Testigo magnánimo de la historia. Altivo y solitario; adorado y consagrado. Lo llaman lahuán (alerce en mapuche), y quienes crecieron cerca de él aseguran que sus ramas murmuran la historia secreta del bosque cuando el viento sopla fuerte y que en su tronco —rugoso, hondo, casi herido por los siglos— habita una memoria tan antigua que no pertenece a los humanos. El Alerce Abuelo vio pasar más de 2.620 inviernos: nació cuando el mundo aún era más bosque que frontera, antes del cristianismo y mucho antes de la historia argentina.
Mide 57 metros y en su interior (de 2,80 metros de diámetro) guarda los sonidos lejanos de la Revolución de Mayo, los de la Conquista del Desierto; incluso conoce los rastros que pisaron el continente, que no deja de transformarse. El Abuelo pertenece a una de las especies más longevas del planeta, Fitzroya cupressoides, y su presencia es un recuerdo de la fragilidad de la vida humana ante la majestuosidad de la naturaleza. Él simplemente está de pie, no necesita ser visto para existir, y se alza en las profundidades del Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, en una de las zonas más húmedas y verdes del sur argentino.
Allí, entre barbas de viejo, cipreses y coihues, lengas y arrayanes, sigue siendo vigía del tiempo; y, como todo sabio, conoce los secretos del bosque y los guarda en silencio. Para los pueblos mapuche y tehuelche, es un espíritu del bosque, un ser sagrado que protege la tierra y vincula a los vivos con los que ya no están.
Nadie lo plantó. Nadie lo vio nacer. Y sin embargo, lleva en sí la huella de todo lo que ocurrió a su alrededor: era solo un tallo delgado cuando comenzaba a escribirse la historia de Roma; ya era un joven árbol cuando las pirámides de Teotihuacán ni siquiera habían sido imaginadas y la palabra América aún no existía. Cada 28 de junio, se celebra el Día Mundial del Árbol, una oportunidad para recordar que en ellos habita la memoria y que plantar, cuidar y respetar un árbol es cuidar la historia y el futuro.

El árbol que aún resiste en Chubut
Llegar a él no es fácil. Será por eso que aún sigue vivo. Está parado en las profundidades del Parque Nacional Los Alerces, entre laderas húmedas, lagos y en un bosque que parece detenido en el tiempo. El Alerce Abuelo vive en el corazón del Alerzal Milenario, un sector de acceso restringido al que solo se llega navegando el Lago Menéndez y luego caminando entre coihues, cipreses y plantas autóctonas que se aferran a la tierra empapada.
Cuando el colono español Simón de Alcazaba y Sotomayor bordeó por primera vez las costas de lo que hoy es Chubut, en 1535, enviado por los reyes de España, El Abuelo ya era un gigante maduro, con más de dos mil años encima... Aunque nadie que pudiera dañarlo lo había visto, permaneció oculto, protegido por la humedad persistente del bosque andino patagónico, donde la lluvia cae más de 4.000 milímetros al año y el suelo respira un verdor que nunca se extingue.
Allí, la vida avanza con una lentitud solemne. La Fitzroya cupressoides, su especie, crece apenas un milímetro por año, pero puede vivir milenios. Su madera rojiza, resistente a la putrefacción, fue durante siglos objeto de deseo: casas, techos, durmientes de ferrocarril. Muchos cayeron. Él no. Tal vez porque quienes lo conocían lo mezquinaban a otras miradas, tal vez porque estaba lejos de todo o porque supo esconderse. O porque el bosque lo defendió.

