Fue monja de clausura 12 años, dejó los hábitos, se casó y tuvo una hija: “No me arrepiento, pero fue demasiado tiempo”

Cuando cumplió 20, Florencia Luce ingresó a un monasterio contemplativo, convencida de tener una vocación religiosa. Durante más de una década llevó una vida de aislamiento, obediencia y silencio, marcada por contradicciones que, con el tiempo, la empujaron a replantearse su fe. Años más tarde, transformó esa experiencia en una novela titulada “El canto de las horas”

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Florencia, su marido David y
Florencia, su marido David y su hija Sophie (Fotos/Gentileza de la entrevistada)

Fue en 1981. Florencia Luce tenía 19 años y transitaba lo que hoy describe como una “crisis de identidad”. Mientras estudiaba Agronomía, una carrera universitaria que no le gustaba, empezó a pensar en una posibilidad que hasta entonces no se había planteado: convertirse en monja. “Tuve una sensación interna muy fuerte que, para mí, fue un llamado de Dios”, le cuenta a Infobae desde Morristown, Nueva Jersey, Estados Unidos, donde vive y actualmente escribe, enseña idiomas y traduce textos.

De la localidad bonaerense de Vicente López, Florencia (63) se crió en una familia de clase media con cinco hermanos y unos padres poco religiosos. Cursó el primario en el Franco Argentino y la secundaria en el colegio Labardén de San Isidro. Aunque la institución era laica, muchos de sus amigos eran católicos y terminaron acercándola a la Iglesia. “Comenzaron a invitarme a charlas y retiros. Empecé a creer en Dios y me volví medio fanática: iba a misa en secreto casi todos los días, leía sobre la vida de los santos y rezaba novenas”, asegura.

Con los meses la conexión se hizo cada vez más fuerte y, después de hablar con un sacerdote, a los 20 decidió ingresar a un monasterio contemplativo para ser monja de clausura. “Sentí que tenía que hacer algo grande por el mundo y lo asocié con la vida religiosa y el hecho de entregarlo todo”, cuenta.

La noticia fue un cimbronazo para los Luce. Sus padres fueron los primeros en oponerse. “Me decían: ‘Esperá. ¿Por qué mejor no hacés un viaje?’. Pero yo estaba totalmente convencida. A eso se sumaba lo que me decía el sacerdote: ‘Si tu vocación es genuina, tenés que ir por ese lado’”, recuerda. Para sus hermanos y parte de su círculo también fue una sorpresa: “Les costó creerlo. No me relacionaban con ese tipo de vida”.

Año 1994. Florencia con sus
Año 1994. Florencia con sus padres, Mercedes y Gerardo, días después de salir del monasterio

La vida contemplativa

La entrada al monasterio fue en enero de 1982. Florencia llegó con un bolso pequeño y acompañada por sus padres, hermanos, abuelos, tíos y primos. “Hubo una misa seguida de una pequeña ceremonia y después me fui por un costado hacia la clausura. Ahí me recibieron las monjas y me despedí de mi familia. Para ellos fue tremendo”, rememora.

Durante el primer año, como parte del proceso de adaptación, tuvo que vestir ropa laica: pollera larga y zapatos chatos. Más adelante le dieron el hábito. La vida puertas adentro estaba regida por normas estrictas que limitaban al máximo el contacto con el exterior: no se podía mirar televisión ni leer diarios y estaban, prácticamente, todo el día en silencio. Las visitas familiares, que al principio eran semanales, luego pasaron a ser mensuales. “Encima se realizaban detrás de un mostrador, así que no podíamos ni abrazarnos. Hoy lo veo y me parece anacrónico, pero en ese momento no me representaba un problema. Para mis padres, en cambio, era durísimo. Mis hermanos, de a poco, dejaron de ir. Les resultaba distante, no podían entenderlo”, cuenta.

