
Cuando mira el río, ese manto ondeante de agua parda, Ricardo Romanelli no puede evitar la angustia.
El río. Las aguas abiertas que tantas veces había domado en la práctica de una disciplina en la que era diestro: antes del 2 de junio de 1995 Romanelli nadaba por deporte, por placer.
—A veces, cuando mirás las experiencias que vas teniendo, te das cuenta de que, sin saberlo, te fuiste preparando durante toda tu vida para poder afrontar esa situación. Yo he sido y sigo siendo un tipo muy deportista. Soy un muy buen nadador, he nadado en aguas abiertas, y esa es una de las razones, probablemente, por las cuales me salvé. Tengo una personalidad sumamente resiliente, he enfrentado un montón de situaciones adversas en mi vida, empezando por la pérdida de mi padre cuando era muy chiquito. Así que supongo que la vida me fue entrenando para eso, sin saberlo.
Cuando se acerca esta fecha no puede evitar la ambivalencia. Año a año llega al mismo río que vio bravo en medio de una sudestada esa noche de junio, el mismo que se devoró el avión privado en el que viajaba junto a otras seis personas. El que se devoró a todos, menos a él. Lleva flores en memoria. Agradece haber salido.
—Lo vivo muy intensamente. A veces estoy viajando y no estoy o no tengo un río, ni agua cerca para hacerlo. Pero sí, me afecta mucho. Yo volví a nacer ese día y de hecho mi familia me lo celebra como un segundo cumpleaños.
Recordar en detalle el accidente, lo que pasó a la posteridad como “la tragedia de LAER”, siempre es movilizante para él. Doloroso. Después de tres décadas de contarlo cientos de veces prefiere hablar de algo más: cómo lo que sucedió aquel día cambió su forma de ver la vida. Cómo logró sobreponerse a la adversidad. Cómo se vive siendo un sobreviviente. Cómo se lleva una experiencia traumática a cuestas, como una capa invisible que flota sobre el cuerpo, como una sombra que camina bajo los pies.
De la tragedia ya dio detalles. Treinta años más tarde elige hablar de resiliencia. Pero en la conversación, como en su vida, el río vuelve. Siempre vuelve.
***

El viernes 2 de junio de 1995, Ricardo —que entonces tenía 43 años, estaba casado y tenía hijos de 13, 11 y 9— salió de su casa por la mañana, como todos los días. Tuvo reuniones de trabajo en el centro porteño y, por la tarde, volvió a buscar un bolso para viajar a Paraná.
Hacía cuatro años que había comenzado su propio negocio —el que dirige hasta el día de hoy—: una empresa que se dedica a asesorar compañías a nivel nacional y regional “en temas vinculados fundamentalmente con fusiones y adquisiciones, búsqueda de capital privado, finanzas corporativas y consultoría estratégica y operativa”.
El avión que debía abordar a las siete, en Aeroparque, era uno privado de la Línea Aérea de Entre Ríos (LAER) —una aerolínea estatal que unía la ciudad de Buenos Aires con el litoral—. Ricardo había sido contratado para asesorar y reestructurar la compañía que tenía una flota de tres aviones pequeños y pérdidas millonarias.
Antes de salir de su casa su hija mayor, Josefina, rompió a llorar. Lo que le dijo en ese momento, minutos después, sería el motor que impulsaba sus brazos hacia la costa. El eco de las palabras por el que se aferró a la vida. Cuando Ricardo, listo para partir, le preguntó qué le pasaba, ella respondió: “Vos siempre te vas y tengo miedo de que algún día te pase algo y no vuelvas”.
Ricardo no había pensado en esa posibilidad. La angustia repentina de su hija no le despertó ningún presagio. Debía trabajar; prometió que volvía y se fue.
Sobre la hora pactada el avión despegó con siete personas a bordo: el piloto, el copiloto, el presidente de LAER, dos pasajeros que necesitaban llegar a Entre Ríos y no habían conseguido vuelo de línea, Ricardo y un amigo suyo “de toda la vida”, a quien había invitado a formar parte del nuevo proyecto que iba a comenzar con la aerolínea. Minutos después sobrevolaban el río sin saber que se había desatado una sudestada. Apenas subió y se abrochó el cinturón Ricardo clavó los ojos en papeles del trabajo. Hasta que no vio más nada.

