La primera visita de Fidel Castro a la Argentina meses después de la Revolución Cubana y su recibimiento como un héroe

En mayo de 1959 estuvo pocos días en Buenos Aires. Se entrevistó con el presidente Arturo Frondizi y fue ovacionado luego de un discurso. Había gente que lo esperaba para ver de cerca a uno de los “barbudos” cubanos

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El informe de Sucesos Argentinos de la visita de Fidel Castro a la Argentina en 1959

Lo ovacionaron. Y lo admiraron también, como a un héroe moderno. También hubo quien lo miró con curiosidad y otros que lo miraron con recelo. Fidel Castro era consciente del fragor que despertaba su presencia. Tenía treinta y dos años, vestía su uniforme de fajina de guerrillero vencedor, estaba acompañado de funcionarios de su país y de tres o cuatro guerrilleros que oficiaban de custodia personalísima, barbudos como él, hirsutos, sonrientes. Hacía apenas cuatro meses que su revolución, la entonces legendaria Revolución Cubana, había derrocado en Cuba al dictador Fulgencio Batista y que Fidel, nadie lo llamaba Castro, había entrado triunfante en La Habana del brazo de otros guerrilleros entre los que destacaba, otra curiosidad, el médico argentino Ernesto “Che” Guevara.

Ahora, el 2 de mayo de 1959, en un antiguo salón de la entonces Secretaría de Comercio, en la Avenida Roque Sáenz Peña y a metros de la Casa Rosada, Fidel se acomodó frente a una mesa y a un micrófono, para hablar ante el “Comité de los 21”, una efímera alianza continental que buscaba mejorar las relaciones entre América latina y Estados Unidos. Castro dijo entonces una frase, una de las tantas que dijo, que pese a los sesenta y seis años que pasaron desde aquella mañana, parece haber sido escrita ayer: “La inestabilidad política de los gobiernos y de los pueblos de América Latina no es la causa del subdesarrollo: es la consecuencia del subdesarrollo”. A su lado, el representante de Brasil dijo en voz alta “Muito bem” y aplaudió: le siguió una atronadora ovación.

Fidel Castro y el presidente
Fidel Castro y el presidente argentino Arturo Frondizi

Así fue el debut de Fidel Castro como orador en la que fue su primera visita a la Argentina, ante aquellas representaciones diplomáticas continentales, reunidas en Buenos Aires para llevar adelante una iniciativa del presidente brasileño, Juscelino Kubitschek, que bregaba por un entendimiento con los Estados Unidos.

Castro había llegado a Buenos Aires el día anterior, 1 de mayo, casi a la misma hora en la que el presidente Arturo Frondizi inauguraba el 91° período de Sesiones del Congreso. Frondizi, dada la época, también había lanzado una advertencia que parece escrita ayer y que cobraría vigencia en los años por venir en la Argentina: “No se busque en la fuerza lo que el comicio no niega. La violencia, sería la derrota definitiva de la República”. Frondizi había asumido hacía justo un año. Había triunfado en las elecciones gracias a un acuerdo con Juan Perón, que le cedió el voto de su movimiento proscripto por la Revolución Libertadora, que lo había derrocado en 1955, así que el mensaje del presidente era claro y tenía destinatarios.

Por todo eso, y por algo más, Fidel Castro, era visto como un héroe a través de ese curioso prisma, una inalterable costumbre argentina, que acomoda los tantos según quién juegue el partido. El peronismo, tal vez los radicales de Frondizi, un amplio sector del socialismo y de la izquierda y mucha juventud entusiasta, veían al primer ministro cubano como un defensor de la libertad que había derrocado a una dictadura, como, sentían, había sido la Libertadora. Quienes pensaban del otro lado en cambio, veían a Castro como a un paladín de esa misma libertad que había terminado con un “Perón” centroamericano: Batista. Todo era un disparate sobre el que Fidel navegaba a dos aguas, sereno, cómodo y astuto.

Fidel llega al Plaza Hotel,
Fidel llega al Plaza Hotel, donde se alojaba, y lo espera gente para saludarlo

Su llegada a Ezeiza, el viernes 1, había sido un caos. Primero, el avión, un turbohélice Bristol Britannia de la Compañía Cubana de Aviación, había llegado con retraso desde San Pablo, Brasil. El aeropuerto, custodiado desde dos días antes por trescientos policías de la provincia de Buenos Aires, desbordaba de gente que, desde la medianoche anterior, había colmado el salón número 1 del entonces Espigón Internacional. Debió intervenir el embajador cubano, Américo Cruz Fernández, para que los fotógrafos pudieran acceder a la pista y para que la multitud viese de cerca al líder revolucionario: “A Fidel no le gustaría ver a toda esta gente con las puertas cerradas”, dijo con cierto romántico candor.

