El día que el rosario “detuvo” la invasión otomana y la batalla que transformó la devoción católica en un símbolo universal

El 7 de octubre de 1571 ocurrieron una serie de eventos que desencadenaron en una devoción para los católicos y un cambio para occidente. Las circunstancias de la Batalla de Lepanto, el poder de la oración, la estrategia papal y el coraje de los marineros se entrelazan en una epopeya única

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Representación de la Batalla de
Representación de la Batalla de Lepanto

El sol se hunde en el horizonte del Mediterráneo con un extraño color rojizo, como un presagio de sangre. En el Golfo de Patras, en el oeste de Grecia cerca de Lepanto, una flota cristiana –la Liga Santa, forjada por el papa Pío V– se enfrenta a la armada otomana, un leviatán de galeras turcas que amenaza con engullir Europa en las fauces del islam expansivo. Los cañones retumban, las flechas silban, y entre el humo y los gritos, marineros venecianos y españoles, genoveses y malteses, aferran en sus manos no solo sables, sino coronas de cuentas: rosarios.

“Ave María, gratia plena”, murmuran, mientras el viento azota las velas con cruces bordadas. Miles de kilómetros al norte, en el Vaticano, el austero dominico Pío V, de rodillas en su capilla, interrumpe una reunión con cardenales. Su rostro se ilumina con una visión celestial: la Virgen María, coronada de estrellas, anuncia la victoria. El Papa manda a tocar al vuelo todas las campanas de la ciudad de Roma. Al mismo tiempo, en un convento remoto de Aragón, la beata Catalina de Cardona, mística errante, quien estaba reunida con un grupo de señoras cae en éxtasis y en este estado ve el mar teñido de triunfo cristiano y grita: “si no nos mudas los vientos, no nos serás propicio Señor…”.

Pasaron 454 años de aquel 7 de octubre de 1571. Y no es casualidad. El rosario, esa devoción mariana tejida con hilos de fe y combate espiritual, se erige como protagonista de esta epopeya. Pero su historia es un tapiz milenario, urdido por monjes, papas y santos, que trasciende el catolicismo para encontrarse con ecos en el komboskini ortodoxo, el mala budista y el tasbih islámico. En un mundo de divisiones, el rosario nos recuerda que la oración une lo invisible, detiene invasiones y teje paz en el alma. El origen de esta corona de rosas –“rosarium”, en latín, jardín de flores espirituales, no surge de la nada, como un decreto papal, sino de las profundidades del monacato primitivo, cuando el desierto egipcio era el laboratorio de la fe. En el siglo IV, los padres del desierto, como San Pacomio, luchaban por recitar los 150 salmos de David sin distraerse. Los iletrados, en cambio, sustituían cada salmo por un “Padre Nuestro”, contando las oraciones con guijarros o nudos en una cuerda. Era el proto-rosario: una herramienta humilde para la mente errante, un antídoto contra el tedio y el demonio.

Siglos después, en la Edad Media, esta práctica evoluciona. Los cistercienses y cartujos, en sus abadías de piedra fría, reemplazan los “Padres Nuestros” por “Aves Marías”, esas plegarias breves que invocan a la Madre de Dios. Hacia el siglo XII, en la Inglaterra de los trovadores y las cruzadas, surgen los “Paternósters” de cuentas de madera o hueso, pero pronto se tiñen de mariano azul: 50 o 150 “Aves” entrelazadas con versos bíblicos o meditaciones. Es el “Psalterium Marianum”, el salterio de María, un puente entre la liturgia monástica y la devoción popular. La tradición católica atribuye el rosario en su forma actual a un milagro del cielo. En 1214, en el sur de Francia, donde la herejía albigense –un catarismo dualista que negaba la encarnación– devoraba almas como un fuego herético, aparece la Virgen a Santo Domingo de Guzmán. El fundador de la Orden de Predicadores, un dominico de ojos llameantes y ayuno perpetuo, predicaba en vano contra los cátaros en las plazas de Toulouse. “¡Predicador, predica con rosas!”, le dice María en visión, entregándole quince o cincuenta “Aves” coronadas de misterios: gozosos, dolorosos, gloriosos. Domingo, según la leyenda dorada de la hagiografía, las recibe como un arma espiritual. “El rosario es mi escudo”, escribe en sus cartas. No era solo plegaria; era contemplación.