Así le contó hace cinco años a la periodista Gisele Sousa Dias lo que sucedió en ese momento: “Pocos minutos después y sin ninguna señal previa, sentí el impacto. Se apagaron las luces y empezó a entrar agua por todos lados. El cerebro humano no tiene amortiguadores, con lo cual, si estás volando a 200 kilómetros por hora cuando pegás contra el agua es como si chocaras contra una pared de hormigón armado. Yo no perdí el conocimiento, pero cuando reaccioné no entendía dónde estaba, qué había pasado”.
“Señor, por favor, abra la salida de emergencia”, cuenta que escuchó en ese instante. Pensó que el pedido venía de alguien de la tripulación. Idea que más adelante descartó cuando tuvo acceso a las autopsias: todos los que estaban a bordo se habían desmayado en el impacto. Todos excepto él.
Lo cierto es que esa instrucción le hizo notar que a su lado había un ojo de buey de emergencia. La fuerza del río era imparable, el avión se hundía. Ricardo logró abrir la salida a los codazos. El agua empezó a entrar sin clemencia. Él se desabrochó el cinturón de seguridad y logró salir por la abertura.
Lo que siguió fue una secuencia de decisiones que tomó envuelto en la adrenalina del momento. Las decisiones que lo mantuvieron con vida.
Rodeado por la espesura de la noche y el agua helada, con el río encrespado con olas debajo y la lluvia copiosa encima, tardó unos instantes en entender lo que había pasado. Intentó mantener la calma para poder flotar. Las olas lo envolvían una tras otra. Tragaba agua.
Al no ver a nadie se sumergió unos metros para tratar de hallar el avión y ayudar al resto a salir. Fue un esfuerzo en vano. Casi sin aire comenzó a nadar para volver a la superficie pero las botas texanas que llevaba puestas, llenas de agua, lo jalaban hacia abajo “como dos baldes de hormigón en los pies”, contó a Infobae en 2020. “Debo haber estado 45 minutos tratando de sacármelas y no pude. Si sacarte botas sentado en el borde de la cama es difícil, imaginate sacártelas en el agua, cuando no hacés pie”. “No había empezado a nadar y ya estaba físicamente agotado. En ese momento pensé: ‘No puedo más’. Me empecé a hundir, las botas me empujaron rápidamente hacia el fondo. Ahí empecé a experimentar el proceso de la muerte”. Fue cuando recordó las palabras de su hija.
—Yo perdí a mi padre de muy chico, tenía diez, once años, y no quería que mis hijos y quién era entonces mi mujer tuvieran que sufrir las consecuencias de que yo de un día al otro desapareciera del mundo —dice ahora—. Y esto fue lo que me hizo salir adelante.
Con su familia como motor y el objetivo irrenunciable de llegar a tierra firme, puso toda su determinación al servicio de su supervivencia. Salió de nuevo a flote, logró sacarse las botas y el jean para avanzar más rápido —sabía que tenía poco tiempo antes de que la hipotermia le frenara el corazón— y sin tener claro hacia dónde, divisó unas luces a lo lejos y comenzó a nadar.
Entre él y la costa había aproximadamente tres kilómetros y un esfuerzo sobrehumano. Su reloj nunca dejó de funcionar. Supo que nadó, agotado física y mentalmente, durante una hora y cuarto.
Las brazadas finales lo sacaron a tierra en Punta Carrasco, una zona conocida por sus instalaciones para eventos, after office y celebraciones. Se apareció, como un fantasma en calzoncillos, en un salón de fiestas donde tocó la ventana para pedir ayuda a los mozos que preparaban el lugar.
“Yo ya no podía hablar así que les expliqué con señas lo que pude. Me abrieron una ventana, me metieron en la cocina, abrieron la tapa del horno y me taparon con manteles. Cuando llegó el médico del SAME y me tomó la temperatura estaba debajo de los 28 grados, ese es el límite en el que usualmente el corazón deja de funcionar” —contó.
***

