahí están sucediendo las dos cosas simultáneamente: es la eliminación específica, concreta y directa de una gran parte de la población, pero desde antes [de la guerra]. Hay en todo momento un abandono absoluto de las personas que quedan con unas condiciones que hacen insostenible la vida. Sin agua, sin alimentación, sin recursos médicos, en la precariedad más profunda. En Palestina lo vemos de manera aumentada, es ejemplo de las dos cosas. Y allí ves que ambas formas son terriblemente mortíferas. Creo que son modos distintos, hacer morir o dejar morir, pero coexisten.

—¿Por qué pensás que la pandemia fue un hito que acentuó este modo de la biopolítica de seleccionar qué vidas se conservan y cuáles no?
—Creo que a partir de la pandemia se profundizaron ciertos rasgos que ya venían gestándose. Por ejemplo, tenemos un aumento de la concentración, de la polarización de los recursos. Y tenemos también una medicalización, que existía previamente pero que en ese momento también se profundizó. Esta medicalización de la sociedad tiene que ver con la entrega de la vida, la muerte y la enfermedad al dispositivo médico y al dispositivo químico-farmacéutico, que es uno que se apropia de la vida y de su funcionalización en términos del mercado. Creo que eso, que es un rasgo claramente biopolítico, se acentuó con la pandemia. Creo también que esta práctica del encierro simultáneo de miles de millones de personas, esta percepción de la enfermedad y del tratamiento a partir del aislamiento, tiene un impacto en la vida social. Profundiza este inmunitarismo que ya existía —porque las prácticas inmunitarias existen en todos estos procesos a los que ya hice referencia, en la percepción del otro infeccioso racial [como en el nazismo] o del otro infeccioso político [como en el terrorismo de Estado]—. Pero en la pandemia se amplía y se percibe que todo otro es un agente infeccioso posible. Se impone esta cosa de “la sana distancia”, de mantener distancia de todos.
—Creo que es evidente que la población mundial, o una buena parte al menos, quedó marcada por el encierro obligatorio que pasamos en 2020, pero ¿pensás que eso, entre otras cosas, dejó instalado que el otro es siempre un otro amenazante?
—Es una posible amenaza, sí. Y creo que eso persiste porque delimita el vínculo social. ¿Con qué lo vinculo? Justamente con que pienso que uno de los procesos que estamos viviendo es toda esta política orientada a la destrucción del Estado en tanto forma de representación del colectivo, pero sobre todo a la destrucción de la sociedad en tanto espacio de relación y de vinculación. Creo que eso está presente en las actuales apuestas, sobre todo en las nuevas derechas, pero que está presente en el mundo, y eso conecta con este inmunitarismo generalizado que se da. Y, a la vez, también está asociado con la ampliación de toda la digitalización. Entonces lo que tenemos, a partir de esta digitalización que entra en la vida cotidiana de manera masiva, es que entra también en otros espacios, como los espacios de seguridad, lo militar, desde donde también se va a definir qué vidas se protegen, cuáles quedan dentro del domo y cuáles quedan expuestas. Aparte de eso, en la vida cotidiana lo que vamos a tener es una modificación de la percepción del tiempo, del espacio, del cuerpo, de la comunicación, del trabajo, y eso tiene un impacto social enorme. Por ejemplo: los cambios en la forma del trabajo van a tener mucho que ver, sumados a la profundización de la polarización social, con el auge del cuentapropismo. Porque es lo que hoy se abre como la alternativa laboral y la digitalización lo propicia de una manera particular.
—Estamos todos —o muchos— trabajando como células autónomas, desde nuestras casas, atrás de una computadora, sin poder dialogar con un otro mucho más que por algún mensaje de WhatsApp.
—Exacto. Paul Preciado dice en un texto que a mí me gusta mucho que en ese momento de la pandemia el espacio de la casa se convierte en el lugar de la vida cotidiana, en el lugar del trabajo, en el lugar de la escuela, en el lugar del consumo… Todo se reduce a ese espacio y al ordenador, a la mirada del ordenador, no a la del otro, cuando es la mirada del otro la que te constituye. Por eso una de las, no sé si puertas de salida pero uno de los canales alternativos tiene que ver con lo comunitario. En el vínculo comunitario, en el cara a cara y cuerpo a cuerpo, está esto del roce que está prohibido en la mirada inmunitarista y que, al contrario, aquí se requiere.

—En esa línea, vos preguntás “dónde están los cortafuegos” de los incendios actuales. Yo pensaba en la importancia de los movimientos sociales en este momento donde el mundo parece empujar hacia ese aislamiento, y en las luchas que emergen por diversas causas. Me parece que están un poco ahí. Pero, ¿dónde están para vos?
—Yo creo que los cortafuegos, primero, hay que buscarlos, porque en general hay toda una intencionalidad de obturarlos, de impedir la mirada diferente; y un desconocimiento, un ninguneo, podríamos decir, de las formas alternativas que van apareciendo. Pero me parece que hay que buscar los cortafuegos en esos lugares que, de alguna manera, están en los márgenes, que son ajenos a esta lógica del capitalismo estatal, con sistema de partidos políticos, etcétera. Todo eso que se construye un poco desde otras cosmovisiones, y cuando decimos cosmovisiones estamos diciendo también cosmopolíticas. O sea, otras perspectivas de cómo ver la vida, la sociedad, las relaciones, la toma de decisiones. Esas miradas que son laterales y en muchos casos provienen desde el margen, creo que por ahí hay alternativas posibles y vías de salida o de fuga.
—En lo concreto, ¿cómo te imaginás esas resistencias? ¿Creés que van a surgir en los márgenes otro tipo de propuestas o las pensás más como un tipo de militancia autoconvocada en masa que llega a lograr algunas cosas, a conquistar derechos?
—Pienso en todas las experiencias de carácter comunitario que son sociales, son políticas, son culturales y tienen todas esas dimensiones. Por ejemplo, hay mucho para observar y aprender del mundo indígena, del mundo de los pueblos originarios, justamente porque provienen de otra cosmovisión. Pero creo que hay que construir también desde los márgenes y que hay que construir esto con el cuerpo y con la mirada. Un poco por ahí. Creo que tiene también cierta relevancia esta idea de comunidad de comunidades, o sea, este conjunto de experiencias que son diversas, que no pretenden dar un modelo, que cada una tiene su especificidad y que probablemente por ahí haya formas de erosión de estas prácticas biopolíticas de selección que asfixian a la vida y que son prácticas de muerte. Me parece que no es casualidad que justamente se den allí políticas de protección de la diversidad de la vida, de defensa de la diversidad, porque sin diversidad no hay vida, y de conexión entre la vida humana, la vida natural y lo sagrado, todos estos vínculos que son imprescindibles para el mantenimiento de la vida en su sentido más amplio, ¿no?
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