El Papa Pío V, socio
El Papa Pío V, socio de la llamada Liga Santa

Cada decena –diez “Aves”– medita un episodio de la vida de Cristo y María: la Anunciación, la Crucifixión, la Coronación. Domingo lo difunde como antídoto al racionalismo herético, y sus frailes, con hábitos blancos y escapularios negros, lo llevan a conventos, castillos y aldeas. Para 1410, el cartujo Domingo de Prusia añade los misterios meditativos, dividiendo el rosario en quince decenas. En 1569, Pío V, lo oficializa con la bula “Consueverunt Romani Pontifices”, fijando los quince misterios tradicionales. Juan Pablo II, en 2002, agregará los luminosos, elevándolo a veinte, pero el núcleo permanece: un ciclo de 53 “Aves”, cinco “Glorias” y credos que recorren el Evangelio como un río de gracia. Los dominicos, esos “perros de Dios” –así los llamó Domingo, por su apellido Guzmán, eco de “domini canes”–, son los guardianes eternos del Rosario.

Fundada en 1216 para combatir herejías con verdad y caridad, la Orden Predicadora ve en el rosario no solo devoción, sino método teológico. Santo Tomás de Aquino, el doctor angélico dominico, lo elogia en su Suma Teológica como vía mística para unir intelecto y afecto. Los frailes lo rezan en comunidad, caminando en procesión o arrodillados ante el Santísimo, y lo imponen como arma contra el mal. En el siglo XV, el beato Alano de la Roca, dominico francés, revive la devoción con quince promesas marianas: “Quien recite mi rosario devoto, no perecerá”, dice la Virgen en sus visiones. Los dominicos lo globalizan: misioneros en América lo enseñan a indígenas en lenguas nativas; en Asia, lo adaptan a culturas paganas. Hoy, el rosario cuelga del cíngulo dominico como insignia, y en Fátima o Lourdes, frailes lo lideran en peregrinaciones masivas. Su rol no es custodio pasivo; es propagador activo. Como escribe el maestro general Timothy Radcliffe, "el rosario es el latido dominico: contemplata aliis tradere“, entregar a otros lo contemplado.

En tiempos de secularismo, los dominicos lo defienden como “evangelio en miniatura”, un catecismo en cuentas que vence el ateísmo moderno como venció el albigense medieval. Pero el Rosario trasciende conventos y púlpitos; se forja en el fragor de la historia, como en Lepanto, donde se convierte en estandarte de salvación. Europa, en el siglo XVI, tiembla bajo la media luna otomana. Desde la caída de Constantinopla en 1453, el sultán Solimán el Magnífico y su sucesor Selim II sueñan con galeras que naveguen el Danubio hasta Viena y el Tíber hasta Roma. Los turcos, dueños del Mediterráneo oriental, esclavizan cristianos en Argel y Túnez, y su flota de 300 naves amenaza Italia y España. “Si caemos en Lepanto, caemos en Roma”, advierte el cardenal Granvelle. Pío V, elegido en 1566, ve el peligro como apocalipsis: el islam no es solo enemigo militar, sino espiritual, promotor del califato que niega la Trinidad. Dominico reformador –el papa de la Contrarreforma, autor del Catecismo Tridentino–, convoca la Liga Santa en 1570: Venecia, España, el Papado y órdenes menores como los caballeros de Malta. “Rogad el rosario por la victoria”, decreta en bulas y cartas. Confraternidades marianas, impulsadas por dominicos, multiplican procesiones: en Roma, 12.000 fieles rezan de rodillas; en Madrid, Felipe II manda misas continuas. El 7 de octubre, Juan de Austria, bastardo del rey y almirante de 24 años, comanda 208 galeras cristianas contra 251 otomanas. Los turcos, superiores en número y fanatismo yihadista, prometen harénes y botín. Pero los cristianos llevan el crucifijo en proa y el rosario en puño. Cervantes, futuro autor del Quijote, pierde el uso de la mano izquierda en la refriega, pero gana inmortalidad: "Allí se vio la mayor ocasión que vieron los siglos pasados, presentes ni esperamos ver en los venideros“, escribe quien será llamado con el apodo del “el manco de Lepanto”. La batalla es caos dantesco: galeras chocan como bestias, arcabuces escupen plomo, esclavos cristianos remeros se rebelan contra sus amos turcos. Al atardecer, el mar es un tapiz de maderos rotos y cuerpos flotantes: 30.000 otomanos muertos, 12.000 cautivos; los cristianos pierden 7.500 pero salvan Europa de la invasión. ¿Milagro? Para la crónica católica, sí. El papa Pío instituye la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria (1572), rebautizada como Virgen del Rosario por Gregorio XIII en 1573. Vale la pena aclarar que Pio V está muy relacionado con la actual Argentina. Él creará la primera diócesis y por tanto la sede primada (es decir “la primera”) en el actual territorio de la argentina con la bula “Super specula militantis Ecclesiae”. Por tanto, el 7 de octubre, fiesta universal, conmemora no solo la batalla, sino la oración que detuvo el turco en las puertas de Occidente.

