
Tenía alma de payaso, corazón de payaso, ternura y astucia de payaso; llevaba el circo en la sangre porque la arena de las pistas se le había metido en la piel desde que era un chico de siete años y empezó a vagabundear entre carromatos y lonas desteñidas. Los años lo hicieron un actor cómico de primera línea, con impronta de payaso y sustancia de circo; en sus breves y contundentes sketches televisivos, porque fue una gran estrella de la televisión de los años 60 y 70, volaban cachetadas de payaso; los que las recibían eran unos acróbatas de circo que surcaban el aire del set y terminaban por quebrar sillas y mesas de falsa solidez, decorados de cartón pintado: todo era un enorme disparate bajo la batuta siempre sabia de aquel primer actor, de peluquín enmarañado, ojos alertas, mueca de circunstancias y ocurrencias infantiles, sin más pretensiones que la picardía, la inocencia, la travesura.
Ese y así era Pepe Biondi, un tipo que le puso su apellido al humor. Había ideado una serie impresionante de personajes que llevaban, todos, su nombre: Pepe y lo que venga. Algunos se perdieron en el olvido; otros permanecen en los memoriosos de entonces, el que lo vio no lo olvida, y en quienes descubrieron a Biondi en los canales de la nostalgia que siempre espejan un país que fue.
Entre los inolvidables Pepes de Biondi todavía dictan cátedra Pepe Curdeles, abogado, jurisconsulto y manyapapeles; un borrachín que lidiaba en falsos tribunales con argumentos desopilantes y sellaba a porrazos, paf, paf, unos papeles que siempre se perdían por el camino; Pepe Galleta, el único guapo en camiseta, un malevo borgeano de haber hecho un culto del cuchillo y del coraje, pero el tipo hacía justicia elemental mientras repartía mamporros a villanos y sinvergüenzas; Pepe Papanatas y Pepe Miseria, que eximen de toda interpretación; Pepe Estropajo, Pepe Canario, El Gitano Pepe Luí, así, sin la ese al final, andalú hasta las narices, no veas tú, que gritaba su razón de vida: “Me gusta la guasa, la chunga y el pitorreo”. Y el gran Narciso Bello, uno de las pocas creaciones de Biondi que no incluía un “Pepe” en porque Narciso era eso: un tipo que presumía de belleza, que unía la punta de los cinco dedos de una mano, los besaba y repartía ese influjo en su cara, mientras murmuraba cuán hermoso era, cuán irresistible, tal como hacía aquel legendario mono enamorado de sí mismo.

Cada personaje biondesco, que no solo el Dante tiene su infierno, tenía una frase de entrada, de remate, de transición; si algo le era extraño, de difícil comprensión, inalcanzable a la lógica sencilla, el personaje de Biondi soltaba un “Qué fenómeno, m’ijo”. Si por el contrario, el personaje era castigado por el destino y su mala estrella le recordaba que existía y estaba allí para zarandearlo, el tipo reflexionaba con resignado fatalismo: “Qué suerte tengo pa’la desgracia”. Si, en cambio, la fortuna le sonreía y, por azar, por capricho del destino o porque su mala estrella estaba dormida, si había una rara ocasión en la que uno de sus personajes llevaba las de ganar, Biondi miraba a la cámara, entrecerraba los ojos con picardía y se relamía: “Lechuga para el canario…”. Y si cuadraba lo abstracto, la descomposición del análisis y hasta el olvidado ultraísmo de la metáfora desbocada, el personaje soltaba: “¡Qué tragedia! ¡Cómo me duele la media…!”
Todo en Biondi, desdicha, comedia, drama, humorada, infortunio, alegría o cataclismo, terminaba con una exclamación, precedida de un extraño gargarismo, un preanuncio de lo inexplicable, seguida del consabido y legendario “¡Patapúfete!” que ponía el punto final. Y así, patapufeteando por la vida, Biondi se metió en el corazón de miles de argentinos, iluminó la risa de un par de generaciones con su candor, su ingenuidad y sus inocentadas. Permaneció en un fantástico éxito televisivo, en 1962 midió 62.2 puntos de rating, éxito que le fue un poco esquivo en el cine, y compartió la fascinación de un público amplio y franco con otros grandes como Luis Sandrini, como José Marrone, que en la tele no era el torbellino de guarradas por el que era aplaudido en el teatro de revistas; con Alberto Olmedo que deslumbraba entonces a los chicos con su invencible Capitán Piluso: todos, acaballados entre los ilusorios años 60 y el tormentoso inicio de los no menos tormentosos años 70. Pepe Biondi, como sus pares, logró hacer reír a carcajadas a un país inocente que estaba a punto de perder su inocencia.
