
La Esquinita es un altarcito. Quiero decir, si en los cafés de Buenos Aires, en un rinconcito de los estantes detrás de sus barras, se veneran santos religiosos, imágenes paganas, fotos familiares, trofeos de campeonatos de algo y objetos en desuso, entonces el café bar La Esquinita, en su totalidad, es eso.
Según la liturgia de la Iglesia Católica, el altar es una mesa rectangular donde el sacerdote celebra la misa. Pues La Esquinita es un café rectangular. Ocupa la planta baja de un edificio de los años 60 que, en verdad, fue concebido para albergar a dos locales comerciales separados, pero que desde un principio funcionó como uno solo. Y fue un café bar de esquina.
La Esquinita está ubicada en la esquina noreste de la avenida Independencia y Tacuarí. Para muchos ese rincón pertenece a San Telmo. Pues no, es Montserrat. ¿Entonces San Telmo debe estar enfrente, al otro lado de Independencia? Tampoco, esa vereda le corresponde a Constitución. El límite este de San Telmo es la calle Piedras.

La confusión de límites surge porque la construcción de la Avenida 9 de Julio le hizo perder relevancia a los viejos contornos barriales. Mejor dicho parroquiales. Lo explico: en barriología y diversidad cultural, el historiador e investigador Ángel Prignano, revela que “la primera división por barrios de la ciudad de Buenos Aires surgió de la necesidad que tenían los españoles de reprimir el contrabando. Una forma de hacerlo era poner un territorio bien delimitado a cargo de una persona de confianza para que entendiera de celar el modo de vida de los vecinos”.
En 1734 el gobernador Miguel de Salcedo, cuando todavía no éramos Virreinato, creó ocho cuarteles o barrios y designó un comisario en cada uno de ellos. Señala Prignano que “treinta y cinco años después, por Real Cédula del 8 de julio de 1769, quedó oficializada la primera división eclesiástica con la creación de seis parroquias: San Nicolás, El Socorro, La Concepción, Montserrat, La Piedad y Catedral”.
Y fue Vértiz, ya como virrey del flamante Virreinato del Río de la Plata, en 1778, quien organizó administrativamente la ciudad en seis cuarteles cuyos territorios coincidieron con las parroquias mencionadas. De los nombrados, solo San Nicolás y Montserrat mantuvieron sus nombres. Un siglo más tarde de su creación, La Concepción se convirtió en Constitución.

La parroquia Purísima Concepción está ubicada en diagonal a La Esquinita. Según el sitio BA Iglesias, es la más antigua de la ciudad. El proyecto de construcción data de 1727. Finalmente, se inauguró en 1733. En 1740 se celebraron los primeros bautismos y en 1749 se la nombró viceparroquia de la Catedral. El templo que conocemos en la actualidad fue construido en 1862. Y su atrio fue recortado cuando se ensanchó Independencia.
Otro dato histórico significativo tiene que ver con un baldío, lindero a la iglesia, donde luego de la Batalla de Caseros, en 1853, sirvió de escenario de los fusilamientos de Ciriaco Cuitiño —comisario de Policía durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas— y el mazorquero Leandro Antonio Alen, padre de Leandro N. Alem, quien luego cambió la última letra de su apellido para despegarse de ese pasado familiar rosista.
Los cadáveres de ambos militantes del gobierno destituido fueron exhibidos, a modo de ejemplo, en la Plaza de la Concepción, desaparecida como tal con la apertura de la Avenida 9 de julio.

El primer nombre del cafecito de la esquina de Independencia y Tacuarí fue, como correspondía, Bar Concepción. Luego, con su primer cambio de dueño, mutó a Facundito. Los datos los aportó Julián Méndez, quien junto a Daniel Cruz llevan 17 años al frente de La Esquinita. Julián y Daniel fueron quienes renombraron el lugar por última vez. Denominación más ajustada no pudieron encontrar.
La Esquinita abre de lunes a lunes, como le gusta decir a los gastronómicos dejando por sentado el sacrificio religioso que implica operar sus templos para nosotros, los devotos que deambulamos sin horarios en busca de cobijo y consuelo sobre sus mesas que nunca preguntan (Discépolo dixit).
Volví de visita a La Esquinita una mañana de entre semana. Era el turno de Julián, quien me recordó que el edificio que contiene al café fue proyectado originalmente como hotel alojamiento, pero que la presión de la parroquia lo impidió. Y puede ser. La fe católica afirma que María no fue alcanzada por el pecado original. Por lo tanto, los religiosos no iban a aceptar que huéspedes eventuales se alojaran para transgredir el dogma en turnos transitorios.