—Esas situaciones en las que podés perder la vida dejan una cicatriz muy profunda, muy difícil de olvidar, porque te vienen a la mente todo el tiempo, el resto de tus días —dice ahora.
Pasaron treinta años y, algunas noches, Ricardo tiene pesadillas. Algunos días, el río se le aparece, como un rayo, y lo vuelve a empujar a ese 2 de junio de 1995.
—Sigo teniendo visiones del accidente estando despierto, mi mente a veces se va ahí. Es imposible olvidarte.
Por diez o quince años, luego de aquel día, la pregunta no lo abandonó: “Por qué me tocó a mí vivir esta situación y qué es lo que debía aprender”.
—Fue un proceso de reflexión profundo. Leí mucho sobre este tipo de situaciones de otras personas y leí mucho acerca de la vida después de la muerte, una pregunta que todo ser humano se hace en algún momento. Yo comencé a vivir el proceso de la muerte porque en un momento dado, por el agotamiento que tenía, me entregué y me empecé a ahogar, y esto me enseñó a perderle el miedo. La muerte es algo que a todas las personas les estremece de manera tal que, cuando te pones a reflexionar al respecto, automáticamente la mente lo primero que hace es pensar en otra cosa.
El estrés postraumático que lo acompañaría y lo acompañará el resto de sus días, el interrogante de por qué la vida lo puso en esa situación y qué es, exactamente, lo que lo llevó a salvarse lo condujeron por diversas lecturas, diversos enfoques. Lo llevaron incluso a hacia un estudio de religiones comparadas para tratar de entender qué piensa cada credo sobre la muerte y sobre lo que sucede cuando la vida llega a su fin.
Este bagaje literario, reflexivo, y los interrogantes que no dejaron de girar a su alrededor se tradujeron, para Ricardo, en la adquisición de un nuevo sentido de la vida y de la experiencia traumática que había protagonizado.
Mucho tiempo después pudo poner en palabras ordenadas sus ideas respecto a qué fue lo que hizo para salir con vida de una situación en extremo adversa. Y decidió poner esas palabras, esas ideas, al servicio de quienes las necesitaran: armó una presentación que pudiera ayudar a las personas a enfrentar situaciones límite, hechos traumáticos. Y la lleva adonde la requieran: dio charlas en clubes, grupos de amigos, empresas, escuelas, universidades. Siempre gratuitas —aclara—. No le interesa lucrar con una experiencia que llevó a otros, incluso a un amigo muy querido, a la muerte. Lo que busca irradiar es un mensaje de resiliencia.
—De alguna manera trato de explicar qué pasa cuando uno se enfrenta a una adversidad de cualquier naturaleza, no necesariamente como esta. Cuáles son los mecanismos para tratar de superar esa situación. Yo identifiqué algunos que creo que, inconscientemente, utilicé. Que, en esencia, implican fijarte un objetivo de corto plazo vinculado a la situación que estás viviendo o paralelo a la situación que estás viviendo, focalizarte en ese objetivo y poner todo tu esfuerzo, absolutamente incondicional, para salir de esa situación. A ese proceso lo terminé llamando “la ventana de la esperanza”. Cuando te enfrentás a ese objetivo no podés dudar, tenés que poner todos tus recursos al servicio de lograrlo. Es muy importante que uno crea en sus capacidades y en sus competencias. No podés pararte a reflexionar si es realmente lo que debés hacer: tenés que hacerlo.
Ricardo explica que lo que suele interponerse entre el deseo y el cumplimiento del objetivo es el miedo: a la muerte o al ridículo, que es lo que hay que intentar superar.
—Lo otro que es importante entender es que, en general, cuando uno enfrenta una situación como esa necesita darle sentido a la vida y eso te lo da siempre algo que está fuera de vos, de tu persona: lo hacés por algo o por alguien. Esa es la segunda reflexión, entender que uno sale de estas situaciones por algo o por alguien. En mi caso fue por mi familia.
“Nadie se salva solo”, la máxima de la Argentina del Eternauta, es real. Aún intentando salir a flote en el agua helada, en medio del Río de la Plata, envuelto en una noche cerrada sin otro ser humano cerca, lo que impulsó una nueva bocanada de aire, lo que empujó una dosis de energía extrahumana cuando la resistencia humana estaba agotada para lograr la próxima brazada fue un otro.
***

