
Silvina no conoció a su papá Carlos. El brutal atentado en el que murió junto a ocho de sus jóvenes compañeros policías le haría vivir lo peor de su vida. Su mamá no la quiso tener, la dio en adopción días después del hecho y ella, criatura inocente, estuvo deambulando entre una abuela de familia numerosa que le era imposible criarla, con una tía en Rosario y con familiares con los que sintió el destrato y el desamor.
No entendía el porqué del abandono y le dolía ver en los actos conmemorativos del atentado, a los que fue de muy chica, a los hijos de los policías muertos que por lo menos tenían una mamá y ella no. Tal vez por eso, cuando estaba por cumplir los 7 años pidió que la llevasen a verla. Al confrontarla, con una crudeza brutal, su mamá le dijo que no la había querido tener y que nació porque era la ilusión de su papá, un joven de 21 años, quien siempre se había ocupado de ella, que si no hubiese pasado lo que ocurrió, el padre la hubiese criado, y que no la contactase más. Hizo un último intento cuando tenía 15 años, pero no hubo caso.
Silvina explicó a Infobae que, tal vez por eso, su vida fue solitaria, que siempre le costó tener vínculos con la gente. Todo por el infierno que se abrió frente a ella esa tarde de domingo.

Ese 12 de septiembre de 1976 comenzaba una nueva edición del campeonato nacional, que se disputaría en dos rondas. En esa primera fecha Rosario Central, dirigido por Alfio Basile, recibía a Unión de Santa Fe. El local se impondría con dos goles de Patota Potente, mientras que Víctor Trossero, extremo derecho, había puesto el empate transitorio para la visita, en el que haría su debut el arquero Nery Pumpido, un santafesino de 19 años.
La Guardia de Infantería de la Policía se ocuparía del orden, y los policías estaban entusiasmados, porque era un medio de hacerse de unos pesos, aunque para otros el dinero era lo de menos, porque ir representaba el sueño de ver jugar a Rosario Central desde el campo de juego, ya que varios eran simpatizantes del equipo. Ese era el caso de Carlos González, que hacía un año que había ingresado a la policía, y que era el efectivo más joven que esa tarde cumpliría con el adicional.
A González no le tocaba, pero le pidió a un compañero de apellido López que le hiciera la gauchada, que quería ver a un jugador en especial.

Al terminar el encuentro, la treintena de policías subieron al micro Mercedes Benz, manejado por el suboficial Eduardo Ferrero, para regresar al cuartel. Cuando transitaban por la calle Junín, el vehículo sufrió el reventón de un neumático y el chofer hizo malabares para no terminar en un pozo en el pavimento.
En el cruce con la calle Rawson, una potente bomba con metales, clavos y bulones, impregnados de materia fecal, oculta en un Citroën 2CV rojo, fue hecha estallar a control remoto justo cuando el ómnibus pasaba a su lado.
Todos los policías sentados en el lado izquierdo fallecieron a causa de la lluvia de proyectiles y esquirlas que impactaron de lleno. Hubo esquirlas que volaron para todos lados, junto con pedazos del Citroën, que quedó irreconocible.
Carlos Galeazzo, que reparaba su moto en vereda, fue herido, así como un niño que viajaba en un taxi delante del micro. Los impactantes daños causados en los frentes de las casas brindaron una magnitud del atentado, que se lo adjudicaría la agrupación terrorista Montoneros.

Oscar Walter Ledesma era un cordobés de 56 años radicado desde hacía mucho en Rosario, donde había conocido a su esposa Irene Dib, una santiagueña de entonces 42. Viajaban en un Renault 12 y el asiento de atrás iba acostada su hija Andrea, de 10. Era fotógrafo social y tenía un negocio de óptica, como reseña Manfroni y Villarruel en el libro “Los otros muertos”.
Ledesma, fanático de Central, evaluó que sería un partido bravo, y no llevó a su hija, quien se quedó en lo de la abuela. Al finalizar el partido, el matrimonio la buscó. Iban detrás del micro cuando estalló el explosivo.
Cuando se acalló el sonido de la detonación, la criatura sintió que tenía sangre en el rostro y tocó a sus padres, que no se movían. Se bajó y se sentó sobre la falda de su mamá. Como ella no reaccionaba, descendió y alguien la acercó a una casa, donde le limpiaron la frente, le pusieron hielo y la llevaron a un centro asistencial donde la recogieron familiares. No había tomado conciencia que sus padres estaban muertos.
El primero en llegar a la escena fue el policía Juan Ibarra, quien en su patrullero subió a algunas de las víctimas y las llevó al hospital.

