
—¿Eres Diego?
—Sí.
—Soy el papa Francisco.
Diego Neria Lejárraga pensó lo mismo que pensaría cualquiera: que detrás de ese “Número privado” de la pantalla había alguien haciéndole una broma. Enseguida pensó en otra posibilidad: que era un teleoperador con enormes dones de imitador, no sólo para el tono de voz sino incluso para el acento argentino, y que en instantes intentaría venderle una nueva línea de celular. Pero del otro lado insistían.
—En serio, soy el papa Francisco.
—No me tomes más el pelo.
—Es que es en serio.
—Mira, en España es la hora de la siesta, a esta hora quiero descansar, así que llama para hacer la broma en otro horario.
Del otro lado de la línea se escuchaban risas e insistencia. Diego no está seguro, pero cree que esos segundos le alcanzaron para soltar lo que de su lado del Atlántico, en Extremadura, se dice “un taco” y del nuestro, “una puteada”. Pero justo cuando estaba por cortar la llamada, llegaron las palabras que destrabaron el malentendido.
—Diego, soy yo, en serio. Tengo delante la carta que me mandaste, y te voy a leer un fragmento para que termines de creerme.

El papa Francisco leyó uno o dos párrafos y entonces Diego neria Lejárraga no tuvo escapatoria: tuvo que creer. Ese hombre al que le había mandado una carta tres meses atrás, en un sobre en el que escribió el código postal que Google le indicaba como correspondiente al Vaticano, respondía a su llamado. Diego no lo sabía, pero estaba a punto de convertirse en el primer trans en ser recibido oficialmente por un Papa.
“Quiero que vengas a Roma”
“Muy poca gente sabía que yo le había escrito una carta al Papa. Sólo los más íntimos. Así que cuando me dijo que iba a leerme la carta y escuché esos párrafos ya no había duda: era él”, reconstruye Diego ahora desde España, donde nació hace 58 años y desde donde conversa con Infobae. Francisco, el Papa argentino que acaba de morir, le dijo: “Leí tu carta, me he enamorado de ella y quiero que vengas a Roma a verme”.
Le dijo también que no se preocupara, que él se ocuparía de gestionar los pasajes, el alojamiento, todo lo que hiciera falta para lograr ese encuentro que Diego no había ni imaginado ni soñado.
Cuando la llamada terminó, les contó a su hermana y a su pareja, Macarena, que el papa Francisco se había comunicado con él y lo había invitado al Vaticano. Y ellas pensaron lo mismo que pensaría cualquiera: primero, que Diego les estaba haciendo una broma; después de verlo tan convencido, que alguien lo estaba engañando. Pero era todo cierto.
Historia de una carta
“¡Hija del Diablo”, “¡te vas a quemar en el infierno!”, “¡tú te has quemado ya!”. Cuando un cura de la ciudad de Plasencia, en la que vivía, le gritó todos esos insultos en la calle, Diego ya había tramitado su nuevo DNI, que reconocía legalmente la identidad de género que él había empezado a autopercibir a los 5 ó 6 años. “Todo el pueblo sabía que yo ya tenía mi nuevo DNI, nos conocíamos todos con todos. Ese cura me montó un circo de locos y siguió caminando como si nada”.
Pero Diego no pudo seguir como si nada. En vez de ir a trabajar, decidió pegar media vuelta y volverse a su casa inmediatamente. “Me vine abajo de una manera inolvidable. No pude salir a trabajar ni ese día ni el siguiente. Fue horrible, devastador”, cuenta.