Había nacido el 4 de septiembre de 1909, en Barracas. Era el tercero de ocho hermanos de unos padres napolitanos humildísimos que se mudaron enseguida a Remedios de Escalada, Lanús. Era un chico de seis o siete años sin escolaridad, aprendió a leer y a escribir por su cuenta a los dieciséis años, cuando en un baldío cercano a su casa, se instaló el circo Anselmi, dirigido por Miguel Anselmi. Los circos ejercen una especial fascinación en los chicos. Y en los grandes también. Pero en los chicos estimulan tal vez la fantasía, el espíritu nómade, el deseo de aventura, hacen despegar a la imaginación. Tanto da si, como en la época, ese mundo está cobijado bajo carpas curtidas y agujereadas o si, como hoy, el mundo del circo se siente iluminado por el sol: un circo es siempre un circo.
El chico Biondi, sus piruetas y sus gestos cómicos que desplegaba en sus juegos de vereda, despertaron el interés de uno de los acróbatas y payasos del circo Anselmi, Juan Bonamorte, un brasilero apodado “Chocolate”, que pidió permiso a los papás de Biondi para que le permitieran unirse a ese mundo trashumante. José Biondi y Ángela Cavalieri dijeron que sí, apretados por la pobreza y con la esperanza de que el chico aprendiera algo, el arte de la acrobacia por ejemplo, con que ganarse la vida.
Fue una pequeña tragedia. “Chocolate” Bonamorte era un borracho cegado también por la ignorancia que enseñaba a palos y daba unas palizas feroces a Pepe. El aprendizaje duró cinco largos años, hasta que una de las mujeres del circo lo rescató de las palizas y lo devolvió a su familia, que se había mudado a Banfield. Dice la leyenda que, muchos años después, ya en pleno éxito, Biondi sostuvo con dinero y hasta su muerte el mal destino anticipado de “Chocolate”. Ya sin circo a la vista, Biondi vendió diarios y trabajó de lo que pudo para ayudar a la familia; un payaso de la época Napoleón Seth le propuso formar un dúo que duró poco, unos dos años, en los que Biondi, que había desgranado el arte de la acrobacia, se metió en el alma de los payasos aún a su pesar.
Formó luego otro dúo con Peter, otro acróbata con el que debutaron en el cabaret Royal de Montevideo: las acrobacias eran buenas y los chistes eran malos. Les dio una mano de oro el cómico Marcos Kaplan, que les regaló una cosecha de humoradas “probadas” y aprobadas en el pícaro escenario del Maipo. El tono de la presentación de Biondi y Peter se hizo más picante, bien de cabaret, con alusiones sexuales francas que les aplaudieron en el Chantecler, en el Florida y en el Maipú Pigall.

Hasta que Pepe dio con un actor ruso, Bernardo Zalman Ver Dvorkin, mejor conocido como Dick, que devolvió el arte de Biondi al mundo del circo, que era donde quería regresar. Estuvieron juntos durante veintitrés años como “El dúo Biondi y Dick”, o “Dick y Biondi”, según la época y recorrieron el continente y parte de Europa. Biondi se había casado en 1934 con María Teresa Moraca, tuvieron una hija, Margarita, y juntos vivieron la trashumancia del circo sin carpa y sin carromatos. De hecho, María Teresa, cantante de tangos, sostuvo el hogar en los tiempos de vacas flacas. En 1941 un accidente cercó a Biondi. En Chile, en una de las acrobacias que caracterizaban al dúo con Dick, cayó mal y se lesionó la espalda: saltos, cabriolas, contorsiones y piruetas quedaron abolidas para siempre de su vida. El dúo adaptó de inmediato el espectáculo al humor y a las cachetadas: tuvieron más éxito que con el espectáculo anterior. En México debutaron en 1947 en una de las grandes salas del país, “El Patio”, donde también actuaba Josephine Baker, una prestigiosa bailarina francesa negra que había deslumbrado a Europa con su talento y su audacia: bailaba desnuda.
“Biondi y Dick” hicieron pie en un escenario que sería vital para Pepe: Cuba, la isla que bajo la dictadura de Fulgencio Batista, era un centro de diversión y de negocios para Estados Unidos, que dominaba gran parte de la economía productiva del país. Después de una primera incursión, el dúo viajó a Europa, actuaron en España y Portugal, y regresaron a México para actuar de nuevo en “El Patio y en “Teatro Liceo”. En 1952 debutaron para el nuevo mundo fascinante de la televisión, que se había convertido en furor. Se consagraron en 1953 con “El Show de Dick y Biondi” y fueron muy populares en Cuba hasta que se separaron en 1956. Biondi aceptó entonces la oferta del empresario Goar Mestre, que era entonces el dueño del canal CMQ TV, el más popular de Cuba, y se convirtió en la figura central del canal con su programa “El show de Biondi”.
