
Un hombre frustrado, una ducha, una cena familiar y algunos chocolates. Todo eso fue necesario para que hace casi sesenta años a un hombre se le ocurriera una idea que revolucionó el funcionamiento del mundo financiero y que sigue vigente hasta nuestros días.
El 27 de junio de 1967, hace exactamente 58 años, se inauguró el primer cajero automático del planeta. Fue idea de John Shepherd-Barron, el hombre frustrado, y fue instalado por Barclays Bank en Enfield, un suburbio a cuarenta minutos del centro de Londres.
Shepherd-Barron había nacido en el territorio británico que luego sería la India y vivía en Escocia. Trabajaba en una papelera y fábrica de impresoras de la que llegó a ser director general. Vivía en una zona más bien rural de su país natal y tuvo que viajar a Londres para, entre otras cosas, cobrar un cheque en la filial que su banco tenía en la capital inglesa.
Pero en vez de dar con el dinero, dio con un problema: el banco había cerrado antes del horario habitual y ya no había manera de conseguir el efectivo. Shepherd-Barron tenía su pasaje de vuelta y los bolsillos vacíos. Así que, con toda razón, se frustró.

Volvió a Escocia en tren y esa misma noche, mientras se bañaba -casi en una escena digna de que Arquímedes gritara ‘¡Eureka!’- tuvo una idea. Había que diseñar una máquina que diera acceso al dinero que cada cliente tenía en su cuenta bancaria por fuera de los horarios de atención al público. Había que construir un cajero automático.
La inspiración de Shepherd-Barron venía del mundo de los dulces: para ese entonces, ya estaban inventadas las máquinas expendedoras de chocolates. Lo que había que hacer era adaptar ese diseño para que, en vez de entregar dulces, entregara dinero en efectivo.
Pero eso requeriría algunos inventos intermedios, porque para expender libras esterlinas el banco debía asegurarse, a través de algunas medidas de seguridad, de que se las estaba entregando a la persona correcta.
El primero de esos inventos fueron unos cheques especiales, cada uno equivalente a 10 libras esterlinas, que en su composición incluían Carbono-14. Se trata de una sustancia levemente radiactiva que la máquina podría detectar y, así, constatar que el papel que ingresaba era realmente uno de los cheques que podía intercambiarse por efectivo.
En esa instancia, el cliente debía, de antemano, presentarse en el banco para recibir la cantidad de cheques especiales equivalente al dinero del que querría disponer a través de los cajeros, en el momento en que decidiera retirarlo. En el momento en el que se otorgaban los cheques, el banco disponía del dinero de ese cliente para distribuirlo en cajeros automáticos.

El invento que había ideado Shepherd-Barron era tan revolucionario que la inauguración de ese primer cajero automático en Enfield fue todo un acontecimiento en el Reino Unido. El entonces famoso comediante Reg Varney fue convocado especialmente para ser la primera persona en retirar dinero de esa máquina que estaba a punto de cambiar las reglas del mercado financiero.
Apenas un tiempo después de esa inauguración se puso en marcha otra medida que conservaría la presencia de una verificación de seguridad, aunque ya no requeriría el paso previo por la entidad bancaria para retirar cheques. James Goodfellow, un ingeniero también escocés, hizo un aporte fundamental: a él se le ocurrió que, en vez de cheques con Carbono-14, se usara una tarjeta magnética que permitiera identificar al cliente.
Además, fue el creador de la tecnología PIN (Número de Identificación Personal, según sus siglas en inglés), que obligaba a cada cliente a establecer una contraseña que sirviera como reaseguro al momento de acceder a sus fondos bancarios.
La cantidad de dígitos del PIN se dirimió en una conversación entre Shepherd-Barron y su esposa, en una cena familiar. Él le preguntó a ella qué cantidad de dígitos sería capaz de recordar sin dificultad. Él propuso seis, pero ella alegó que cuatro, que más podría empezar a resultar confuso. Así se determinó que las contraseñas debían estar integradas por cuatro números, regla que sigue vigente casi sesenta años después.
Desde aquel primer cajero automático en Enfield a este 2025 el universo financiero sufrió enormes cambios. El mundo digital es cada vez más portátil y eso hace que sea posible manejar muchos movimientos bancarios desde el teléfono que llevamos en el bolsillo. Además, ya no hace falta ir a un cajero automático para conseguir efectivo: ahora puede obtenerse en la caja de un supermercado o en la de una farmacia.

Además de dinero expresado en las monedas de cada Estado o comunidad de Estados, hay reserva de valor en monedas que sólo existen virtualmente y cuyas cotizaciones, aunque fluctúan, no paran de crecer. Nada de eso era imaginable cuando Shepherd-Barron se metió en la ducha, pensó en las máquinas de chocolates y se sacó la frustración de encima inventando él mismo la solución a que el banco estuviera cerrado.
Pero aunque ya no son tan necesarios en los grandes centros urbanos, todavía hay casi 3 millones de cajeros automáticos en el mundo. Siguen siendo ya no sólo una máquina que provee dinero, sino también una terminal en la que se pueden hacer depósitos, pagar servicios o el resumen de la tarjeta de crédito, entre otras tareas.
Son un recurso fundamental en las zonas en las que no llega a instalarse una sucursal bancaria pero sí una terminal automatizada. Son, también y en los contextos de mayor vulnerabilidad, el techo que encuentran cotidianamente cientos de personas en situación de calle.
Están vigentes y siguen siendo una solución cuando el banco todavía no abrió o ya cerró. Como le pasó a John Shepherd-Barron en 1967, cuando los horarios de oficina lo hicieron enojar y las expendedoras de chocolate lo hicieron pensar.
Conectado con el mundo corporativo por su propia actividad, el inventor escocés no tardó en venderle la idea a Barclays. El éxito de ese primer cajero fue inmediato y el contagio también. El invento llegó para quedarse. Hasta hoy.
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