Castro pisó tierra a la una treinta y cuatro de la tarde. Lo esperaban senadores, diputados, el jefe de ceremonial de la Cancillería, embajador Carlos Leguizamón y tres militares designados por el gobierno: el capitán Eduardo Bracco, el teniente de navío Héctor Alegre y el capitán Julio Fortunato. Había un cuarto militar: era el edecán naval de Frondizi, capitán de fragata Hermes Quijada. Catorce años después de aquel mediodía agitado, en abril de 1973, Quijada, ya contralmirante, fue asesinado a balazos por la guerrilla trotskista del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en la esquina de Junín y Cangallo, hoy Perón. En 1972, Quijada había dado por televisión la versión oficial del asesinato de dieciséis guerrilleros que estaban detenidos en la base naval Almirante Zar, de Trelew, en un hecho conocido como “La masacre de Trelew”.

Arturo Frondizi, recibe a Fidel
Arturo Frondizi, recibe a Fidel en la quinta de Olivos. A la derecha Carlos Florit, canciller argentino y a la izquierda del líder cubano, Julio Amoedo, embajador de Argentina en La Habana

Todo esfuerzo, ya no por aislar a Castro de los fervores populares, sino por hacerle más leve el camino desde el avión hasta el hall central del aeropuerto, fue inútil. La gente lo rodeó, lo apretujó en medio de empujones, gritos, vítores, el machacar de los fotógrafos, los manotazos de su custodia personal y el desconcierto del visitante que se excusaba: “Así no puedo hablar, es imposible. No he tenido un minuto de descanso”. Finalmente le habló a los policías que lo rodeaban: “Si me abren paso, saldré”. Le abrieron paso. Abordó el auto del embajador cubano y a todo trapo llegó a Buenos Aires y al Alvear Palace Hotel, que le dio hospedaje. Allí se quedó el resto del día, visitado sólo por el canciller argentino, Carlos Florit, uno de los jóvenes brillantes de aquel gobierno de la Unión Cívica Radical Intransigente.

Un decreto de Frondizi lo hizo huésped oficial y a las cuatro de la tarde de aquel primer día suyo en Argentina, Fidel recibió a los periodistas. Le dijeron que en Washington había inquietud acerca de su gobierno porque, según los círculos oficiales de la Casa Blanca, era presidente el general Dwight Eisenhower, habían detectado una infiltración comunista en las huestes castristas. Fidel respondió: “No coincido con el comunismo. Somos una democracia. Estamos contra todo tipo de dictadura. Por eso nos oponemos al comunismo”.

Fidel no decía la verdad. Nadie decía la verdad: ni Washington, ni Castro. Jugaban un delicado juego de piratas, parche en el ojo incluido. Los documentos conocidos luego de más de seis décadas demostrarían que Estados Unidos sabía del fervor marxista del flamante gobierno revolucionario cubano. Podía permitirse un error de cálculo en el ardor de Fidel, pero sabía que su hermano Raúl y el Che Guevara eran marxistas leninistas. Castro, por su parte y también décadas después, admitiría ante el periodista y sociólogo francés Ignacio Ramonet que se había cuidado muy bien en aquellos meses iniciales de mostrarse en forma abierta como un marxista.

Fidel Castro durante la conferencia
Fidel Castro durante la conferencia de prensa que brindó en su primera visita a la Argentina

Castro derrochó algo de humor en la conferencia de prensa en el Alvear. Cuando las preguntas pasaron del estricto rigor político a la apariencia del primer ministro y de sus acompañantes, pelos y barbas en primer plano, dijo que todos los guerrilleros habían hecho un pacto con implicancias morales: no afeitarse hasta lograr el total cumplimiento de los objetivos revolucionarios. “Además –agregó con una sonrisa– calculen ustedes que a razón de quince minutos diarios por afeitada, ahorraremos casi quince jornadas al año que dedicamos al trabajo”. Tanta era la admiración hacia Castro que un diario de Buenos Aires, insospechado de simpatías marxistas, había saludado su llegada a la Argentina con un título de exaltado tono cervantino: “¡Salud, barbado caballero!”.

