Cafetines de Buenos Aires: un rincón de Boedo donde el ruido de las conversaciones se transforma en silencio musical

El Margot abrió en 1994 y desde entonces congrega a una feligresía de gente del barrio, una zona de la ciudad que tiene una enorme identidad porteña y por ende, cafetera

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En la esquina de Boedo
En la esquina de Boedo y San Ignacio se levanta el café Margot

En las dos primeras décadas de este siglo viví en Boedo. Fueron dos oportunidades, en dos domicilios diferentes, pero tuve un único café: Margot.

El Café Margot ocupa la planta baja de una construcción de 1904 en la esquina de la avenida Boedo y el Pasaje San Ignacio. Desde que lo conocí me sentí familiarizado con el lugar. Fue como entrar a un pasado que me pertenecía, aunque yo tuviera toda una vida construida en el conurbano sur. Puedo decir que mi primer café como porteño radicado fue, sin dudas, el Margot.

Durante esas primeras visitas me enteré de que, como tal, ese cafetín de Boedo había abierto en 1994. Es decir que cuando lo empecé a frecuentar no llevaba más de 10 años de existencia. Mérito de sus dueños que supieron darle un aura hogareña. Tampoco es que crearon un entrañable rincón de la nada. La esquina tenía lo suyo. Paso a contarlo.

El café Margot tiene un
El café Margot tiene un bello piso en damero blanco y negro

El local comercial comenzó siendo una fonda con despacho de bebidas. A partir de 1920 se convirtió en bombonería. Y, más tarde, fue la Confitería Trianón. Esa que, cuenta la leyenda, inventó en la dácada de 1940 el sánguche de pavita que degustaba el General Perón, por entonces, presidente de la República. El Trianón luego se mudo a unos pocos metros de la esquina, sobre la misma avenida Boedo.

En el Café Margot el paso del tiempo no se disimula. Está a la vista. El techo luce la bovedilla original de ladrillos. También es de ladrillos a la vista una de las paredes del salón. La sensación acogedora de la que hablé antes está relacionada con la decisión de dejar expuesto este noble material. Como también la madera de sus mesas y sillas.

Si el Gran Café Tortoni representa, en el imaginario cafetero religioso de la porteñidad, a la Basílica de San Pedro, el Margot es una capillita de encanto, construida con recursos naturales, en la Ruta del Adobe.

El edificio en el que
El edificio en el que está el Margot tiene 120 años

El resto de la materialidad del espacio se conforma de una puerta doble de madera como entrada, las ventanas guillotina, publicidades de antiguas marcas comerciales, cartelería pintada con filete porteño, pantallas ferroviarias, vitrinas con botellas viejas y una biblioteca de pared.

En la trastienda del café existe otro pequeño salón, que mira a San Ignacio, con fotografías enmarcadas de personalidades que pasaron por el lugar o pertenecieron al barrio. El saloncito también luce un gran espejo y más carteles publicitarios. Ese rincón huele a “casa de los abuelos”. En toda la superficie de ambos espacios el piso tiene forma de damero en blanco y negro. O sea, el Margot tiene aprobadas todas las asignaturas de un auténtico cafetín.

Un purista podría argumentar que la puesta finge una antigüedad que no es real y que, como café, no es tan viejo. Pero el edificio sí lo es, la planta baja fue concebida para uso comercial, y a lo largo de sus 120 años fue fonda, bombonería, confitería y cafetín. Sin más.

En el Margot se luce
En el Margot se luce el techo en bovedilla y una pared de la construcción original

¿Y qué se puede decir de Boedo y su historia cafetera?

En mi anterior relato, cuando escribí sobre el Bar La Armonía, cité a Ezequiel Martínez Estrada en su libro “Radiografía de la pampa” publicado en 1942. Hoy vuelvo a hacerlo. Dice don Ezequiel: “Boedo pretende ser la Florida del desierto urbano. Posee en campesino lo que Florida posee en parisiense. (...) Y, sin embargo, se comprende que Boedo es más Buenos Aires que Florida, y lo que allí ocurre y transcurre se comprende más fácilmente que lo demás, y es más lógico aunque no más sincero”.

Continuando esa argumentación sostengo que existen rincones de Buenos Aires que parecen más Buenos Aires. Y que las cuatro cuadras de Boedo que van desde Independencia hasta San Juan, son un plano secuencia que registra el latir de un vecindario conformado por una clase media porteña hasta la médula y amante de los cafés.

Esos cuatrocientos metros son el centro neurálgico del barrio. Y la cantidad de bares y cafeterías da cuenta de una demanda sostenida contra todo tipo de vaivenes, modas, cambios, tendencias y crisis ocurridas.

