
Ese lunes Hipólito Yrigoyen, el primer presidente depuesto por un golpe militar, entró en un sopor del que no saldría. Agonizaba en una modesta habitación de la casa de Sarmiento 944, en la que la única decoración era una imagen de la Virgen colgada arriba del respaldo de la cama, y en la mesa de luz se destacaba un crucifijo de plata.
Rodeado de familiares y amigos, recibió la extremaunción y a las 19:21 falleció en la tarde desapacible del 3 de julio de 1933. Nueve días después hubiera cumplido 81 años.
La gente que esperaba noticias en la calle no necesitó de un anuncio especial: cuando se abrieron las puertas del balcón y el médico Juan Tamborini, diputado durante la primera presidencia de Yrigoyen, invitó a los presentes a descubrirse, las palabras sobraron. Algunos lloraban, otros se arrodillaron, muchos vivaron el apellido del expresidente y todos cantaron el Himno.

Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen fue dos veces presidente, el primero en ser elegido por la ley Sáenz Peña, víctima del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 y referente de la Unión Cívica Radical desde el suicidio de su tío, Leandro N. Alem.
Los militares golpistas no tuvieron reparo en encarcelarlo en la isla Martín García cuando lo desalojaron del poder, lo que perjudicó aún más su salud ya deteriorada. A comienzos de 1933, los médicos Roque Izzo, Pedro Escudero, José Tobías y Armando Meabe no lograban determinar un diagnóstico certero. Yrigoyen arrastraba problemas respiratorios y digestivos y tenían temor de un posible cáncer de garganta por su acentuada ronquera.
Estas indefiniciones llevaron a los familiares a buscar una cura donde fuera: hablaron con un curandero, convocaron a un sacerdote capuchino que golpeaba las partes del cuerpo enfermas con trozos de queso y también llamaron a un japonés que aspiraba el mal del enfermo con solo apoyar su cabeza en el pecho.

En marzo se sintió mejor y le recomendaron otros aires para su recuperación. Había pensado en ir a Brasil pero se negó porque en el pasaporte querían poner “expresidente” y él insistía en que seguía siéndolo. Por eso eligió Uruguay.
Se embarcó hacia Montevideo el 5 de abril junto a Elena, su hija inseparable, la que había tenido a los 20 años con Antonia Pavón, y a la que nunca reconoció como a sus otros hijos, si bien siempre se ocupó de ellos. También viajaron Isabel Menéndez, su secretaria; el doctor Landó y el excomisario Fernando Betancour, un conservador que cambió de ideas políticas en cuanto lo conoció.

En la capital uruguaya tuvo entrevistas con políticos y tiempo para paseos y tres semanas después debió regresar de urgencia por el fallecimiento de su hermana Marcelina Yrigoyen de Rodríguez.
Los médicos le recomendaron hacer reposo por esa ronquera que no se le iba. Salvo por la compañía de su hija, su secretaria y un par de incondicionales, nadie lo visitaba. Sí recompuso la relación con su hijo Eduardo, con quien no se hablaba desde hacía veinte años.
El 1 de julio le diagnosticaron bronquitis aguda que a la noche se transformó en una bronconeumonía. Al día siguiente, se confesó con su amigo Fray Alvaro Alvarez y Sánchez. Luego se rezó una misa e Yrigoyen comulgó, y monseñor Miguel de Andrea le dio la bendición papal.

Primero fueron grupos aislados pero pronto fue una multitud la que se congregó ese día frente a su domicilio, ávidos de novedades. La demolición de muchas casas entre Sarmiento y Diagonal Norte abrió un gran espacio que enseguida fue copado por la gente, a la que no le importó ni el frío ni la llovizna.
El cuerpo fue embalsamado y lo vistieron con el hábito de los dominicos. Recién a las dos de la madrugada habilitaron la entrada a la gente, que a esa altura se calculó en cientos de miles. El velatorio duró dos días y medio.
Esa noche, frente a la casa de Yrigoyen, hubo una impresionante marcha de antorchas.
Hubo gestiones con el Gobierno para que autorizara que el velatorio fuera en el pórtico de la Catedral Metropolitana, o en el Convento de Santo Domingo, o bien en la Plaza Once de Septiembre o en la Plaza San Martín, como opciones de lugares más espaciosos. Al día siguiente a la tarde anunciaron que no se autorizaba ninguno de estos sitios y que solo se aprobaría levantar una tribuna en la entrada del cementerio.
A pesar de que su hija Elena rechazó por carta los honores oficiales, el Gobierno decretó honras fúnebres. Costó convencer a la juventud radical, que pretendió velarlo en una plaza, y hasta propusieron que fuera la de Mayo.