Su objetivo a corto plazo, ese que se fijó después de recordar las palabras de su hija la noche del 2 de junio de 1995, era llegar a la costa. Salir del río. Para concretarlo, dice, fue clave “haber desarrollado una personalidad resiliente”, lo que le adjudica —y le agradece— al deporte en equipo, concretamente al rugby. En sus años de reflexión sobre el asunto entendió que estos dos ejes, objetivo fijo y resiliencia, van juntos en los momentos difíciles. Y es en lo que se explaya cuando lo invitan a hablar sobre cómo manejar la adversidad.
—Yo soy exjugador de rugby y creo que eso, más allá de saber nadar, me ayudó mucho. Es un deporte que me formó, tuvo y sigue teniendo una enorme influencia en mí, en mi personalidad, porque es un deporte que te enseña que te vas a caer, te vas a golpear y tenés que levantarte y ayudar a los que tenés al lado. Esas enseñanzas fueron muy importantes para sobreponerme a la adversidad. Porque el fenómeno de la resiliencia es algo que se entrena, no es algo con lo que uno nace. Y, en mi opinión, se entrena practicando deportes de conjunto. Particularmente si tienen contacto físico. Yo lo hice sin querer, no es que lo hice a propósito, pero esto es un factor central para mí. Es una cualidad que todo padre debería enseñarle a sus hijos. Nosotros le enseñamos un montón de cosas a nuestros hijos pero perdemos de vista enseñarles a ser resilientes en la vida; porque todos, en algún momento, enfrentan la adversidad y hay que saber recibirla y superarla. Esta fue otra de las cosas que aprendí del accidente. Es un tema central para mí en la vida de una persona.
Además de la resiliencia, de cómo enfrentar una situación desafiante o límite, de perder el miedo a la muerte, aquel 2 de junio de 1995 Ricardo adquirió otra cosa: la posibilidad de ver y pensar la vida de otra manera, de encontrar la felicidad todos los días.
Explica que las personas podemos mirar la vida y las cosas que la componen de dos formas diferentes: “cómo son o con respecto a qué son y qué representan” —una idea tomada del existencialismo de Heidegger.
—El primer modo es lo que se llama el modo común y el segundo es la forma ontológica. Cuando vos lo mirás de modo común le prestás atención, por ejemplo, a los bienes económicos, a la riqueza, a la belleza, a la edad, al poder. Y lo que aprendés con esto [con un hecho traumático] es que esas son evanescentes distracciones de la vida. Porque todas esas cosas cambian. Vos podés quedarte sin dinero, sin poder, vas a envejecer. Entonces lo importante es aprender a mirar la vida y las cosas con respecto a qué son. Cuando hacés eso, lo que estás haciendo es mirar todas las cuestiones que te rodean y que no cambian con el tiempo. Básicamente ahí empezás a entender que lo que importa es vivir todos los días como si fuera tu último día, entender, cuando te levantás a la mañana, que este día nuevo que vas a vivir es irreproducible, que está totalmente virgen y podés hacer lo que vos quieras y realmente te propongas hacer con él.
Ricardo habla de lo que para él, desde aquel día, representa la esencia de la vida. De la importancia de preguntarse a diario si lo que hiciste te hizo feliz. También dice que para ser feliz “uno tiene que aprender a amar todo lo que lo rodea”. Y que para eso primero hace falta quererse y aceptarse a uno mismo, con las fortalezas y debilidades, con los aciertos y los errores. Cree que es importante pensar siempre en el presente, porque pensar en la felicidad del mañana genera ansiedad y en la del pasado, frustración. Sabe también que no es tarea fácil. Que es más simple decir todo esto que llevarlo a la práctica, pero que es un ejercicio que vale la pena hacer. Asegura que hace el esfuerzo de pensar así todos los días. Que como el río vuelve, y lo envuelve, es imposible no pensar, es imposible olvidarse dónde está lo verdaderamente importante.
—En el fondo es eso. Esta es mi contribución, lo que yo aprendí después del accidente. Yo soy un tipo común, igual que cualquier otro. No soy un genio, un superhombre ni nada por el estilo. Soy una persona a la cual simplemente le tocó vivir lo que le tocó vivir, como me han tocado otras situaciones muy críticas en la vida, y traté de acomodarlo de la mejor manera posible.
***

Ricardo dice que tuvo suerte: de no desmayarse en el impacto como el resto de los pasajeros del avión; de vivir el comienzo del “proceso de la muerte” que le permitió dejar de temerle; de haber salido del agua justo cuando el cuerpo marcaba 27 o 28 grados, la temperatura límite en la que el corazón deja de funcionar.
Volvió a volar. A la semana siguiente de la tragedia estaba, de nuevo, arriba de un avión. Padece despegar desde Aeroparque. La pasa mal cuando carretea. Y si no toma alguna pastilla que lo ayude a dormir en vuelos largos no hay manera de que descanse.
Volvió a nadar. De vez en cuando, pero no le resulta fácil. Necesita que alguien cercano, algún afecto, esté con él, lo cuide.
Dice que pensar en la muerte es como mirar al sol: “Vos podés mirarlo por un segundo, pero la luminosidad molesta tanto que enseguida quitás la vista”. Dice que, desde el accidente, él mira.
Últimas Noticias
Un policía mató a la pareja de su ex y se atrincheró en un gimnasio de Moreno
La zona está cercada por oficiales de grupos especiales de la Bonaerense, también hay gente de la fuerza porteña en el lugar
Crimen y misterio en Zárate: hallaron muerto en un camión, sobre la Ruta 9, a un hombre con un disparo en el pecho
La hipótesis del homicidio en ocasión de robo está casi descartada, ya que en la cabina del vehículo hallaron la billetera de la víctima, dinero, documentación y herramientas

“Era todo mentira”: un docente estuvo 15 meses preso acusado de abusar de una alumna y fue absuelto
El caso ocurrió en Salta. Benicio Cuellar había sido arrestado en febrero del año pasado y recuperó la libertad este viernes. Su familia sostiene que fue víctima de una acusación infundada y apunta contra el accionar de la Justicia

Reubicarán a cerca de un centenar de familias de una villa en Córdoba para construir la colectora de una autopista
Se trata de una vía alternativa de la avenida Circunvalación, la más importante de la capital provincial. La preocupación por el impacto social de la medida

Realizarán una nueva marcha en Jujuy en protesta por el tercer femicidio ocurrido en 21 días
Con una movilización en la Plaza Belgrano y réplicas en otras ciudades jujeñas, cientos de personas volvieron a convocarse para reclamar justicia tras el hallazgo del cuerpo calcinado de Tamara Fierro
