El hombre que compartió cenas de Nochebuena y Pésaj con el Papa, y los detalles de las cartas que intercambiaban todas las semanas

Alberto Zimerman, de la comunidad judía y miembro de la DAIA, fue uno de los amigos del Papa argentino. En una conmovedora entrevista con Infobae, recuerda su primer encuentro, los intercambios epistolares, el carácter gracioso del Papa y la última carta que recibió del Sumo Pontífice, cuatro semanas antes de su muerte

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Encuentro del 16 de diciembre
Encuentro del 16 de diciembre de 2022. Durante su visita a Roma, como secretario de Diálogo Interconfesional de la DAIA, Alberto Zimerman, se encontró con Francisco. En esa oportunidad, hablaron de la construcción del “Camino del Encuentro”, una iniciativa que la DAIA

“Fue amigo de los judíos. Fue amigo de los musulmanes. Fue amigo de todos...”, dice conmovido Alberto Zimerman, de la comunidad judía y miembro de la DAIA, y reconoce que aún le cuesta hablar en pasado de Francisco, a quien como gesto de cariño y complicidad todavía llama Chief. “Él era un jefe”, lo define, con la sonrisa suspendida por la emoción.

Zimerman fue uno de los amigos cercanos del Papa argentino. Un vínculo que comenzó de forma inesperada en 1998 y se profundizó a lo largo de más de dos décadas, y se afianzó durante los años de pontificado. Mientras Bergoglio estaba en Buenos Aires, compartieron sobremesas, conversaciones privadas y también silencios cómplices; cuando se convirtió en Papa, se escribían con frecuencia. “Le escribía todos los viernes. Él me respondía los sábados o domingos. Era nuestro pacto tácito”, cuenta. Cuando Francisco no contaba con tiempo, le mandaba un mensaje corto, disculpándose por eso; y si no recibía su mensaje habitual, dejaba de contestarle por un tiempo. “Me hacía notar que yo no había cumplido ese pacto”, admite Alberto sin temor de dejar fluir su emoción.

En la madrugada romana del lunes 21 de abril, Francisco murió en su casa de Santa Marta, el modesto alojamiento del Vaticano que eligió para vivir en lugar del Palacio Apostólico. “Conocí esa casa, una habitación, en realidad. Era sencilla, como él. Tenía una sala pequeña, un escritorio que daba al baño; en la habitación había una camita, que siempre estaba llena de cartas, porque él leía todas. Lo único que cambió con los años fue el tamaño de su biblioteca”, cuenta Zimerman, y recuerda que, como allí no había una cocina, al Papa le dejaban fruta para comer por las noches y que nunca aceptó lujos ni vacaciones: “Con la cantidad de chicos que hay muriéndose de hambre en Roma, ¿yo me voy a ir a descansar a un lugar de lujo? Ni lo sueñes”, le dijo una vez cuando Alberto le preguntó por qué no iba a pasar unos días a la localidad de Castel Gandolfo.

Durante más de una hora, en un extenso y sentido diálogo con Infobae, Zimerman habló del hombre que el mundo llora. Compartió anécdotas, habló de las cartas, llamadas, gestos y compartió una sola imagen: la última foto juntos, tomada en Roma.

El libro que Alberto Zimerman
El libro que Alberto Zimerman escribió con Humberto Gussoni

Un comienzo inesperado

Se conocieron en 1998, en la Catedral Metropolitana, cuando Zimerman —entonces voluntario de la B’nai B’rith— fue a pedirle a Bergoglio que autorizara una ceremonia interreligiosa por la Noche de los Cristales Rotos. El entonces arzobispo respondió: “No es el momento”, pero Zimerman, por un malentendido o problema de audición, solo escuchó el “no”. Dolido, reaccionó: “En nombre de mis cuatro abuelos y mis 19 tíos asesinados por ser judíos, muchas gracias”. Bergoglio no le respondió. Los miembros de la delegación se escandalizaron. “¡Me querían matar!”, recuerda, entre risas. Pero el cardenal no se inmutó.

Un par de meses más tarde, caminando por Avenida de Mayo, casi esquina Perú, Zimerman lo reconoció entre los peatones: lo vio venir solo por la vereda opuesta. Dudó si acercarse. “Pensé: ‘No me va a saludar nunca más’”. Pero cruzó la calle, lo llamó por su nombre y le dijo: “¿Cómo le va, Cardenal Bergoglio?”. La respuesta lo desarmó: “¿Cómo le va, Alberto Zimerman?”. “Yo me quedé mudo, se acordó de mi nombre y pensé... ‘Me cocinó para toda la vida’. Ese fue el verdadero primer paso. Nunca más dejamos de hablar”.

