
En medio de la nevada mortal que cae sobre Buenos Aires, un grupo de sobrevivientes se las rebusca para mantenerse con vida, recorriendo en silencio calles vacías, colmadas de terror e intriga. Juan Salvo (Ricardo Darín) camina solo, en busca de su hija de 17 años. Llevaba ya horas de búsqueda faliida. Apenas cruza la Estación Bartolomé Mitre, cuando a sus espaldas las luces tenues de un auto se acercan casi en silencio y lo sobrepasan. Ese auto es un Torino, con su carrocería robusta, su diseño inconfundible, su pertenencia indiscutible al paisaje urbano de la Argentina de otro tiempo. No hace falta que nadie lo nombre. Está ahí, como testigo mudo de una ciudad que resiste. Y, en el peor momento, él será parte.
Durante más de una década, el Torino fue mucho más que un automóvil: fue el símbolo de una aspiración colectiva, la promesa de una industria nacional capaz de competir con los grandes. Lanzado en 1966 por Industrias Kaiser Argentina (IKA), con ingeniería local y diseño italiano, el Torino condensó el espíritu de una época que buscaba modernidad, potencia y estilo con sello propio. De la fábrica de Santa Isabel en Córdoba a las pistas del Turismo Carretera, y del mítico desafío de Nürburgring al imaginario popular, ese vehículo se convirtió en un símbolo del siglo XX argentino.
Más de cuatro décadas después del fin de su producción, reaparece en una nueva dimensión: la adaptación audiovisual de El Eternauta, de Bruno Stagnaro y producida por Netflix. Así, esta joya mecánica regresa a escena como parte del paisaje sombrío de la resistencia. Su presencia no es casual: encarna una máquina del tiempo cultural que conecta la propuesta futurista de Héctor Germán Oesterheld con la idea de un país que alguna vez soñó con construir su propio destino sobre cuatro ruedas.
La historieta de El Eternauta fue publicada por primera vez en 1957, el Torino se lanzó en 1966 y la serie de Netflix llegó en 2025: tres momentos separados por décadas que hoy convergen en una misma imagen de resistencia

El gran auto argentino
El 30 de noviembre de 1966, en el Hotel Hermitage de Mar del Plata, se presentó un auto que no buscaba solamente destacarse por su diseño o su mecánica: el Torino venía a ocupar un lugar en la historia. Llegó como el resultado de una fusión singular entre la industria argentina y la estética refinada del diseño italiano. Su base tenía raíces en Estados Unidos —el AMC Rambler American—, pero fue rediseñado por el estudio Pininfarina, que lo transformó en algo más estilizado, más europeo, más acorde al sueño moderno de una sociedad que buscaba nuevas formas de moverse. Y fue Córdoba la provincia que le puso el corazón: allí, en la planta de Industrias Kaiser Argentina (IKA), en Santa Isabel, se adaptó su motor y se consolidó su producción. Desde el primer momento, el Torino fue más que un auto. Fue una declaración de intenciones.
Pensado para una clase media en ascenso que aspiraba a algo más que movilidad, el Torino ofrecía la promesa de formar parte de un futuro fabricado en casa. Estaba disponible en versiones sedán y coupé; y su figura no tardó en volverse familiar en las calles y rutas del país. Bajo su capó, el motor Tornado, de seis cilindros en línea, rugía con potencia y carácter aún reconocibles. Pero su verdadero peso no se medía solo en caballos de fuerza.

El Torino fue —para muchos— el primer auto serio, elegante y deseado. Fue la puerta de entrada a la modernidad, al confort, a una Argentina que soñaba con producir tecnología y diseño propios. Incluso tuvo versiones exclusivas, como el Lutteral Comahue, que acentuaban su carácter aspiracional.

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Puertas adentro, el Torino también hablaba otro idioma. Su tablero envolvente, los tapizados cosidos de sus butacas, el volante de madera, la palanca de cambios al piso y la disposición de sus relojes y comandos daban la sensación de estar más cerca de volar una aeronave que de conducir un vehículo nacional.
Era un habitáculo pensado para el confort, una cabina que imitaba —y en algunos casos superaba— los estándares europeos. En una época en que muchos autos eran todavía austeros y rústicos, el Torino ofrecía una experiencia distinta: elegante, cómoda, moderna.

