
Fueron tantos muertos al mismo tiempo, fue tan salvaje e inédita esa forma de asesinar, que a los sobrevivientes de los bombardeos nucleares que Estados Unidos desplegó sobre Hiroshima y Nagasaki se les puso un nombre que los identificara. Que avisara que llevaban sobre sus espaldas esa cicatriz. “Hibakusha” quiere decir “persona bombardeada” en japonés y refiere a quienes fueron víctimas del ataque y vivieron para contarlo.
La palabra se inventó después de los fatídicos bombardeos nucleares a civiles que Estados Unidos lanzó sobre las dos ciudades japonesas el 6 y el 9 de agosto de 1945, hace ochenta años. Desde que el país asiático había atacado la base norteamericana en Pearl Harbour, Estados Unidos planeaba su venganza.
En los ataques a Hiroshima y Nagasaki, entre las víctimas inmediatas y las que no sobrevivieron a las heridas, las quemaduras o las afecciones respiratorias posteriores, murieron casi 250.000 personas.
Los efectos de la radiación impactaron en la población, que padecía desde fiebre y vómitos hasta daños irreversibles en la médula ósea. Sus cuerpos no estaban en condiciones de combatir infecciones ni de recomponer las células dañadas. A esa crisis sanitaria había que sumarle otra gravísima: casi el 90% de los médicos y enfermeras de Hiroshima estaban muertos o heridos.
El daño a mediano y largo plazo también se hizo sentir. Crecieron los casos de leucemia, especialmente entre los niños. También los diagnósticos de cáncer de pulmón, hígado, colon, estómago y tiroides.

En el plano de la salud mental, abundaban las personas con síntomas del trastorno de estrés postraumático. Además, y por si no hubieran padecido lo suficiente, como durante décadas se creyó que el impacto de la radiación podía contagiarse por cercanía a un “hibakusha” o que esos sobrevivientes podían transmitir esa carga a nivel genético, fueron discriminados a la hora de encontrar pareja y tener hijos y también a la hora de conseguir trabajo.
Pero las personas que atravesaron esa masacre y no perdieron la vida en el ataque no fueron los únicos seres sobrevivientes. Hubo unos 170 árboles que también se mantuvieron en pie en Hiroshima a pesar de la descarga nuclear. Y el retoño de uno de esos árboles está en Buenos Aires.
Un refugio verde en medio de la masacre
El jardín Shukkeien, una de las reservas botánicas más cuidadas de esa ciudad japonesa, está a menos de dos kilómetros del epicentro en el que detonó la bomba radiactiva que destruyó Hiroshima. La devastación fue prácticamente total. Pero incluso en un primer momento el jardín se convirtió en una de las pocas fuentes de esperanza para quienes corrían desesperados para intentar salvar (literalmente) su pellejo.
Es que entre quienes fueron alcanzados de cerca por la bomba -pero aún así sobrevivieron al menos los primeros minutos- hubo quienes corrieron lo más rápido posible a ese pulmón verde de la ciudad. Aunque alcanzado por la ola de altísima temperatura y por la radiación, no dejaba de ser una reserva que, por su enorme vida vegetal, podía ayudar a bajar la temperatura.