Luego de unos meses comenzó a sentir cierta contradicción. Aunque le gustaba la rutina, el estudio, el canto gregoriano y el orden que proponía la vida monástica, Florencia convivía con una creciente incomodidad interior. “Empecé a tener crisis espirituales que copaban todo”, dice. “Mi fe siempre fue muy débil, casi como que me la impuse. Entonces, cuando estaba ahí adentro, me cuestionaba muchas de las cosas que se hacían, como por ejemplo la confesión. Sentía una resistencia. ‘¿Para qué?’, me preguntaba”.

Todo eso, explica ahora, desembocaba en una duda mayor: si no comulgaba con los dogmas de la Iglesia, ¿Tenía en realidad una vocación religiosa? “El problema era que no tenía permitido compartir esas inquietudes con nadie. Solo podía trasladárselas a la maestra de novicias, que era la responsable del acompañamiento espiritual. Y, cada vez que hablábamos, ella me decía lo mismo: ‘Ya se te va a pasar. Rezá, rezá, rezá’”, recuerda.

A las contradicciones internas, se sumaron las tensiones cotidianas. “Había celos entre novicias. Competíamos por el amor o la atención de la superiora, al punto de que me entristecía si a una de mis compañeras le asignaban tareas más importantes que a mí. Pensaba: ‘No puede ser que esté pendiente de estas pequeñeces. Esto no tiene nada que ver con Dios’”, explica. “Puede parecer ridículo, pero en un ambiente tan cerrado, donde pasás muchas horas en silencio, la cabeza no para”, agrega.

Florencia (de blanco) con sus
Florencia (de blanco) con sus hermanos un año después de dejar los hábitos

Más dudas que certezas

A los dos años de iniciar su vida monástica, Florencia comenzó a plantearse por primera vez la posibilidad de dejar los hábitos. “Quizá tenga que irme. Quizá esto no es para mí”, pensaba. Pero cuando le trasladaba la incertidumbre a su maestra espiritual, ella se la rebatía con argumentos que, de alguna manera, mermaban esa crisis. “‘Hay un montón de monjas que se cuestionan. Ya se te va a pasar. Vos tenés pasta para esto’, me decía. Y en un punto era cierto, porque a mí me gustaba el estilo de vida que se hacía en el monasterio. Creo que todo eso me llevó a estar confundida”, recuerda.

A los tres años de su ingreso, como marcaba la regla, a Florencia le tocó renovar su compromiso mediante los votos temporales: una promesa por otros tres años más, de castidad, pobreza y obediencia. “Si bien mantenía mis inquietudes, todas mis compañeras lo hicieron y estaban felices. Se ve que en ese momento yo era muy maleable e insegura, entonces seguí adelante”, explica.

Seis años después de su ingreso llegó la “profesión solemne”, el ritual que confirmaba su compromiso definitivo con la vida religiosa. “En teoría, una se vuelve a replantear todo y decide si quiere irse o seguir adelante. Es una ceremonia muy fuerte. La que hace los votos se tira en el piso boca abajo mientras todos cantan y rezan. Esa es una de las partes más impactantes”, describe. Sus padres estuvieron presentes, en primera fila.

Tras dejar el monasterio, estudió
Tras dejar el monasterio, estudió Literaturas Comparadas en la Universidad de Rutgers, Estados Unidos, y se formó en la escritura creativa con Hugo Correa Luna en Buenos Aires

Una revelación en Francia

De los tres votos —castidad, pobreza y obediencia—, el que más le costó cumplir a Florencia fue el último. “Sin ninguna duda, la obediencia fue lo más difícil”, asegura. A medida que pasaban los años, y ella dejaba de ser aquella joven de 20 años, el mandato de obedecer sin cuestionar empezó a hacerle ruido. “A los 26 ya era otra persona. Veía incoherencias y tenía interrogantes”, explica.

El problema no era solo el voto en sí, sino las contradicciones cotidianas que presenciaba puertas adentro. “Había un grupito selecto que podía hacer cosas que el resto no. Por ejemplo, durante la siesta, la abadesa te podía invitar a tomar el té con cosas ricas. Todo en secreto, porque el resto no lo sabía”, recuerda. Esa dinámica de privilegios —de la que formaba parte— la incomodaba cada vez más. “Pensaba: ‘¿De qué sirve rezar por el mundo y ser testigo de la injusticia acá adentro?’”.