En la esquina, antes del
En la esquina, antes del Margot, hubo otros negocios: uno de ellos fue Trianón

Ya no está el Café Dante (Boedo 745), famoso enclave de jugadores, ex jugadores y fanáticos del Club San Lorenzo de Almagro. Tampoco El Japonés (Boedo 873), donde se reunían los intelectuales del Grupo Boedo. No está más El Atlántico, luego Biarritz donde funcionó la Peña Pacha Camac (Boedo 868). La pizzería Florida –vaya nombre comercial– (Boedo 944) cambió de dueños y viró hacia una pizzería de cadena y el viejo Aeroplano, que luego fue el Nippón donde el gran Homero escribió el tango Sur, hoy es la imponente Esquina Homero Manzi, de la que ya hablamos aquí.

Esas pérdidas no significaron una merma en la oferta. Muchas fueron reemplazadas por franquicias. O mutaron a nuevas propuestas que aseguran mantener el abastecimiento que responda a la necesidad de reunión que reclama el pueblo boediano.

Solía ir a escribir y leer, de lunes a viernes, bien temprano por la mañana, al Margot. En esos años el café estaba manejado por el mítico Osvaldo, hoy al frente del Celta Bar, perteneciente al mismo grupo gastronómico. Osvaldo sabía no importunar. Solo un “buen día” y apoyaba mi café con una medialuna de grasa sobre la mesa.

Pero la cosa era los sábados. Ese día ir al Margot significaba una experiencia militante. En sus mesas se reunían los miembros de la Junta de Estudios Históricos de Boedo con colegas de otros barrios. Entre historiadores, la tenida reunía a músicos, artistas, escritores y periodistas. En la vereda, sobre la avenida, los responsables del periódico gratuito “Desde Boedo” armaban una mesa con un tablón donde distribuían su publicación y también ofrecían a la venta libros usados y publicaciones recientes referidas al barrio.

En el Margot hay ventanas
En el Margot hay ventanas guillotina, antiguas publicidades, filetado porteño, botellas viejas y hasta una biblioteca

La más maravillosa música generada por las charlas animadas, choques de loza, el motor de la cafetera y el sonido de las puertas vaivén de la entrada retumbaba en el Margot.

En esa caja de música conocí el valor del silencio. En verdad, me lo enseñó Diego Ruiz, museógrafo e historiador boediano, obstinado buceador de datos de bares y cafetines que luego volcaba en sus investigaciones, y que yo seguía con devoción, en cada número del periódico barrial. A Diego primero lo conocí leyéndolo. Luego tuve el privilegio de presenciar muchos de sus conferencias sabatinas en el Margot.

Uno de esos sábados, en 2009, me regaló una clase escolar discepoleana. Una lección reveladora. Esa mañana lo invité a mi mesa con la intención de convocarlo a disertar en una charla que estaba coordinando y que incluía la presencia de Acho Manzi, hijo de Homero, y cerraría con la presentación del célebre cantor de tangos Alberto Podestá. Diego monopolizaba la conversación improvisando su futura conferencia cuando se produjo un silencio general. Uno de esos mutismos repentinos que parecen congelarlo todo. El hecho me resultó curioso y se me ocurrió comentarlo. Y Diego me respondió: es música.

Resulta que, además de los saberes enumerados, Diego era un gran melómano. Sostenía que en la armonía musical que se generaba en esa banda sinfónica popular que sonaba los sábados por la mañana en el Margot, siempre, de pronto, en una mínima e imperceptible fracción de tiempo, todos los sonidos se apagaban generándose un silencio. Y cerró la cátedra citando a Claude Debussy: “En el espacio que hay entre las notas vive la música”. La frase me cubrió por completo y me hundí en mis pensamientos mientras Diego seguía, no estoy seguro, pero debió ser así, narrándome historias de cafetines, fondas y cabarutes prostibularios.

El cartel que señala que
El cartel que señala que en el lugar donde ahora funciona el Margot se produjo un hecho histórico gastronómico

Volví al Margot, a dos décadas de mis visitas iniciáticas, para escribir este relato. Fue un día de mitad de semana, a la hora de la siesta. Me pesó la idea de pasar durante las primeras horas del día. Tampoco pude retornar una mañana de sábado luego de la muerte de Diego Ruiz.

Cómo que veinte años no son nada. Sí mantengo la agitación y febril mirada recordando esos momentos.

En el recuerdo que me viene a la mente Diego continúa tirando datos importantes que no supe retener. Sin embargo, conservo lo más valioso de su generosa lección: la lectura que tuve de cada bar y de la ciudad a partir de entonces.

Porque ese sábado revelador, luego de la clase maestra de Diego, salí del café, miré hacia ambos lados de la avenida Boedo y noté que la vida cotidiana me enseñaba otra ciudad. El legado de Diego superó al del genial compositor francés quien afirmó que en el espacio que hay entre las notas vive la música. Esa mañana en el Margot de Boedo, Diego me enseñó que en los espacios que hay entre cada café vive Buenos Aires.

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