“Yo sentí que hasta ahí había llegado y que alguien me tenía que explicar lo que estaba pasando. Desde chico me desahogo escribiendo, así que en medio de ese dolor y de ese enojo, hice lo que siempre hacía: me puse a escribir. Yo no pedí nacer así ni me estaba resultando fácil ser así, así que expresé todo en eso que escribía y cuando terminé me di cuenta de que tenía siete páginas escritas. Pensé ‘¿qué hago con esto?’”.
Diego se acordó de cuando, en una conferencia de prensa, Francisco había respondido sobre la mirada de la Iglesia respecto de las parejas homosexuales. “De repente había oído decir al Papa nuevo que quién era él para juzgar a un homosexual, y que no hay madres solteras, sino madres. Entonces metí la carta en un sobre, escribí ‘A la atención de Su Santidad’, y la mandé. Nunca pensé que iba a pasar nada con eso”, reconstruye. Era mediados de 2014.
Una vida de maltrato, otra vida de libertad
“A los 5 ó 6 años yo ya sabía que quería ser un niño. Pedí a los Reyes Magos una colita, que es como le decimos aquí al pene. Por supuesto, no la recibí: no había manera de darme eso que yo quería, que era tener el cuerpo de un niño primero, de un hombre cuando fuera más grande”, recuerda Diego.
“A los 9 años me echaron del colegio de monjas al que iba después de que una de ellas me interrogara para que yo admitiera que me gustaba una compañera”, suma. En esos años, debía vivir de acuerdo al sexo biológico y la identidad de género asignada al nacer: la de una nena.
El colegio de monjas consideró que “no era moralmente aceptable” -así se lo explicaron a la familia- que a una nena le gustara otra nena, así que decidieron que la única solución era la expulsión. En misa, muchas mujeres muchas veces le dijeron que cómo se atrevía a estar allí: otra expulsión.

“Mi madre pasó sus últimos trece años con enfermedad renal crónica. Recibió un trasplante pero no funcionó. Así que nos pidió a todos en la familia, a mi padre, a mi hermana y a mí, que salvo que fuera una urgencia, no nos sometiéramos a una operación. Y yo respeté eso que nos pidió”, le cuenta Diego a Infobae.
Creció usando ropa de la que socialmente se asocia mucho más a los varones que a las mujeres. “Para meterme en una piscina me vendaba el pecho y usaba una camiseta todos los veranos. Me decían ‘marimacho’ o ‘lesbiana’. Me maltrataban de todas las maneras posibles. Sólo los más cercanos sabían con detalle cómo me sentía realmente, y aunque a mi madre le costaba mucho entender cómo me sentía, me defendía como un bulldog del afuera”, se acuerda.
A veces, le mentía a esa madre. Le decía que salía con amigos pero en realidad pasaba horas en compañía de algún perro o en completa soledad. “No lograba hacer amigos pero le decía eso para que no sufriera por mi falta de grupo social”, reconstruye.
María, la mamá de Diego, murió hace 18 años. “Tras su partida, tuve un primer año extremadamente difícil, fue muy doloroso. Y luego empecé formalmente mi transición. Tramité mi DNI, hice las cirugías y, con un endocrino, el tratamiento hormonal. Finalmente estaba en el cuerpo y en el nombre en el que me había sentido desde la niñez. Fue muy importante para mí, otra vida, la que yo deseaba vivir desde el comienzo”, reflexiona.
El llamado que confirmó el encuentro
Aunque la transición física, hormonal y legal habían sido grandes pasos, Diego seguía padeciendo el acoso y el maltrato de muchos en el pueblo en el que vivía. El sacerdote que le gritó en la calle fue la gota que rebalsó el vaso, y también el motor para desahogar la angustia que acumulaba desde siempre. El desahogo se volvió carta, la carta se volvió llamado, y ahora las puertas de Roma parecían abiertas para él.