En La Esquinita todo el día suena la 2x4, la radio de tango que forma parte del sistema de medios públicos del Gobierno de la Ciudad. Me contó Julián que Antonio Dobal, el dueño que los precedió, fue tajante cuando les traspasó el negocio: “Acá la gente escucha tangos”. Y como ni Julián ni Daniel venían de la gastronomía no quisieron contradecirlo y ya van para dos décadas transmitiendo nuestra música popular.
Antes de hacerse cargo de La Esquinita, Julián Méndez manejó garajes y estaciones de servicio. Mientras que Daniel Cruz era productor de seguros. Amigos de muchos años andaban en busca de abrir un lavadero de ropa cuando se les presentó la oportunidad de hacerse cargo del café bar de Independencia y Tacuarí. Eran jóvenes con ganas de emprender, aunque sin capital.
Quien les tendió una mano fue el proveedor de café. Les prestó la cafetera, les proveyó de producto y les salió de garante. Si hay algo que los tostadores y vendedores de café necesitan son bocas de expendio.
Con el escaso presupuesto que disponían, Julián y Daniel mantuvieron el interiorismo del café. O sea, el mobiliario actual es el original. Al menos, el que tenía en uso Antonio Dobal. La Esquinita como cafetín no desentona en nada. Ventanas guillotina, cortinas por la mitad, una barra revestida en madera con cinco butacas fijas forradas en cuerina. Un café puro que charla con la antigüedad del edificio y que exhibe en las paredes a gran parte de la memorabilia porteña.

El nombre La Esquinita, entonces, fue una decisión de Julián y Daniel. También convocaron a Miguel Ángel —pavada de nombre para ejercer como artista y pintor de una barriada—, un letrista de la vuelta, quien intervino las vidrieras. Todo lo demás, como sucede con todos los cafés de Buenos Aires, lo hacen los parroquianos.
Le pregunté a Julián por la marcha del negocio. “Vivimos”, sintetizó para luego de una breve pausa agregar “la contra es que se nos mueren los clientes”. La clientela actual de La Esquinita son remiseros que llevan su auto al lavadero cercano, estudiantes universitarios, turistas de hostels y la feligresía religiosa de la Concepción a la salida de misa. Doy fe. Durante mi paso vi pasar un poco de todo eso. A lo que hacía referencia Julián es que la masa crítica, esa que conforman los vecinos que hacen la diaria, va partiendo al otro plano y no se les renueva.
En los últimos años, por ejemplo, perdieron a Gabriel, un músico que se tomaba siete cervezas de tres cuartos por día. Cuatro antes del mediodía y las restantes a la tarde. Otros que dejaron su huella fueron una pareja de abuelos que iban todos los días. “Dame un veneno”, ordenaba él. La referencia tóxica era para la cerveza. “Esto es una porquería” repetía luego de cada trago. Venenoso, pero económico. “¿Cuántos pueden dejar cinco lucas por día hoy en un café?”, se pregunta de manera retórica Julián.

Una noche de frío los abuelos se fueron a dormir, pero antes cerraron bien todos los ingresos de aire de su departamento. Una mala combustión de gas se los llevó para siempre. La nieta, en homenaje a la fidelidad de sus nonos con La Esquinita, les llevó de regalo el bastón y el sombrero de uso diario. Ambos objetos son parte de los recuerdos exhibidos dentro del local.
Como escribí antes, La Esquinita funciona de altarcito porteño. Entrar al café es introducirse en una performance en vivo. Es como formar parte de un pesebre viviente frente a la casa de la Inmaculada Concepción. En cada centímetro cuadrado de las paredes, en los estantes y en el espacio disponible de la barra, hay un objeto que nos trae el recuerdo de tiempos vividos.
Hay fotos de Gardel, Pugliese, Troilo, Olmedo, Diego Maradona y Ricardo Bochini. También libros, revistas, chapones de antiguas publicidades, planchas, radios Spica, discos de vinilo, boletos de colectivos, afiches y fileteado porteño. En fin, una Capilla Sixtina Porteña pintada por un Miguel Ángel de Catedral al Sur.

Antes de terminar estas líneas, no puedo ignorar que hoy es el Día del Padre. ¿Acaso hubiese sido la oportunidad para narrar algún encuentro cafetero con mi viejo? Es cierto. Como que también ya lo recordé en la nota sobre el Bar El Motivo.
Sin embargo, La Esquinita no elude la celebración familiar. Todo lo contrario. Alude al Padre Supremo. Y es por eso que la traje a cuento. ¿Recuerdan que les hablé que este café está ubicado en la Avenida Independencia y Tacuarí, en diagonal a la Purísima Concepción? Y que también mencioné la presión que ejerció la parroquia para que no se instale un Hotel Alojamiento que mancille el dogma religioso.
Pues parece que la gracia divina fue un poco más allá. Porque La Esquinita, siendo el Bar Concepción, tuvo su nacimiento como es lógico. ¿Y a que no saben cómo se llamó ese primer dueño que abrió un café frente a la Inmaculada Concepción? Pues Jesús, obvio. Don Jesús Álvarez. En Buenos Aires el café es religión.
Instagram:@cafecontado
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