Los heridos fueron trasladados al Hospital Central, al Italiano, al Español, a la Mutual Policial y a un sanatorio privado. El conductor Ferrero, malherido de la cadera, fue llevado en un auto a la Asistencia Pública. Sufrió varias operaciones y perdió la movilidad de una de sus piernas y en el rostro le quedaron cicatrices. Otros policías sufrirían problemas de audición por el impacto de las esquirlas en sus cascos.
Los agentes que fallecieron fueron Andrés Acosta, de 25 años; Juan Matiasevich, 28; José Luis Boggino, 24; Hugo Pellegrina, 26; Hipólito Domingo Alfonso, 28; Darío Alberto Pietrani, 23; Jorge Ferri, 26; Carlos González, 21 y José Gutiérrez, de 23. Fueron las víctimas del mayor atentado terrorista en la provincia de Santa Fe y de la ciudad de Rosario.
Fueron velados en el Salón Blanco de la jefatura de policía de Rosario y sepultados en el cementerio local.
El gobierno instruyó a un consejo de guerra a investigar el hecho, hubo algunas detenciones pero no se llegó a nada concluyente. Y el tiempo pasó.
En 2011 un grupo de familiares lograron que se reabriese la investigación. La causa cayó en el juzgado federal número 4 a cargo de Marcelo Bailaque, pero en mayo de 2020, el fiscal federal de Rosario Javier Arzubi Calvo pidió la prescripción de la causa, porque el hecho no configuraba un delito de lesa humanidad.
A Andrea, que le quedaría una cicatriz en su frente y una esquirla que no pudieron quitar, vivió seis años con una abuela que seis años después murió de cáncer, y fue a vivir con unos tíos. Perdió el negocio de su papá y se habían robado sus implementos de trabajo.

Cuando se abrió el Museo de la Memoria, hizo gestiones ante la Secretaría de Derechos Humanos para que se exhibiera una foto de sus padres, pero le respondieron que su caso no reunía las condiciones.
De adolescente, Silvia González leyó todo lo que le venía a sus manos sobre el atentado y sobre esa época y consultó las hemerotecas de los diarios locales, porque necesitaba entender.
De chica era de carácter rebelde y eran constantes sus abandonos del hogar de la abuela materna. Vio en el casamiento una forma de cortar los lazos, pero a los seis años se separó. Tiene un hijo, Lucas Emanuel –“dos nombres bíblicos” destaca– que ya tiene 31 años y está en la Prefectura.
Para enfrentar sus años de soledad cuando su hijo se fue a estudiar, empezó con psicólogo y psiquiatra y dijo que en el grupo que formaron con otros familiares de víctimas se consuelan unos con otros.
En los actos conmemorativos, que se hacen los 12 de septiembre a la hora del atentado en la esquina de Junín y Rawson donde hay un monumento, Silvina se encontraba con López, quien había cambiado el turno con su papá. El hombre le pedía perdón llorando, porque por ese cambiazo ella había perdido a su papá, pero ella siempre le respondió que así era el destino. López, chaqueño, murió durante la pandemia.
Se siente a la deriva, porque para la sociedad y la justicia sus muertos se murieron y nada más, y que cayeron en el olvido, y se indigna cuando les endilgan el rótulo de “genocidas”, si ella solo tenía 11 meses. Aseguró que hay muchas víctimas inocentes de una larga lista plagada de civiles.
Ella se gana la vida como profesora de patín y vive en Fray Luis Beltrán, que forma parte del Gran Rosario. En noviembre cumple los 50 años y hoy viernes estará presente en el acto, programado para las cuatro de la tarde en la esquina en cuestión.
Según explicó Orlando Gauna, de Afavita Santa Fe, hace dos meses se cursaron invitaciones al gobernador, al intendente de Rosario, al jefe de Policía provincial y al titular de la Unidad Regional 1, y hasta el cierre de esta nota no obtuvo respuesta de ninguno. Gauna remarcó que la policía suele hacer un acto a puertas cerradas y temprano por la mañana colocan una ofrenda floral en el muro de dos por dos metros, pintado de azul y blanco donde se exhiben placas recordatorias, en Junín y Rawson.
Gauna explicó que hace cerca de 12 años que se organiza el acto, pero desde el regreso de la democracia fue un hecho ignorado y soslayado por el poder político y policial.
Gracias a su abuela Delfina, Silvina atesora recuerdos y muchas fotos de su papá, así como la bandera argentina que cubrió su ataúd. Pero, sobre todo gracias a esa anciana que falleció hace seis meses, supo quién fue y cómo era ese fanático de Rosario Central. Y esa bebé de 11 meses confiesa que sabe que, desde donde esté, él la ayuda y la acompaña. Como si nunca se hubiera ido.
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