El 23 de febrero de 1958, la guerrilla del M-26 liderada por Fidel Castro y por el argentino Ernesto “Che” Guevara, en lucha abierta para derrocar a Batista, secuestró a Biondi. No iban a pedir rescate ni nada: era un golpe publicitario, un “secuestro de amigos”. Meses antes, lo habían hecho con Juan Manuel Fangio, estrella del automovilismo mundial, al que devolvieron más que sano y salvo después de obligarlo a no correr el Gran Premio de la isla. Ahora, en una festividad casi patria para Batista, el aniversario del golpe que lo había llevado al poder, la guerrilla castrista pretendía que el programa más visto de la tele de Cuba, “El Show de Pepe Biondi”, no saliera al aire (todo era en directo entonces) y secuestraron al cómico en plena calle.

Las dramáticas horas del secuestro de Biondi fueron reconstruidas con minuciosidad por el colega Hugo Martin en “La noche que Cuba no debía reír”, publicada por Infobae en septiembre de 2020. A la hora de devolver a Biondi, sus secuestradores, que habían impedido que su programa, el más visto, saliera al aire, se vieron en el mismo trance que con Fangio: tenían que ponerlo en manos seguras para evitar que la dictadura lo asesinara y echara la culpa de esa muerte a la guerrilla. A Fangio lo habían entregado al embajador argentino, contralmirante Raúl Aureliano Lynch Frías, primo del “Che”, y a Biondi lo pusieron en manos de un sacerdote de una barriada popular. Para Biondi, ese fue el punto final de su vida en Cuba. Decidió que su familia debía regresar a la Argentina, su hija Margarita se había casado con el galán y locutor cubano José “Pepe” Díaz Lastra, otro Pepe en la vida de Biondi, que sería también parte de su troupe en la Argentina.
El biógrafo de Biondi, Leonardo Mauricio Greco, autor de Pepe Biondi, el campeón del humor, narró a Hugo Martin qué sucedió cuando el secuestrado regresó a casa: “A Pepe lo esperaban su esposa, su hija y su yerno. Él les dijo que se tenían que marchar de allí. Su mujer le recordó que debía cumplir el contrato. Biondi acordó: ‘Lo voy a respetar, pero después, nos vamos’”.
Cuando Fidel Castro tomó el poder, el primer día de enero de 1959, lanzó un programa de reformas económicas y de expropiación de empresas norteamericanas en la isla. También expropió el grupo de medios de comunicación de Goar Mestre, que había colaborado con el M-26, que incluían siete canales de televisión, nueve radios y otras treinta empresas. A principios de 1959, Margarita Biondi y Díaz Lastra dejaron Cuba. Goar Mestre escapó a Miami y luego llegó a Buenos Aires donde creó Proartel (Producciones Argentinas de Televisión) y el Canal 13 con el que revolucionó la estética, las formas, el estilo, privilegió la calidad, las ideas y hasta las maneras de reflejar las noticias. Y trajo a Pepe Biondi.

Pepe había seguido en Cuba hasta terminar su contrato, a mediados de 1960. Le armaron un programa de despedida y él dejó un mensaje grabado para que alguien lo escuchar alguna vez. En él decía: “(…) Yo no creo que, si Dios me da unos años más de vida, pueda llegar a tener un momento tan bonito como el que tuve en La Habana durante todo el tiempo que estuve. Creo que en ningún país llegaré a hacer nada, ni la mitad de lo que fui, en este maravilloso país donde yo me acoplé a la modalidad y donde ellos me ofrecieron y me brindaron tanta hospitalidad y tanto me comprendieron. Esto es para el libro del recuerdo, el álbum de un viejo payaso; para escucharlo así, como se lee una crónica que le halaga a uno el corazón... Esto, si alguna vez lo puede escuchar un cubano, es un testimonio de gratitud a esa maravillosa isla que conozco como mi propio país o más tal vez, y donde conservo la esperanza de volver algún día a caminar por sus calles, que son las mías”.