Pero su consagración definitiva no llegó solo por su desempeño en las calles. En 1969, el Torino se convirtió en protagonista de una de las gestas más memorables del automovilismo argentino: las 84 Horas de Nürburgring, en Alemania. La competencia, llamada la “Maratón de la Ruta”, enfrentaba a las mejores marcas del mundo. Bajo la conducción estratégica de Juan Manuel Fangio y con la preparación técnica de Oreste Berta, la Misión Argentina llevó tres Torino 380W al circuito europeo. Compitieron en la que fue más que una carrera: era la posibilidad de demostrar que un auto fabricado en Córdoba podía medirse, de igual a igual, con Porsche, BMW y Mercedes-Benz.
En esa maratón, los pilotos Eduardo Copello, Oscar Mauricio Franco y Alberto Rodríguez Larreta se turnaron al volante. Uno de los autos —el número 3— completó 334 vueltas, muchas más que cualquier otro, pero una penalización técnica lo bajó del podio ya que le descontaron 19 vueltas, pero la gesta quedó escrita. No se trataba de un trofeo: se trataba de orgullo. De mostrar que desde el sur del mundo también podía surgir ingeniería capaz de competir en la primera línea global.
A partir de entonces, el Torino dejó de ser solo un modelo industrial. Se volvió símbolo. Parte del imaginario de una generación que creyó en la industria como motor de futuro. Su presencia se multiplicó en los barrios, en las concesionarias, en la memoria popular. Décadas más tarde, esa carga simbólica se trasladó al terreno de la ficción. No es casual: ese Torino representa una idea de país que no se rinde. Una máquina que resiste. Una cápsula del tiempo que aún rueda, como recordatorio de lo que alguna vez se soñó construir. Y de que, tal vez, no todo esté perdido.

Torino en El Eternauta
En un mundo donde los autos modernos ya no arrancan, el Torino es uno de los autos clásicos argentinos que toma protagonismo en la serie dirigida por Bruno Stagnaro. “Lo viejo sirve”, había dicho el Tano Favalli, anticipando lo que vendrá en episodios previos.
En el cuarto, el Torino deja de lado su silueta familiar de clase media en ascenso y adquiere una nueva dimensión narrativa. En su primera aparición en escena, sorprende a Juan Salvo, que camina de espaldas, atravesando una ciudad petrificada por la nevada mortal. De pronto, escucha un motor y se da vuelta. Las luces casi enceguecedoras de un auto iluminan su rostro; la cámara se detiene ahí, bañándolo en esa claridad repentina mientras él avanza hacia lo desconocido, en busca de su hija. Casi de perfil, apenas cubierto por la nieve tóxica, aparece un Torino de una de las cuatro tonalidades de rojo, el Briarcliff. Su aparición es sutil, pero definitiva: está ahí, como si nunca se hubiera ido. Un vestigio del pasado que vuelve a recordarle —a él, al espectador, al país— lo potente que siempre fue.
A diferencia de otras ficciones ambientadas en futuros genéricos, El Eternauta trabaja con los rastros visibles del pasado. En ese juego de superposición temporal, el Torino se convierte en una herramienta silenciosa pero cargada de expresividad. En una escena clave, Alfredo “Tano” Favalli (César Troncoso) —uno de los sobrevivientes y amigo de Juan— observa el paisaje desolador desde el volante y dice: “Esto llegó para quedarse, Juan”.

La frase, dicha mientras conduce, revela que la realidad que enfrentan y una desolación por lo que vendrá. Luego, el Torino intenta cruzar la Avenida General Paz, pero es imposible. Segundos después, se transforma en un escudo improvisado durante un enfrentamiento, quedando inmóvil en cuadro, con las luces encendidas y la carrocería enfrentando el peligro.
Sigue su marcha y ahora protagoniza una escena de escape. En sus ruedas, esa huida se convierte en otra carrera —como si, por ese instante, le hubieran devuelto el aliento y la oportunidad de rugir una vez más—. La secuencia no apela a la nostalgia, pero en ese movimiento fugaz, la potencia del clásico argentino recobra toda su potencia.
No hace falta evocarlo con palabras épicas. Como en Nürburgring, donde un Torino dio más vueltas que nadie sin llegar al podio, su mérito no está en el brillo sino en la permanencia. En esta Buenos Aires sitiada por fuerzas extrañas, entre la nieve tóxica que cae y el silencio que envuelve una ciudad que muere, el Torino no corre: resiste.
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