La increíble vida de Leonardo Favio: del abandono y la pobreza en su infancia a dejar su huella en el corazón del arte argentino

Actor, cantante, cineasta y militante peronista, aquel joven que vivió en un reformatorio emergió como la voz de la cultura popular. Un repaso por sus películas y canciones. Murió de neumonía el 5 de noviembre del 2012

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Leonardo Favio interpreta "Ella ya me olvido", Festival de Viña del Mar, 1997.

Multifacético, talentoso, idealista, irreverente, Leonardo Favio fue todo lo que pudo y quiso ser. Actor, director, cantante, poeta del pueblo y soñador incorregible. Su vida parece una película escrita por él mismo, llena de belleza, dolor, ternura y rebeldía. Aunque nació entre la pobreza y la ausencia, conoció el frío de los institutos de menores y la intemperie del alma, en lugar de resignarse, eligió convertir las heridas en arte. Desde el barro que pisó, el niño que una vez durmió en una comisaría se transformó en una de las voces más profundas y queridas de la cultura argentina.

Fue un poco de todo, y a ese todo lo hizo bien. Cuando cantaba, el escenario se convertía en un confesionario; cuando filmaba, la cámara era un corazón latiendo. Con su primer largometraje, Crónica de un niño solo, mostró la soledad de los olvidados con una honestidad que estremeció al mundo. Con Fuiste mía un verano, regaló la melodía del amor perdido a millones que aprendieron a llorar con su voz. Y entre película y canción, entre el aplauso y el silencio, siguió siendo un hombre enamorado de su pueblo, de su gente, de su destino.

Decía que el arte debía “testimoniar el llanto” y él lo hizo. Lo testimonió en las pantallas y en los escenarios, en el gaucho que lucha por lo suyo y el niño que sueña; como en la tristeza de una rosa marchita y en la esperanza del amor que vuelve. Leonardo Favio fue una patria de sentimientos, un espejo donde el país se vio reflejado con sus contradicciones, sus pasiones y su infinita necesidad de belleza. Murió de neumonía, a los 74 años, el 5 de noviembre de 2012.

Desde los reformatorios hasta los
Desde los reformatorios hasta los escenarios más grandes, su vida fue un acto de creación constante y de amor por la memoria

Los primeros tiempos

“Este es nuestro oficio: testimoniar el llanto, testimoniar la historia, cantarles a la pasión, a la poesía: ser memoria”, declaró Favio alguna vez, como quien firma un pacto con el dolor y la belleza. Bajo ese juramento silencioso fue construyendo una obra que, más que una carrera, parece un destino marcado a fuego en la historia del arte argentino: actuó en más de veinte películas, dirigió once —entre ellas el cortometraje inconcluso El señor Fernández—, escribió diez guiones y grabó diecinueve discos. Detrás de esos números latió su vida que fue siempre búsqueda y arte.

Nació como Fuad Jorge Jury el 28 de mayo de 1938 en Las Catitas, un pequeño pueblo de Mendoza. Su madre, Laura Favio, actriz de radioteatro, sostenía el mundo con la fuerza de su voz y con las manos curtidas de tanto buscar trabajo cuando se quedó sola con sus hijos. El padre, Jorge Jury Atrach, un inmigrante sirio-libanés y obrero, se fue pronto de la casa, y en esa ausencia temprana empezó a crecer la semilla de la melancolía en el niño, pese a que sus abuelos y una tía lo criaron con amor.

Pese a todo, el pequeño Fuad aprendió a soñar en los márgenes. Escribía versos torcidos en los cuadernos de la escuela y se escabullía de las aulas para refugiarse en los cines del pueblo, donde miraba, una y otra vez, aquellas películas que prometían otros destinos. Seguramente las observaba con los ojos bien abiertos, como quien intuye que en la pantalla hay una promesa de salvación. Entre proyecciones gastadas y olor a maní tostado, entendió que el cine era un lugar donde los que sufrían también podían vivir cosas hermosas. A los ocho años, entre escapadas, solía visitar el taller de un zapatero chileno, su vecino. Le cebaba mate mientras el hombre, con paciencia, le enseñaba a tocar la guitarra. Aprendió sus primeros acordes con temas de Atahualpa Yupanqui, sin saber que en esas cuerdas se escondía la raíz de su destino artístico.