El jardín tiene un lago y acceso a un río que bordea la ciudad. Las víctimas, que en algunos casos escapaban del epicentro con pedazos de piel colgando apenas de sus uñas, buscaban como podían esas aguas para aliviar sus quemaduras en medio del caos absoluto.
El extenso espacio verde, que hoy es un sitio de memoria además de una reserva botánica, sucumbió casi totalmente al ataque. Pero hubo -y hay hasta hoy- “hibaku jumoku”, es decir, árboles que sobrevivieron a la explosión nuclear. Actualmente, unos 30 de los 170 árboles que se mantuvieron en pie en la ciudad se ubican en el mismo lugar en el que los encontró la bomba. Los demás fueron trasladados a otros puntos de Hiroshima.
Shukkeien es el corazón de esa supervivencia verde. Por su importancia como gran pulmón verde de la ciudad y por su extrema cercanía al epicentro de la detonación. A lo largo del tiempo, miles de “hibakusha” y sus familiares se han ocupado de preservar esos árboles, de convertirlos en un símbolo de la resiliencia y la memoria. Incluso han destacado, a lo largo de las décadas, cómo la detonación dejó a muchos de esos árboles “mirando” hacia el epicentro de la masacre.
Los “hibakusha” consideran eso un recordatorio permanente de la tragedia que les tocó sufrir y de la importancia de mantener vivo el recuerdo de sus muertos. Por ser el más añoso de los ejemplares sobrevivientes en el jardín Shukkeien, hubo un árbol que se volvió un emblema: es un ginkgo biloba de unos 300 años.
Un “eslabón perdido” resiliente
Mucho antes de que Estados Unidos arrasara con Hiroshima y Nagasaki, el ginkgo biloba ya era un sobreviviente. El propio Charles Darwin se había referido a especies como la suya como “fósil viviente”. Es que se trata de un tipo de árbol que ya estaba presente hace unos 190 millones de años y de cuya “familia evolutiva” ya no queda ningún “pariente”: todos se extinguieron.

En cambio, el ginkgo logró adaptarse y sobrevive en la actualidad, aunque sólo se reproduce en estado silvestre en una reserva natural de China. Los monasterios budistas fueron, durante miles de años, un lugar en el que la especie fue especialmente preservada, casi venerada. En el siglo XVIII, el ginkgo llegó a Europa.
Y entrado el siglo XXI, unas 160 semillas del ginkgo más antiguo de los que sobrevivieron en Hiroshima llegaron a Buenos Aires, una ciudad en la que pueden encontrarse casi mil ejemplares de esa especie.
El viaje de las semillas fue parte de la iniciativa Green Legacy Hiroshima (Legado Verde Hiroshima), impulsada por sobrevivientes y familiares de sobrevivientes del bombardeo de 1945 para que la memoria sobre la masacre sea global.
“Las semillas llegaron al jardín enviadas desde Hiroshima, las germinamos acá y en 2019 plantamos uno de los ejemplares germinados”, le cuenta Iván Akirov, curador del Jardín Botánico de Buenos Aires, a Infobae. “Son árboles que pueden vivir unos trescientos años y que, siendo adultos, llegan a medir 25 metros”, suma.

El ginkgo heredero del “hibaku jumoku” de Hiroshima es uno de los cinco -el más joven- que se pueden ver en el Jardín Botánico. Es el más joven de la especie de los cinco que están en ese espacio verde con alrededor de 3.000 ejemplares al aire libre, y como los otros cuatro ginkgos, ahora mismo está completamente vacío de follaje.
Su “temporada alta” es en otoño, cuando las hojas -que tienen forma de abanico- se tiñen de un amarillo brillante, casi dorado. Cuando el otoño se va convirtiendo en invierno y las hojas caen, las inmediaciones de cualquier ginkgo se “alfombran” de esos colores y se vuelven una postal para los que van por la calle atentos al paisaje.
Ni siquiera hace falta entrar al Jardín Botánico para apreciar al “heredero” de Hiroshima. Se ve desde la avenida Santa Fe, aunque ahora mismo sea un tronco bajito, joven y desprovisto de follaje. Pero tal vez cueste identificarlo.

Es que ningún cartel informativo avisa cómo llegó hasta ahí ese árbol todavía chiquito. En ningún lado dice que las semillas viajaron unos 18.000 kilómetros desde Hiroshima hasta las inmediaciones de Plaza Italia. Ni que está plantado en el Jardín Botánico desde 2019, después de que sus biólogos lo germinaran y cuidaran como se cuida la vida frágil. En ningún lado -y ojalá eso cambie pronto- se recuerda la historia de este árbol, nacido en medio de la muerte.
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