
Este 4 de julio, Lilita Baldi cumple 66 años. Hace un tiempo, y como necesidad de expresarse de manera definitiva, decidió dejar que saliera todo el arte que tenía guardado dentro y que era demasiado para resumirlo entre los marcos de las telas que pintaba.
Así, la jubilada y artista autodidacta, que en el barrio de Caballito es conocida por ser la mujer que realizó un mural de 120 metros en una de las paredes del Hospital Durand, comenzó a cumplir su gran deseo: “Quiero dejar mensajes antes de irme a otro plano y cada mural tiene una temática de inclusión y empatía. Hice a modo de homenaje a nuestros soldados de Malvinas, para pedir por la liberación de la orca Kshamenk y muchos temas más”, cuenta.
Usando el arte musivo, una técnica milenaria que consiste en componer imágenes mediante la disposición de pequeñas piezas —llamadas tesserae— de cerámica, vidrio, piedra u otros materiales, Lilita despliega su arte. Aunque históricamente, esa técnica está asociada a la arquitectura bizantina y romana, en su caso adquiere una dimensión barrial, afectiva y contemporánea: utiliza fragmentos de platos, azulejos rotos, espejos, colgantes y objetos donados por vecinos para construir murales cargados de sentido. La cerámica, material predominante en casi todas sus obras, le permite no solo dar textura y durabilidad a las superficies, sino también conservar los vínculos afectivos que cada pieza representa en la memoria colectiva del barrio.
Con el arte en el alma
Desde siempre, Lilita sintió una atracción visceral por el arte, aunque nunca tuvo formación académica. “Siempre hice sola de manera autodidacta. Siempre pinté cuadros, hice artesanías, reciclé paredes. Hacía cosas para la familia y nunca me animaba a largarlo a la calle”, recuerda sus inicios la mujer oriunda de San Martín y que vive desde la juventud en Caballito, donde su vida giró en torno a la maternidad, el acompañamiento musical de sus hijos —“los ayudé en el tema de la música”, dice— y el cuidado cotidiano de sus nietos.
Pero todo cambió en 2021, cuando la construcción de una casa muy alta al lado de la suya le robó la luz. “Me deprimí porque me encerraron con un paredón, y ahí hice mi primer mural”, recuerda la manera de buscar su propio sol. Usó lo que tenía a mano: “Restos de cosas que encontré, de juguetes, de mosaicos, de colgantes de los Rolling Stone, cosas de mis hijos y mis nietos. Hice el primer árbol de la vida y me di cuenta de que eso me fascinaba”. Luego siguió haciendo murales en la planta alta de su casa.

Pero, aquel gesto íntimo de darle otro sentido a sus paredes se volvió necesidad pública. Pensando en sus vecinos, puso un cartel en su puerta que decía: “Todo lo que se les rompa, menos el alma, me lo traen”. Los vecinos respondieron. “Me tocaban el timbre como diciendo: ‘¡Esa está loca!’. Después aclaré qué tipo de objetos podrían ser y empezaron a traerme espejos, platos, collares rotos... Todo lo que está en los murales fue donación de los vecinos y de gente que pasaba, le gustaba y quería dejar su objeto”, cuenta.
Así convirtió el frente de su casa —una antigua vivienda, con terrazas y muros visibles desde la calle— en una especie de collage colectivo. “Yo no dibujo, no proyecto nada. Me paro frente a la pared y empiezo a armarlo... No sé qué es lo que pasa, pero pasan las horas y ahí estoy. Entro como en un limbo. Me abstraigo tanto que no escucho si pasan los coches o si alguien me saluda. Estoy en mi mundo. Por eso le puse ‘el mundo de Lilita’ a mi página”.

Médicos, Malvinas y el Muro de las Creencias
Lo que comenzó como una intervención doméstica se convirtió pronto en una expresión comunitaria. Después de insistir durante dos años, Lilita consiguió permiso para intervenir una pared de la esquina del barrio, justo frente a su casa.
“Había pasado la pandemia y yo había escuchado que les habían robado a unos médicos en La Plata. Me dije: antes los aplaudíamos en la tele; ahora les pagan mal y además les roban lo poco que ganan... Entonces hice un gran corazón en una de las paredes del Hospital Durand y puse: ‘Gracias, doctor’”, cuenta del primero de sus trabajos en el barrio, que más conmovió.
Pero eso que comenzó como un símbolo de gratitud a los médicos de la salud pública se convirtió en algo más grande. “Quise hacerlo diferente y se me ocurrió ponerle manos alrededor del corazón. Justo en ese momento, pasó el barrendero de la cuadra y lo llamé. ‘Freddy, venga y ponga la mano acá’, le dije. Y usé su mano como primer molde. La rellené con cerámicas y luego se convirtieron en 100 manos. Distintos referentes de la sociedad quisieron poner la suya: desde el rabino al cura, del abogado al barrendero. Pasaron todos por ahí”, narra orgullosa sobre el rol que su obra comenzaba a tener.