Hacia el final de su estadía, entre 1992 y 1993, fue enviada a Francia. Los motivos: sabía hablar francés y el monasterio de destino era conocido por su tradición en canto gregoriano, disciplina en la que Florencia se había formado. A la distancia, experimentó un contraste inesperado que puso de manifiesto el desgaste que venía arrastrando. “Descubrí que allí se vivía una espiritualidad mucho más pura. Por lo menos, esa fue mi visión”, dice. Si bien el encierro era mayor —las visitas se hacían a través de una reja—, la vida interna le pareció más coherente. “Era lo que planteaba el papa Francisco: ‘Volver al espíritu del Evangelio’”, dice.

En cartas a sus compañeras expresó esas nuevas vivencias, algo que, cree ahora, no fue bien recibido. Cuando regresó, la abadesa —a quien había considerado una figura materna— no solo no le devolvió su puesto como directora del coro, sino que la apartó por completo. “Eso me tocó el punto más sensible”, reconoce.

Aunque por dentro hervía, no dijo nada. Lloró en silencio y empezó a cerrarse sobre sí misma. “Me tragaba toda la angustia. Sentía que no podía compartir nada con nadie y la contradicción volvió: ‘Si yo soy monja e hice votos de obediencia, ¿por qué esto me está afectando tanto?’, pensaba. Tendría que poder ofrecérselo a Dios y decir: ‘Estoy feliz de que no me pidan que trabaje en la dirección de coro’, pero no lo sentía así”.

El quiebre definitivo llegó poco después, en 1994, con la muerte de su abuela materna. Habían tenido una relación cercana durante la adolescencia, y su familia esperaba que asistiera al entierro. Florencia pidió permiso para ir, pero la respuesta fue negativa. “‘Si te dejo a vos, tengo que dejar a todas’, me dijo la abadesa. Y tenía razón, pero no pude tolerarlo. Fue la gota que rebasó el vaso: ahí decidí irme”, explica.

En 2022 publicó "El canto
En 2022 publicó "El canto de las horas" (Libros del Zorzal), una novela inspirada en su experiencia en el monasterio contemplativo. Años antes, en 2016, escribió "Hasta hoy recuerdo cada verso", una crónica de inmigración de su familia, del sur de Francia a la provincia de Corrientes

—¿Cómo fue tu salida? ¿Tuviste reuniones o un día dijiste: “Me voy”?

Me fui solamente dejando una carta. Sabía que si hablaba con la abadesa iba a volver a convencerme porque yo la quería mucho y ella me quería mucho a mí. Escribí un texto bien largo explicándole todo lo que me venía pasando y que había decidido no recurrir a ella porque no quería que me hiciera dudar. Dejé el sobre y me fui.

—¿Nadie sospechó nada cuando te vieron salir del monasterio?

—No, porque como yo era de las pocas que sabía manejar, solía hacer salidas, por ejemplo, para llevar a la abadesa a hacer trámites. Entonces a nadie le llamó la atención. En la carta, además, expliqué que iba a estar en lo de mis padres y dejé un número de teléfono para que me contactaran. Y así fue: ella después me llamó, volví y tuvimos una charla.

—¿Se enojó o te entendió?

—Para la abadesa fue muy duro. Se lo tomó bastante mal. Lo que más le dolió fue que no hubiera hablado con ella en todo ese proceso. Pasó el tiempo, regresé varias veces con la intención de conversar y que me entendiera, pero nunca quiso. Así que poco a poco fui dejando de ir.

De viaje con su marido
De viaje con su marido David en marzo pasado

—¿Cuál fue la reacción de tu familia?