Recién en 1926 su existencia fue documentada oficialmente: el botánico tucumano Miguel Lillo, de paso por la región en una expedición científica, se topó con este árbol imponente. Fascinado por su tamaño y por lo que intuía como una antigüedad extraordinaria, recomendó su protección. Décadas después, esa sugerencia se convertiría en una de las razones fundacionales del parque nacional que hoy lo resguarda.
Y así, el Alerce Abuelo sigue allí, altivo, en silencio. Calzado de musgo, rodeado también por radales y lianas que se entrelazan en la penumbra verde. En sus sombras se mueven silenciosos el pudú, el gato huiña y el huemul, que aún sobrevive allí como Monumento Natural Nacional. El Río Cisne y el Lago Menéndez atraviesan el paisaje con aguas frías y profundas, y desde sus orillas, todo parece estar contenido en un equilibrio ancestral.
Esta región forma parte de la Reserva de Biosfera Andino Norpatagónica y fue declarada Sitio Patrimonio Mundial por la UNESCO en 2017, reconociendo su valor ecológico y cultural. Este reconocimiento internacional refuerza su protección y obliga al Estado argentino a conservar el área.
Una leyenda enraizada en el tiempo
Para los pueblos mapuche y tehuelche, los alerces no eran simplemente árboles. Eran espíritus tutelares, ancestros que habían elegido enraizarse para cuidar el mundo desde la quietud. Cada lahuán era un guardián del equilibrio natural, y los más antiguos, como el Abuelo, eran considerados sabios silenciosos, capaces de escuchar el murmullo de los siglos.
Según la tradición oral mapuche, los antepasados se comunicaban con los árboles a través del viento. Los sonidos del bosque eran mensajes. Y quienes sabían escuchar —no con los oídos, sino con el alma— podían entender lo que la tierra necesitaba. Talarlos, entonces, era mucho más que solo destruir la naturaleza. Era romper un lazo con lo sagrado.
El Alerce Abuelo, por su edad, por su tamaño, por lo que representa, se convirtió con el tiempo en una figura casi totémica. Está protegido por ley y, desde 2017, forma parte del área que la UNESCO declaró Patrimonio Mundial: más de 180.000 hectáreas de bosques andino-patagónicos conservados, libres de intervención humana directa. Sin caminos ni infraestructura invasiva, apenas un sendero mínimo permite a algunos acercarse con respeto.
A su alrededor, no hay multitudes ni ruido. Solo caminantes que, de vez en cuando, lo rodean en silencio, que le dejan piedras, deseos, algún susurro. Hay quienes buscan abrazarlo. Hay quienes lloran a su lado... Porque el Abuelo es historia, memoria viva. Una presencia que confronta a las personas con su finitud y fragilidad. Es un espejo de lo que aún queda en pie, y de lo que aún puede salvarse.

El Gran Abuelo y el Methuselah, los otros sabios
Más allá de los Andes, en la región de Los Ríos, al sur de Chile, otro anciano vegetal resiste el paso del tiempo. El Gran Abuelo, tendría una edad estimada mayor a los 5.000 años, según investigaciones lideradas por el ecólogo chileno Jonathan Barichivich. Se trataría del árbol más longevo del planeta, que pelea con el Methuselah (Matusalén), un pino de Bristlecone (Pinus longaeva) que crece a 3.000 metros de altitud en las Montañas Blancas, en el este de California.
El Gran Abuelo es también un alerce patagónico, como el que vive en Chubut. Su tronco, retorcido y herido por dentro, tiene un diámetro superior a los cuatro metros. Crece en el Parque Nacional Alerce Costero, en un rincón de selva húmeda. Allí, entre raíces que se hunden como venas en la tierra oscura, permanece desde antes de las civilizaciones mesopotámicas, antes de las pirámides, antes de casi todo.
A diferencia del Alerce Abuelo argentino, la edad del Gran Abuelo no pudo determinarse por completo mediante barrenas tradicionales: su centro está deteriorado. Por eso, Barichivich utilizó métodos no invasivos y modelos estadísticos para estimar su longevidad. Aunque el estudio aún no fue revisado por pares, plantea un dato asombroso: este árbol podría haber nacido hace más de cinco milenios, cuando aún no existía la escritura.

Hasta el momento, el árbol más antiguo con edad comprobada científicamente es el Methuselah. Tiene 4.850 años según el conteo de anillos. Para protegerlo, su ubicación exacta se mantiene en secreto. Aunque Methuselah no es grande ni llamativo y no tiene la imponencia del alerce, su tronco compacto y su copa torcida resisten los vientos más duros del hemisferio norte. Como si la longevidad no requiriera belleza, sino paciencia.
Día del Árbol: el idioma de la Tierra
Detenerse frente a un árbol que vivió 2 mil, 4 mil o 5 mil años, es ver cómo el tiempo se desdibuja. De lado quedan relojes y calendarios para medir el paso del tiempo. Sólo están las capas de corteza, en silencios densos, en anillos que cuentan historias sin decir palabra. Cada uno de estos árboles es un archivo viviente, una biblioteca natural sin escrituras. Pero también —y sobre todo— son maestros: enseñan a resistir, a adaptarse sin rendirse, a permanecer sin perder el alma.

La ciencia los estudia, mide sus edades, preserva sus datos. Las comunidades nativas aún los honran, los protegen, les hablan en voz baja. Con el objetivo de protegerlos, desde 1969, cada 28 de junio se celebra el Día Mundial del Árbol, fecha institucionalizada por recomendación del Congreso Forestal Mundial en Roma, bajo el auspicio de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
Desde entonces, su conmemoración tiene el objetivo de resaltar el valor de los árboles como pilares fundamentales para la vida en la Tierra: purifican el aire, conservan el suelo, protegen la biodiversidad y mitigan el cambio climático. Porque todavía hay árboles que recuerdan lo que fuimos y lo que podríamos volver a ser.
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