En el interín el ministro del Interior, el entrerriano Leopoldo Melo, referente de la corriente antipersonalista enfrentado a Yrigoyen, se acercó a la casa. Entre insultos y abucheos, no pudo ingresar y se retiró. Alvear salió a calmar a la multitud.
El 6, junto al coche fúnebre y los dos vehículos de acompañamiento llegó —a pesar de la negativa familiar— un escuadrón de Granaderos, enviados por el Gobierno, los que debieron retirarse por la hostilidad de la gente hacia el presidente Justo y los militares.
Al mediodía partió el cortejo a la Recoleta, con el ataúd de ébano platinado, con manijas de plata, cubierto por la bandera argentina. Lo esperaban multitudes sobre Diagonal Sáenz Peña, y sobre avenida de Mayo los comercios permanecieron cerrados. De ahí se dirigieron hacia el Congreso para tomar avenida Callao.
La voluntad de Yrigoyen fue la de ser sepultado en el Panteón de los caídos en la Revolución del Parque. Debieron descartar la carroza fúnebre. La gente —muchos habían viajado desde el interior— lo llevó a pulso. Fueron inútiles los esfuerzos del Escuadrón de Seguridad para mantener el orden. Las personas pinchaban a los caballos y tiraban fósforos encendidos a los policías.
Los que presenciaban todo desde un balcón, veían a una multitud que ocupaba todo el ancho de la calle y de las veredas, apretujada contra el ataúd, y por instantes se percibía el sonido de los pasos sobre los adoquines. Los presentes se disputaban el honor de llevar sobre sus hombros el féretro. En una oportunidad, de tanto bamboleo, cayó al piso.
Era una marea humana de hombres, mujeres, niños, ancianos, que rezaban, agitaban pañuelos, de pronto entonaban el Himno. De lo alto de los edificios colgaban retratos del muerto y hubo quienes se treparon a los techos de los tranvías para ver pasar el cortejo, que era encabezado por Alvear. Viajaron periodistas de países limítrofes, cuyos informes difundieron por los diarios y las radios.
Se demoró cuatro horas en llegar al cementerio, donde se efectuaron 21 salvas de cañones del regimiento 1 de artillería. Por la cantidad de gente se armaron dos tribunas, una adentro y otra afuera de la necrópolis. Como todo espacio resultaba insuficiente, los techos de las bóvedas aledañas fueron también copadas.
Los organizadores decidieron invertir el orden de la ceremonia. Primero depositaron el ataúd en el panteón y luego fue el turno de los discursos de Alvear, Honorio Pueyrredón, Horacio Oyhanarte, Amadeo Sabattini y Ricardo Rojas, entre otros.
Salvo algunos políticos, como Alfredo Palacios, no hubo pronunciamientos sobre la muerte del líder radical. El periodismo también puso lo suyo. Como a los 20 años se había hecho cargo, gracias a su tío Leandro Alem, de la seccional 14º de la ciudad, un diario tituló: “Murió el ex comisario de Balvanera”.
La contracara la brindó el Gobierno que no decretó asueto y amenazó con el despido a los empleados públicos que faltasen al trabajo para ir a las exequias. Los Gobiernos provinciales decretaron honores oficiales, la bandera permaneció a media asta y dieron asueto a sus empleados el día de la inhumación.

Ante semejante manifestación popular, la comparación resultó inevitable: el 29 de abril del año anterior había muerto de un cáncer de estómago en Francia el general José F. Uriburu, quien lo había derrocado. En esa ocasión, el cortejo fúnebre había sido planificado, con la participación de las Fuerzas Armadas y funcionarios, que acompañaron, desde el puerto a la Recoleta, a aquel que despreció la democracia e inauguró una triste y decadente etapa para el país.
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