Si bien no es la capital de Australia, es indudable que Sydney es su ciudad más emblemática. Con solo observar una postal de la increíble Ópera, ahí no más, casi sobre el mar, o del imponente Sydney Bridge, ese puente metálico que completa la escenografía, uno enseguida identifica esa imagen con el país oceánico. Precisamente hacia ese coloso metálico nos dirigimos, atravesando una zona conocida como The Rocks y luego por Circular Quay, el enclave desde donde parten y arriban los ferries de la ciudad.
Llegamos hasta el estribo en el sur del puente e ingresamos por el sector habilitado para el ascenso. Allí nos encontramos con Richard, nuestro guía, quien nos conduce por pasillos y habitaciones hasta llegar al sitio en donde nos proveen de elementos de seguridad que incluyen un arnés, ganchos y cuerdas de sujeción, obligatorios para continuar el camino. Me traen una pipeta y me indican que debo soplar: un test de alcoholemia, que asegure mi equilibrio y control de mis emociones, también es un requisito indispensable.

Provistos de un traje azul y negro comenzamos el recorrido junto a Richard, enganchando el arnés a un cable de acero que acompaña a la pasarela de ascenso durante todo el camino. Otro elemento que llevamos son unos auriculares, vinculados a un micrófono que lleva nuestro guía, de manera de poder escuchar toda la información que nos brinda, ante el obstáculo que puede presentar el viento o los ruidos ambientes.
Construido en 1932, el puente es el foco central de diversas celebraciones de la ciudad, como lo fue en el 2000 al anunciarse los Juegos Olímpicos o como sucede en cada temporada para recibir con fuegos artificiales la llegada del año nuevo.

El primer tramo transcurre sobre la parte inferior del puente, pudiéndose distinguir la estructura soporte. Miro hacia abajo y veo el agua, mientras que hacia arriba distingo el tráfico vehicular, con autos que circulan hacia uno y otro lado. Minutos después la situación cambia cuando en nuestro ascenso quedamos a la par del enjambre de autos, y luego, cuando ya quedan más abajo.
La vista se va haciendo cada vez más grandiosa a medida que subimos hacia el tablero superior, con una increíble perspectiva de la Ópera con su particular fisonomía, en especial en el horario en el que estamos ascendiendo, ya que es el momento en el que la luz cálida del atardecer baña toda su superficie.

En el trayecto recibimos información por parte de Richard; el puente tiene 52 mil toneladas de acero y es el de dicho material construido en arco más grande del mundo. Su punto más elevado llega a 134 metros y desde allí se observa toda la Bahía de Sydney que dibuja el irregular perímetro costero de la ciudad, destacándose por supuesto el edificio de la Ópera y la zona del Jardín Botánico Real, que ocupa cerca de treinta hectáreas.
Hacia el oeste, como una postal donde el sol se está escondiendo, justo en el momento en el que llegamos a la cima, están las Blue Mountains, las Montañas Azules, a unos ochenta kilómetros, las que, coordinadas con el disco solar nos regalan un paisaje impresionante. En el trayecto fuimos casi siempre solos, aunque hay mucha gente que sube, turistas de todo el mundo, por supuesto, pero también muchos australianos que lo reconocen como un símbolo del país.

Como casi todos los que llegan al punto más alto, somos retratados posando con los brazos en alto, con la Ópera como fondo, como un recuerdo del tour por el gigante metálico.
Existen cuatro tipos distintos de visitas para explorar al puente, teniendo todas ellas en común la vivencia de una experiencia inolvidable. Para algunas personas puede llegar a ser más especial aún, ya que existen opciones de pedidos de matrimonio.
Sólo hacen falta ganas y un mínimo estado físico para realizar la escalada, como por ejemplo, Lloyd Poulton, un casi nonagenario australiano que ya lo escaló más de cien veces. Al fin y al cabo cada travesía es única, irrepetible. Con cada ascenso al puente de Sydney se descifra un secreto de la ciudad.
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