Cuando terminó, el mural parecía un árbol. Lo convirtió en un árbol gigante y le agregó un pequeño libro de madera donde escribió: “Esto es un tributo a todo el personal médico por lo que hicieron en pandemia y lo que siguen haciendo”.
Esa intervención es, en sí misma, un ejemplo de muralismo comunitario: una corriente artística latinoamericana que nació en el siglo XX con fuerte arraigo en México, pero que en contextos como el de Lilita se resignifica con materiales reciclados, temáticas sociales y participación colectiva. En su caso, el uso de cerámica —fragmentos de platos, azulejos, colgantes— no responde a criterios técnicos sino emocionales: cada pieza representa un vínculo, una historia, un gesto de confianza.
Así nació también el Muro de las Creencias, una de sus obras más emotivas. “Hice un muro donde cada uno me trajo la representación de aquello en lo que cree. Una chica me trajo la Virgencita de Luján, un adolescente una bombilla porque creía en tomar mate con sus amigos. Otro me trajo una llave porque soñaba con tener un departamento propio. Y el que más me emocionó fue una nena que me trajo su chupete porque creía que no lo iba a usar más... Así también me fui dando cuenta de que esto me excedía”.

También llegaron recuerdos simbólicos de la infancia de otros vecinos y gente que vivía mucho más lejos y hasta el prendedor que le regaló la actriz Zulema Galperín, vecina suya. “Ella comenzó su carrera de actriz siendo grande y me regaló el prendedor que le habían dado en la Casa del Teatro. Está en el muro de las creencias”, recuerda.
Los chicos más grandes del barrio fueron los que impulsaron otra creación entrañable: la Ciudad del Ratón Pérez. “Muchos me decían: ‘Gracias a vos, ahora mi hijo le pide al Ratón Pérez’. Claro porque desde hace un tiempo es el Hada de los Dientes. Entonces, les pedí a los más chiquitos que hicieran sus versiones del ratón así yo alrededor ponía los mosaicos. Y terminé haciendo una ciudad con casitas, y las puertas son dientes en cerámica que me mandaron hasta de General Pinto, que está a más de 350 kilómetros de distancia”, destaca.
Lilita nunca cobró por su arte y rechaza todo tipo de retribución. “La plata contamina el arte”, asevera. Dando sus motivos, explica: “Todo lo hago con lo que me donan los vecinos y porque a ellos también les representa algo. Hubo una chica que me conmovió: vino llorando a contarme que se le rompió el plato de su bobe, que tenía inscripciones en hebreo. Y yo se lo pegué en el mural. Me contó que cada vez que pasa y lo ve, se emociona. Eso es lo que quiero: devolver todo ese significado a la gente”.
En otra intervención, homenajeó a los excombatientes de Malvinas. En el colegio Dámaso Centeno —donde estudió de adulta para terminar el secundario— realizó un mural del mapa de las Islas Malvinas (con restos de materiales de las aulas que reformaron) y dibujos de manos de veteranos. “Vinieron manos de todo el país. En total, sesenta”, cuenta. También hizo otro mural de las Islas en una de las paredes del hospital del barrio. Ese tuvo una donación especial. “Uno de los exsoldados del barrio me regaló un cenicero que le habían dado al año de la guerra. Lo pegué ahí, en las Malvinas del Durand”, cuenta emocionada y admite que ese es uno de los que más la movilizaron.
También hizo esculturas en fachadas de negocios del barrio: una óptica, una luthería, una casa de bolsas. Todo con objetos rotos y donados. Y todos tienen una historia detrás. “Una vez me ofrecieron pagarme y les dije que no, que lo hago por amor. Quiero que entiendan que soy una loca que lo hace por el barrio”.

A los 50 años, Lilita decidió terminar la secundaria en uno de los CENS (Centros Educativos de Nivel Secundario para adultos). “Durante mi adolescencia tenía ataques de pánico y no pude terminar la secundaria. Antes no entendía lo que era un ataque de pánico, pero sucedía que metían una bomba en el colectivo, se escapaban presos o les rapan la cabeza a mis compañeros que tenían el pelo largo. Fue una etapa horrible la adolescencia en Villa Ballester y me faltaba terminar 5º año. Y había un CENS en el Durand y me anoté“.
En ese momento, no encontraron los analíticos ni papeles que certificaran los años que había cursado. “Me dijeron que hiciera todo de nuevo. Me anoté desde primer año y en tres años la terminé, pero al año y medio de ya estar cursando, aparecieron... Yo seguí todo igual. Hasta salí con el mejor promedio de la cursada y por eso me regalaron una bicicleta, que se desarmaba, pero no importó”, cuenta entre risas. Hoy, a sus 66, dice que no piensa parar de crear.
“Ahora, en octubre, voy a hacer un mural con los chicos de la escuela Islas Malvinas, en Aguas Verdes. Me mata de felicidad es proyecto. No veo la hora de comenzarlo”, finaliza.
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