Leonardo Favio, uno de los
Leonardo Favio, uno de los mejores directores de cine argentino y la voz de la balada latinoamericana

La falta de trabajo en Mendoza llevó a Laura a trasladarse a Buenos Aires con sus hijos. En ese nuevo escenario, la vida del niño se volvió un borde difuso entre la calle y la ley. Antes de filmar historias, le tocó vivir la suya. Pasó por instituciones de menores —llamados reformatorios y patronatos— por pequeños robos con los que intentaba sobrevivir. Si no era expulsado, su madre rogaba por su libertad o él se escapaba. Allí conoció el frío de las paredes húmedas y la tristeza de los que ya no esperan nada. En esas noches oscuras aprendió a observar el silencio y a escuchar lo que nadie decía.

De regreso en Mendoza, Laura lo llevó de nuevo al mundo de la ficción. “Mi madre, harta ya de sacarme de patronatos, de tener que ir a llorar a los jueces, me llevó a Mendoza. Y comprendí que ya no había más espacio: o me dedicaba a ser un ladrón o me ponía a hacer algo”, recordaría. Ella escribía libretos de radioteatro y lo animaba a leerlos: “Pero chiquito, vos podés ser actor. Léeme este libreto”, le decía. Fue así como el joven Fuad comenzó a actuar en pequeños papeles en Mendoza y San Juan, y el público empezó a reconocer su voz.

Aún indeciso sobre su destino, regresó a Buenos Aires después de pasar por San Juan. Intentó ser seminarista y hasta estuvo en la Marina, pero duró poco y se fue. Con ese uniforme llegó a pedir limosna en la estación de trenes de Retiro. Decido a salir adelante, trabajó en lo que pudo, hasta que, gracias a los contactos de su madre, llegó a Radio El Mundo y el realizador Leopoldo Torre Nilsson quedó impactado. Se encontró con él y eso fue decisivo en su carrera. En 1957, lo hizo actuar con unas pequeñas líneas en La casa del ángel. Fue el inicio: siguió El secuestrador y Fin de fiesta, y aprendió que el cine no era solo narrar, sino mirar con amor. “Torre Nilsson me enseñó que la cámara podía acariciar”, diría después.

A los 27 años, ya como Leonardo Favio y con las cicatrices todavía frescas, decidió contar su propia historia. Así nació Crónica de un niño solo (1965). Polín, su protagonista, era él mismo: el chico que buscaba un pedazo de cielo detrás de los muros del reformatorio. La película ganó el Festival de Mar del Plata y fue reconocida como la mejor película del cine argentino de todos los tiempos en la encuesta realizada por el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken en 2000.

Escena de "Crónica de un
Escena de "Crónica de un niño solo", de 1965

Consagración artística

Luego de filmar Crónica de un niño solo (1965), Leonardo Favio se reveló como un director capaz de capturar la vida en su forma más cruda y poética a la vez. Su ópera prima sigue sorprendiendo hoy por la puesta en escena, que atraviesa la prueba del tiempo. La película no pedía permiso: hablaba de infancia golpeada, de soledad, de gritos que nadie quería escuchar. Favio no embellece la pobreza; la expone en toda su complejidad y crueldad, pero con una ternura que la hace reconocible y universal. El sonido se vuelve dramático: el silbato del celador, los gritos de pelea, el silencio del encierro, todo respira en la película. Sesenta años después, gran parte del nuevo cine argentino reconoce en ella su origen y su herencia.

Su segundo largometraje, El romance del Aniceto y la Francisca (1967), consolidó su estilo. Basado en el cuento El cenizo, escrito por su hermano Jorge Zuhair Jury, Favio narró la tragedia de un triángulo amoroso con un laconismo y una hondura casi borgeana. En el papel de Aniceto descubrió a Federico Luppi, acompañado por Elsa Daniel y María Vaner, su esposa. La película, multipremiada en Argentina, tiene un estilo visual minimalista y un diálogo capaz de convertir la dureza de la vida diaria en poesía visual.

El dependiente (1969), su tercera obra y última en blanco y negro, cerró la primera etapa o saga de películas de Favio. La historia de un almacenero enamorado de la señorita Plasini (Graciela Borges) exploró la mezquindad y la aburrida rutina de los pueblos con una mirada más crítica, anticipando el giro que daría su cine hacia formas más grandiosas y expresivas.