El sábado 2 de mayo, Castro, que había postergado un viaje programado para ese día a Montevideo, decidió hablar ante el “Comité de los 21″. Fue todo un espectáculo. A las diez y media de una mañana fría y sin sol, en aquella época, las mañanas de principio de mayo eran frías, Castro llegó a la Secretaría de Comercio, sede del encuentro continental, después de dar un paseo por las calles de la ciudad. Un centenar de personas lo esperaban en la puerta para aclamarlo. En el noveno piso lo esperaba el canciller Florit y el titular de la OEA, José Mora. Hasta entonces, según las crónicas de la época, la sala del encuentro había sido “muda e insensible como un lago”. Pero la estrella de Fidel lo cambió todo. Florit le dio la bienvenida con cierta cargada elocuencia: “Creo que no exagero al decir que Castro constituye hoy en América una figura de brillante relieve, por su esforzado trabajo en favor de la libertad humana, y todo el continente está hoy pendiente de la realización definitiva de la gran obra que está afrontando arduamente en Cuba”.

Fiel a la que ya era su costumbre, Castro no se iba a quedar atrás: habló una hora veinticinco minutos; sus palabras fueron interrumpidas varias veces por aplausos entusiastas, transformados en ovación al final de su discurso. Todo el empaque y la formalidad de aquel encuentro diplomático se había ido al traste con el ardor del primer ministro cubano. Las crónicas de entonces lo describen así: “En los hombros de su chaqueta verde oliva, charreteras con los colores rojo y negro del Movimiento 26 de Julio y la estrella de Cuba. En la muñeca izquierda, un reloj de oro, común. Modesto. Su natural inquieto lo hacía revolverse en el asiento. Jugaba con un lápiz, que mordisqueaba a ratos. Lanzaba miradas recelosas a los costados. Gesto hosco. Su bigote es casi rubio; su barba es casi negra. Y el correcto corte de sus cabellos podría ser imitado por algunos de sus barbados acompañantes. (…) Tenía delante muchos papeles y una pequeña libreta de apuntes. Fuma poco”.

El discurso de Castro, que señaló el drama del subdesarrollo como causa principal de la volatilidad política del continente, también trazó un panorama pesimista del porvenir inmediato en aquellos países que, como la Argentina, habían recuperado la democracia después de un gobierno militar. También lanzó una dura advertencia que, el tiempo demostró, fue un acertado y triste presagio: “Todos nos hemos hecho la nueva ilusión de que las tiranías van desapareciendo de la faz de nuestro continente. Sin embargo, la realidad es que se trata de una mera ilusión y nadie sería capaz de afirmar aquí honradamente cuanto tiempo de existencia se les calcula a varios gobiernos constitucionales de América Latina; cuánto tiempo se le calcula a esta era de despertar democrático que tanto sacrificio costó; y cuánto pueden durar los gobiernos constitucionales arrinconados entre la miseria, que provoca todo género de conflictos sociales, y la ambición de los que esperan el momento oportuno de adueñarse nuevamente del poder por la fuerza. Hemos declarado al ideal democrático como el ideal que se ajusta a la idiosincrasia y a la aspiración de los pueblos de este continente”.

El vaticinio de Castro se cumpliría con extraordinaria exactitud; en cambio, en los años siguientes, no fue su ideal democrático precisamente el que alumbró su medio siglo como hombre fuerte de Cuba.

Tumultuoso paso de Fidel Castro
Tumultuoso paso de Fidel Castro por los carritos de la Costanera para comer un choripán y beber vino. Lo acompañó Carlos Florit

Después de cerrar las deliberaciones del “Comité de los 21″, Castro, junto a parte de su comitiva, fue hasta una casa de Cabello 2350, en Palermo, para almorzar con uno de sus tíos, Gonzalo Castro. Después, se entrevistó con Frondizi en la Quinta de Olivos. El domingo 3, día de su partida a Montevideo, volvió a recorrer las calles de la ciudad y algunos sitios típicos. Uno de ellos fue la Costanera, que entonces estaba poblada de los populares “carritos”, unos tablados algo chungos que eran la prehistoria de los elegantes restaurantes del siglo XXI y que, lejos de los menús gourmet, ofrecían sándwiches de chorizo, carne asada y vino. Junto a Florit, que fue quien pagó la cuenta, Fidel cedió a la tentación de pedir un choripán (tal vez ya se llamaran así en ese entonces) y bebió tres vasos de vino. Sentenció: “El vino es muy suave. Cuanto tengamos mercado común, nosotros les compraremos vino y les venderemos a ustedes tabaco”. Era una ilusión: todavía no había pasado lo que estaba por venir.

A las dos y veinte de la tarde, su avión despegó de Ezeiza rumbo a Uruguay. La breve primera visita de Fidel Castro a la Argentina, había terminado. No iba a ser la única.