—No podían creerlo. Mi mamá y mi papá estaban de viaje, pero fui a su departamento, donde vivía mi hermana menor, y después se sumaron dos hermanos más: lloraban de alegría. Esa noche llamamos a mis padres. Ellos estaban en el Uruguay, porque en esa época pasaban seis meses allá y seis meses en Buenos Aires. Enseguida mi padre me sacó un pasaje y me fui para allá con ropa de mi hermana. Y ahí pasé, probablemente, 30 días. Yo estaba flaca, casi transparente, así que me alimentaron y me vistieron. Después regresamos y conseguí trabajo rapidísimo. En ese sentido tuve suerte.

—¿Costó insertarte socialmente?

—No. Si bien tenía mis momentos de tratar de estar sola, me gustó mucho la parte de redescubrir a mi familia: volver a estar con mis hermanos y mis sobrinos, que en ese momento eran chiquititos. No puedo decir que me haya costado. Justamente, creo que fue gracias a mi familia y también a que reconecté con dos de mis mejores amigos de antes, que pude adaptarme rápido. Empecé a estudiar Musicoterapia y, por mi francés, conseguí un puesto en una inmobiliaria, porque no tenía experiencia de nada. Ni siquiera sabía de computación. Ahí trabajé unos meses nomás, hasta que me fui a una empresa de asistencia al viajero. Después conocí a mi marido, que es norteamericano, nos casamos y al año nos fuimos a vivir a Estados Unidos.

—De ser monja de clausura en un monasterio contemplativo a casarte y tener una hija. ¿Lo habías imaginado?

—Cuando me presentaron a mi marido, no quería saber nada. No fue un flechazo en absoluto, pero empezamos como una amistad y, poco a poco, nos enganchamos.

—¿Te casaste por iglesia?

—Sí. Me casé por iglesia. Todavía me quedaba fe. (Risas).

"No me arrepiento de haber
"No me arrepiento de haber sido monja, pero sí de haberlo sido tanto tiempo", dice

—Después de ser madre, ¿te pusiste más en el lugar de tus padres al momento de decirles que querías ser monja?

—Sí. En algún momento le dije: “Hija no me vayas a hacer eso”. Y ella me contestó: “¡Ni loca, mamá!”. Al principio yo no quería reconectarme con mi vida pasada. Quería ir adelante, tenía proyectos, ganas de estudiar y de viajar. Fue bastante más adelante, cuando empecé terapia, que comencé a revisar toda esa etapa y a pensar en plasmar mi historia en un libro. Así surgió El canto de las horas (Libros del Zorzal, 2022). Me llevó diez años, pero necesitaba hacerlo. Primero, para que le quedara a mi hija. Después porque empecé a pensar que otras chicas podían pasar por lo mismo. Y no me equivoqué: tras publicar la novela me contactaron unas cuantas.

—¿Cuál es tu vínculo con la Iglesia hoy? ¿Vas a misa, por ejemplo?

—La parte espiritual no la perdí, pero ahora pasa por meditar, salir a caminar o escuchar música. Admiré muchísimo al papa Francisco. Me encanta todo lo que dijo e hizo. De hecho, yo estuve en el Vaticano como monja, así que conozco algunas internas. Pero la parte institucional de la Iglesia no me llega en absoluto: me desilusionó.

—El próximo 30 de mayo vas a cumplir 64 y, a esta altura, los doce años en el monasterio son un pedacito de tu vida. ¿Cómo lo ves hoy? ¿Te arrepentís?

—Mi sentimiento hacia esos 12 años es de mucho cariño. Fue una experiencia muy rica. Y todas esas pequeñas cosas que te mencioné que para mí en ese momento eran un mundo, no son las que me pesan. No me arrepiento de haber sido monja, pero sí de haberlo sido tanto tiempo, porque yo entré a los 20 y salí a los 32. Hoy la veo a mi hija, que tiene 26, veo lo que está haciendo, y entiendo que todo eso yo no lo viví. Estuve en un lugar muy protegido, luchando con mi propio interior. Ese es el gran dolor que tengo. Reprocho que no me hayan ayudado a entender que esa vida no era para mí. Fue demasiado tiempo.