Por dimensiones y desarrollo, constituyó
Por dimensiones y desarrollo, constituyó una de las mayores batallas navales de la historia. Los turcos perdieron 220 galeras y tuvieron 30.000 bajas; los cristianos, 12 galeras y 7.500 víctimas

Pero en rosario tiene primos. En el Oriente cristiano, el komboskini griego o chotki ruso –“cuerda de nudos”– es el hermano ascético del rosario. Su historia hunde raíces en el desierto egipcio del siglo IV, con San Pacomio, padre del monacato cenobítico, o San Antonio el Grande, que ataba nudos en cuero para contar oraciones contra distracciones demoníacas. “Ora sin cesar”, manda San Pablo (1 Tes 5,17); el komboskini hace posible lo imposible. En el Monte Athos, monjes hesicastas –buscadores de la quietud divina– lo usan para la “Oración de Jesús”: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. 100, 300 o 500 nudos de lana negra, con cuentas rojas como sangre de mártires, separados por un crucifijo de madera. El nudo, en forma de cruz entretejida, simboliza la Trinidad y ahuyenta tentaciones: “un nudo por cada herejía vencida”, dice la tradición.

En Rusia, el chotki se populariza con los viejos creyentes del siglo XVII, perseguidos por reformas litúrgicas; monjas lo tejen en celdas siberianas, rezando contra el ateísmo soviético. No es rosario mariano, sino cristocéntrico, pero comparte el ritmo: inhalación divina, exhalación humana. Hoy, laicos ortodoxos lo llevan como pulsera, un recordatorio en el bullicio de Atenas o Moscú. Lejos, muy lejos, en el Himalaya y las estepas indias, el “mala” budista –o japa mala, “guirnalda de repetición”– es un eco milenario de concentración. Sus orígenes datan del siglo VIII a.C., en los Vedas hindúes, cuando sabios rishis usaban semillas de rudraksha o cristales para recitar mantras durante yugas enteros. "Om mani padme hum“, el mantra de la compasión avalokiteshvara, se cuenta en 108 cuentas –número sagrado: doce signos zodiacales por nueve planetas, o 27 nakshatras lunares duplicados–. Buda mismo, según el Lotus Sutra, lo recomendaba para domar la mente como un elefante salvaje. En el budismo tibetano, el “mala de turquesa” o coral se gira con el pulgar y medio dedo, evitando el índice “impuro”. El guru bead, mayor, marca el ciclo; al final, se invierte para no profanar. No es plegaria a alguna divinidad, sino solo meditación: enfoca el prana, disuelve el ego. En el corazón del islam, el tasbih –o misbaha, subha, “glorificación”– es el hilo de dhikr que une al creyente con Alá. Sus raíces se hunden en la Arabia profética: el Profeta Mahoma, según hadices, usaba 33 guijarros o dátiles para alabar a Dios.

En este mosaico de cuentas –católicas, ortodoxas, budistas, islámicas–, el rosario emerge no como monopolio, sino como variante en un coro universal. Del desierto egipcio al Golfo Pérsico, de los Himalayas al Bósforo, la humanidad teje nudos para lo eterno. Lepanto, con su victoria rosariana, nos advierte: la oración no divide; une contra la oscuridad. Pío V y Catalina de Cardona, en sus visiones, vieron más que galeras: un mundo donde María, o Alá, o el Vacío, vela por los suyos. Hoy, en un siglo de guerras híbridas y ciber herejías, el rosario –o su eco– nos llama a rezar. No por conquistas, sino por paz. Que las cuentas giren, y el mundo se salve de la inhumanidad generada por el propio ser humano.