Entre canciones y películas, Favio
Entre canciones y películas, Favio enseñó que la belleza surge del dolor y que la historia se escribe con la voz del corazón

Mientras tanto, la música le otorgaba fama masiva. En 1968, Favio grabó Fuiste mía un verano, un hit que recorrió Latinoamérica y que incorporaba al lenguaje argentino en la balada: “vos”, “piba”, cercanía, ternura y deseo. Le siguieron Ella ya me olvidó, O quizás simplemente le regale una rosa y Quiero aprender de memoria, canciones cargadas de erotismo y sensibilidad, que además son el reflejo de su pasión por la música clásica. La canción de Favio se convirtió en otra forma de narrar, íntima y popular a la vez.

“Yo quiero llegar a la gente y conmoverla porque no soy otra cosa que un narrador de cuentos, tanto cuando filmo, como cuando escribo canciones. Muchos dicen: Leonardo canta para ganar plata que le permita hacer cine. Eso no es cierto. Yo canto porque me gusta tanto o más que el cine. Y si soy un compositor de vuelo rasante, bueno, cada uno vuela hasta donde le dan las alas, pero estoy orgulloso de mis canciones”, dijo en 2004 durante una entrevista con Página12.

Con la llegada del color y su deseo de ampliar horizontes, dirigió una obra de masas, Nazareno Cruz y el lobo; de la soledad de El dependiente pasó a las multitudes de Gatica; del monocromático de Aniceto al rojo sangre de Juan Moreira. En mayo de 1973, Juan Moreira confirmó su sintonía con el espíritu de la época: el gaucho renegado encarnaba la resistencia al sometimiento, la primavera democrática y el regreso del peronismo al poder. Con Nazareno Cruz y el lobo (1975), su cine alcanzó la cumbre de la popularidad: tres millones y medio de espectadores vieron la historia de amor, furia y magia que Favio narraba con un despliegue formal desbordante, entre el folletín, el western y la telenovela.

Los afiches de Crónica de
Los afiches de Crónica de un niño solo y Nazareno Cruz y el lobo

La llegada de la dictadura militar de 1976 lo sorprendió rodando Soñar, soñar, una película circense que reflejaba la violencia de la época y la herida del pueblo peronista tras la dictadura. Pero llegó el exilio luego de que diera su último show en La Rural de Palermo ante unas 30 mil personas. Luego, fue prohibido, se lo quitó de todos los medios de comunicación: lo anularon como cantante, director y compositor. No pasó mucho tiempo para que unos soldados asaltaran su casa y apuntaran con una ametralladora a su hijo. No quedó más: en 1977 se exilió en México y regresó en 1979 a Las Catitas. Allí, se hizo cargo de su viñedo. Cuando pudo viajar, se fue a Colombia.

Décadas después, con Gatica, el Mono (1993), convirtió la vida del boxeador en una parábola cristiana y peronista, mártir envuelto en una bandera argentina teñida de rojo. Recordando su encuentro con Perón en España, llegó el momento de contar esa vida. “Yo no soy un director peronista, pero soy un peronista que hago cine y eso en algún momento se nota. En ningún momento planifico bajar línea a través de mi arte, porque tengo miedo de que se me escape la poesía”, dijo en una entrevista que brindó al portal Temakel, en 2009.

Finalmente, con Perón, sinfonía del sentimiento (1994-1999), Favio contó la historia del peronismo a su manera y rindió homenaje al movimiento y al hombre que habían marcado su vida: seis horas de documental que mezclan mitología y memoria, buscando un paraíso perdido que parecía residir en su propia infancia.

La escena final

Su última obra maestra fue Aniceto, estrenada en 2008. Allí, Favio interpreta el tema musical que cierra el filme, el que a su vez es obra de su hijo, el músico y compositor Nico Favio. Es una versión danzada de su película de 1967, un ballet filmado en blanco y negro que resume su universo: el amor, el destino, la tragedia, la belleza.

Ese mismo año Favio recibió un premio homenaje a la trayectoria en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata,​ de manos de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Aunque durante los últimos años se rumoreaba que padecía cáncer, más tarde se supo que tuvo que someterse a varios tratamientos por sufrir hepatitis C crónica. “La muerte le llega a uno cuando Dios quiere, no cuando quiere el bolsillo”, dijo en una de las últimas entrevistas. Luego de estar varias semanas internado, murió de neumonía a los 74 años en una clínica de Buenos Aires, el 5 de noviembre de 2012.