
Hace muchos años tenía una linda amistad con una mujer. Era una de esas relaciones buenas, sanas, sin ninguna perspectiva sentimental. En ese entonces, yo tenía una excelente pareja, una vida ordenada y plena. Ella también. Todo estaba en equilibrio, o al menos eso parecía. Hasta que no lo estuvo más. Bastaron un par de mensajitos de teléfono para que se desencadenara un monumental efecto dominó.
Llevé el tema a terapia, angustiado por lo que podría causar este romance potencial, que me sentía incapaz de frenar. No quería que nadie sufriera, pero ¿Era posible? ¿O una vez que el dentífrico se sale del pomo, nadie puede volver a ponerlo adentro?
Con la voz entrecortada, le conté al terapeuta sobre esta conexión inesperada que me conmovía hasta la última célula de mi cuerpo. Me escuchó con calma y luego dijo: “Las emociones son como jugar con fuego”.
Lo miré con miedo, como queriendo saber si me estaba empujando a vivir esa aventura. Él terminó su idea diciéndome: “Con el fuego no solo puedes quemarte. También puedes encender una chimenea o cocinar un asado. Vos decidiste eliminar el fuego de tu vida. Y así estás, congelado”.
Esas palabras me sacudieron, pero también despertaron algo en mí. Decidí dar el paso. Dejé el “freezer”, como decía mi terapeuta, y me entregué. Fue intenso, luminoso, y también devastador. La sensibilidad a flor de piel se alternaba con el infierno de ver mi vida desmoronarse. Por momentos, el calor de esas emociones parecía demasiado, y me preguntaba si alguna vez podría encontrar un equilibrio entre felicidad y angustia.
En otra sesión, le conté que sentía que me estaba muriendo. Él, con su calma habitual, contestó: “No te estás muriendo. Estabas congelado y ahora estás descongelándote. En el freezer no hay vida, y tampoco dolor. Ahora que saliste de ese congelamiento emocional sentís que la temperatura ambiente te quema. Pero es solo una sensación pasajera, estás aprendiendo a modular tus emociones", explicó. “Es como el cuerpo de una persona sedentaria que vuelve al gimnasio: al principio duele, pero es un buen dolor. Y en la medida que se entrena, desaparece”, agregó.
Y tenía razón. La crisis que en algún sentido me destruyó, también me despertó. Me enseñó a escuchar, a observar, a percibir, y a apreciar los matices de la vida que antes pasaban inadvertidos. Tenía tanta energía puesta en controlar mis emociones, en no correr riesgos, en impedir que emociones potencialmente desestabilizantes me complicaran, que no había lugar para sentir.
Con el tiempo entendí que pasar de estar congelado a sentir, es todo un proceso. No es inmediato ni perfecto, pero es profundamente transformador. Descubrí que la vulnerabilidad es el precio que pagamos por sentirnos vivos, y que la incertidumbre es la única certeza que tenemos. A veces, abrazar lo inesperado, lo caótico, puede devolvernos a nosotros mismos.
Pienso en todo lo que aprendí desde entonces. Aprendí que no podemos controlar la vida, que el fuego, aunque peligroso, también es vital. Nos calienta, nos ilumina, nos hace arder y, a veces, nos quema, pero es el riesgo de estar vivos.

Tal vez, el problema no sea el fuego en sí, sino nuestra resistencia a él. Nos protegemos tanto que olvidamos que sentir también es vivir. Fue Carl Jung quien dijo que “todo lo que se resiste, persiste y todo lo que se acepta se transforma”. Muchas personas se resisten a sentir emociones para no meterse en problemas. Pero sin saberlo, se están metiendo en un problema aún más grande. Cuanto más nos resistimos al dolor, más nos alejamos de la vida misma.
¿Y vos? ¿Pretendés controlar tus emociones para que no te causen problemas? ¿Te sentís encerrado en un freezer emocional? ¿Te animarías a descongelarte? Quizás, en ese fuego, encuentres no solo calor, sino también un camino hacia vos mismo.
* Juan Tonelli es speaker y escritor. El texto es parte del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”. www.youtube.com/juantonelli
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