A su regreso a la Argentina, Biondi grabó unos breves flashes de un minuto (entonces un minuto era símbolo de brevedad) que fueron emitidos a modo de avances del programa en marzo de 1961. Así que aquel chico de Barracas, criado en Remedios de Escalada, que fue entregado al circo, golpeado y humillado por quien se decía su maestro, salvado y devuelto a su familia; aquel chico que aprendió a leer por las suyas a los dieciséis y que todo lo que hizo con su pasado fue forjar un alma buena, debutó en la televisión de su país como un artista consagrado y confundido con un cubano: como la del Canal 13 era para el público “la televisión de los cubanos” porque cubanos eran los técnicos que Goar Mestre afincó en el país, Biondi pasó por uno más de los emigrados de la isla.
Viendo a Biondi salió al aire el 7 de abril de 1961. Era viernes. Y eran las nueve y media de la noche. Una de las primeras cosas que dijo aquel payaso entrañable era que conocía a un tipo tan distraído que se había metido la dentadura postiza en el bolsillo y había mordido el paquete de cigarrillos. Así empezó todo. El programa duraba media hora; dos sketches de ocho minutos y un intervalo musical en el que cantaron algunas estrellas en ascenso: Palito Ortega, Violeta Rivas, entre otros. Lo dirigía María Inés Andrés, iba en vivo, con público en las gradas. Lo acompañaban entre tantos otros, su yerno Días Lastra, Delfor Medina, Mónica Grey, Carmen Morales, Juan Carlos Duggan, Gladys Mancini, Jaime Cohen, Carlos Scazziotta, que aprendió gran parte de su arte junto a Pepe, Mario Fortuna hijo, Mario Savino, Leonor Onis, Lita Landi, el eterno malo Carlos Serafino y una chica adolescente que hacía sus pininos en las tablas: Luisina Brando.

También integraba la troupe María Esther Coran, una mujer robusta, de voz un tanto enronquecida, de gesto adusto y buena como el pan que repartía sopapos, cachetadas, tortazos y bofetones tamaño catedral gótica, actividad que merecía la rendida reflexión del sufrido Pepe Biondi: “¡Cómo pegaba la gorda…!”. Los guiones eran del dúo Golo y Guille, de Álvaro Villa, que sí era cubano, de Luis Carbone y del propio Pepe.
A mitad de 1961 era líder de audiencia, en 1962 midió 62.2 de rating; en 1963 Aptra le dio el Martín Fierro como mejor actor humorístico; en 1964 también se llevaba el sesenta por ciento de la audiencia y estaba por encima de programas de éxito sonoro, verdaderas apuestas del canal: La familia Falcon, con un elenco que encabezaban Pedro Quartucci, Elina Colomer, Roberto Escalada, Alberto Fernández de Rosa, Silvia Merlino, Emilio Comte y José Luis Maza; Biondi estaba por encima del estelar Casino Philips y de Doctor Cándido Pérez, una comedia con Juan Carlos Thorry como protagonista y hasta por encima de algunos éxitos enlatados que llegaban del exterior, como El show de Dick van Dyke. A Pepe no había con qué darle. Hasta se dio el lujo de incluir en las presentaciones de su programa, embobado como estaba, a sus nietos Marcelo y Jorge.
El éxito duró once temporadas, pese a los dramas de salud de Biondi. Fumador empedernido, gustador de habanos en sus años en Cuba, padecía una arteriosclerosis que afectó sus piernas. En 1965 sufrió un infarto que lo alejó un tiempo del programa y fue operado en Texas en 1966. El corazón de los payasos también flaquea. Su salud se debilitó poco a poco y en 1972 Canal 13 anunció que dejaba de emitir Viendo a Biondi con un programa especial de homenaje.

Pepe Biondi murió el 4 de octubre de 1975, hace medio siglo.
Quién sabe si su humor sería hoy aceptado: nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos y el mundo dio varias vueltas de carnero desde sus disparates, sus bofetones y sus personajes alocados. Ya casi no hay humor en la tele. Y quién sabe si lo hay en la sociedad que alguna vez rio a carcajadas. El de Biondi era un humor humanista, si se quiere hasta crítico por lo que encarnaban sus personajes: un abogado chanta, un guapo de cartón, un mísero esperanzado, un bello individualista.
Su estilo, el del circo, ya no luce en los escenarios; por extraño que parezca, ronda otros ámbitos, en el seno de los poderes públicos por ejemplo, en la privacidad expuesta como negocio, como ardid, como maña y quién sabe si como martingala también; aquella inocencia traviesa dejó paso a la acidez, a la corrosión, a cierto hastío amargo y persistente que lo desvirtúa todo.
Lo de Pepe Biondi era otra cosa. Qué fenómeno m’ijo: era un grande.
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