“Cerca de la Navidad, unos quince días después del primer llamado de Francisco, estaba en Sevilla, donde vive Macarena, mi pareja. Estábamos en pleno paseo con ella, su madre, sus hermanas, sus sobrinos, y me vuelve a sonar el teléfono desde un número privado. Sevilla era un cachondeo total: tiene bien ganada la fama de que allí están las mejores fiestas. Entonces me metí en un negocio para atender, porque ahora sí estaba seguro de que iba a ser desde el Vaticano”, explica Diego.
Atendió y puso el teléfono en altavoz para que Macarena, finalmente, le creyera del todo. “Las dependientas del negocio estaban que alucinaban. Me preguntaban si de verdad era el Papa. Allí mismo me preguntó en qué fecha podía ir y yo le dije que cuando él dijera. Entonces fue a por su agenda y puso fecha, y me dijo que me iba a hacer de puente el obispo de mi pueblo”, recuerda.
El viaje de su vida
Diego y Macarena esperaron juntos en una sala de Santa Marta, la dependencia del Vaticano en la que el Papa eligió vivir y en la que murió en las primeras horas de este lunes. Esperaron hasta que se abrió la puerta, y entonces el autor de la carta escuchó: “Diego, amigo, qué ganas tenía de conocerte”. La puerta se cerró detrás de Francisco, y compartieron una hora y media los tres solos.
“La reunión fue como estar pisando el cielo. Yo sentí que estaba con el hombre más importante del mundo pero que, a la vez, eso era lo de menos porque estaba con una gran persona. Francisco fue cariñoso, amable, cálido; súper argentino”, reconstruye Diego.
Nunca reveló el máximo detalle de lo que se dijeron en ese encuentro, ni tampoco lo hará en esta conversación con Infobae. Ni siquiera lo hizo en El despiste de Dios. Cuadernos de viaje de un hombre que nació mujer, el libro que escribió contando su historia de vida y ese llamado que lo llevó directo al Vaticano.

“Francisco me dio un gran abrazo. Yo en ese abrazo puse todo el dolor que había sentido, que tanto me había hecho sentir la institución eclesiástica, y él me traspasó la confianza que tanto me habían robado en mi fe. Me hizo sentir que mi fe era inquebrantable y que el Dios en el que yo creía era el mismo en el que creía él. Que no era el Dios del castigo y de la culpa que me habían vendido, sino el que protege, el que abraza. Ese era mi Dios y ese era el suyo, y ahí se acabaron todas las dudas”, se conmueve Diego.
Según explica, el Papa fue su “rescate espiritual”. “Le debo mi vida espiritual entera a él, a esa invitación, a ese abrazo y a ese encuentro. Volvió a darme la confianza de que yo era un hijo de Dios, ni más ni menos que nadie”, cuenta.
Francisco, un superhéroe
Diego neria Lejárraga tiene como foto de WhatsApp una caricatura del papa Francisco con el traje de Superman. En vez de una “S” en el pecho, tiene la “F”, su inicial. No la puso allí el lunes al enterarse de la muerte del Sumo Pontífice en Roma: estaba allí antes. “Es que es mi superhéroe”, define.
“Fue firme en su propósito de abrir las ventanas de la Iglesia para todos para que entrara aire fresco y que se vaya el olor a añejo que impuso una parte de la curia, esas raíces podridas que había que sanear. No he conocido a ningún Papa que haya hecho la cuarta parte de lo que hizo o intentó este hombre. Así que por eso es mi superhéroe. Y porque me rescató”, vuelve a decir.
Diego se fue de Santa Marta con una convicción: que podía comulgar cuando quisiera. Que nadie le podía negar esa posibilidad. Y tenía un argumento infalible bajo la manga para oponerle al sacerdote que osara contradecirlo: “A mí me ha dicho tu jefe que yo tengo el mismo derecho que cualquiera de tomar la comunión”.

Después de esa visita a su superhéroe en el Vaticano, Diego habló muchas veces sobre la historia de su vida, el acoso que había sufrido, las heridas que cargaba su cuerpo, la pelea por defender su identidad de género. Haber sido el primer transexual recibido por un Papa le ponía cientos de micrófonos enfrente.
“Lo más importante que tengo para decir es que después de la muerte de mi madre descubrí que ella lloraba por mi sufrimiento en un cuarto, y yo lloraba en el de al lado. Y lo que hay que hacer es llorar juntos cuando algo duele. No es que así no duela, es que duele menos. Eso es lo que intento transmitir cada vez que me escriben madres y padres de personas transexuales, o incluso quienes estén transitando el mismo camino que transité yo y están sufriendo: hay que hacerse compañía, estar juntos. Eso lo cambia todo”, cuenta.
Está seguro de que ese llamado de un número privado que casi no atiende y que pensó que se trataba de un chiste de mal gusto se lo mandó su mamá, María. “Creo que fue ella desde el cielo, para que yo pudiera recuperar la confianza en mí y en mi Dios en ese abrazo inolvidable que me dio el papa Francisco”, aventura. Ese abrazo que se guarda para toda la vida.
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