Días después, mientras trabajaba en su oficina, recibió un llamado desde un número privado. “¿Alberto Zimerman? Habla el padre Jorge”. Lo sorprendió porque estaba inserto en unas cuentas que debía resolver y no supo quién era. Comenzó a repasar en su cabeza los nombres de los curas que conocía y ninguno se llamaba Jorge. “‘¿Qué padre Jorge...?’, le pregunté. Y me dijo: ‘¡Bergoglio!’... No se presentó como arzobispo, ni como cardenal. Era simplemente ‘el padre Jorge’”, recuerda y se ríe, como cada vez que una anécdota regresa a su mente y le pide paso a la emoción.

Mayo de 2008. Jorge Bergoglio
Mayo de 2008. Jorge Bergoglio sentado en uno de los asientos de los viejos coches belgas de la Línea A (Foto/AP/Pablo Leguizamón)

Desde entonces, la relación se consolidó y pasó de los llamados telefónicos a compartir momentos familiares. “Pasamos dos Nochebuenas juntos, las últimas que vivió en Buenos Aires”, cuenta. La idea nació de Alberto. “Creo que fue un 10 de diciembre cuando le pregunté qué hacía en Nochebuena. ‘Y, Alberto... ¿Qué voy a hacer? Doy la misa y después me voy a dormir... Usted sabe que yo me levanto a las 4:00 y a las 6:00 salgo para las villas′, me respondió. Él se levantaba todos los días a las 4 de la mañana y rezaba de cuatro las seis, pero no era un rezo automático. Él se metía dentro de él, hacía una profunda autorreflexión. Eso hacía el 25 de diciembre, por Navidad. Pero pasaba la Nochebuena solo. Al regresar a casa, le pregunté a Mabel si estaba de acuerdo con pasar esas Fiestas católicas con él. La primera que compartimos fue en 2010″, recuerda.

Emocionado y con mezcla de ternura y pudor, sigue con esos recuerdos: “Nosotros los judíos no solemos decir ‘padre’”, dice, casi como aclaración cultural. Apenas le dio el recado a la secretaria de que necesitaba hablarle, Bergoglio lo llamó: “Alberto, ¿qué necesita?’, me dijo. Y le pregunté si sería una molestia acompañarlo en la misa de Nochebuena. Dijo que sí, que fuéramos, y cuando llegamos nos hizo sentar adelante, en el lugar donde se sienta el presidente en la Catedral. Yo no sabía dónde meterme”, cuenta. Al final de la misa, Bergoglio tomó el micrófono y dijo: “Quiero agradecer la presencia del hermano Alberto Zimerman y su esposa Mabel”. Alberto sintió que se derretía de la vergüenza. Me mandó al frente. Después le dije: ‘Escúcheme, ¿usted no dice que hay que bajarse del pedestal, y me viene a escrachar así?’. Y él me respondió serio: ‘Alberto, usted no se da cuenta de lo que está haciendo. No me está acompañando: está haciendo mucho más que eso’”. Después de la ceremonia, compartieron una comida en la sacristía.

La amistad también se reforzó por la música. Sabía que a Bergoglio le gustaba la ópera, una pasión heredada de su abuela, que cuando niño lo sentaba cerca de ella a escuchar conciertos por radio, y le enseñaba a reconocer a quienes cantaban, y cada instrumento. En una visita al Vaticano, Alberto le llevó una caja con CDs. “Me dijo: ‘¡Cómo gastó tanto!’ Delante de mi hijo me retó —se ríe—. Y después me retó por otra cosa también. Era así, directo, gracioso, sincero”.

El Papa Francisco toca las
El Papa Francisco toca las piedras del Muro Occidental, lugar de oración más sagrado del judaísmo, en la Ciudad Vieja de Jerusalén (REUTERS/Ronen Zvulun)

Aunque cada vez que viajaba, Alberto le traía un presente, la vez que viajó a Jerusalén, le preguntó qué quería de ahí. “‘¿Me trae una piedra?’, me pidió y sabía que ese era un pedido especial. Fui a un lugar que sabía era importante y cuando la tomé, una monja me gritó que no la sacara. Le dije que era para el cardenal argentino. Me respondió que no le importaba. Pero yo igual me la traje”, cuenta.

Luego de la última Nochebuena que compartieron, a Bergoglio le tocaba pasar el Pésaj con la familia de Alberto. Se lo había prometido, pero como coincidía en fecha con la Semana Santa católica, las ocupaciones religiosas de Jorge no le habían dado la oportunidad de hacerlo. Pero en 2013, el Pésaj iniciaba el lunes 25 de marzo y Jueves Santo caía en el jueves 28 de marzo, así que habían acordado cenar ese lunes 25. Pero, Benedicto XVI, renunció a su cargo el 28 de febrero de 2013 y el cónclave para elegir a su sucesor comenzó el martes 12 de marzo. Bergoglio le contó a Alberto que le tocaba ir, por eso, antes de que viajara, Alberto le entregó un pergamino con la oración judía del viajero, escrita en hebreo y español.

Deseaba que pudiera ir y volver con salud y en paz, que ningún enemigo lo dañara, que ninguna fiera lo atacara”, decía en esa oración. Lo recibió con emoción y le recordó que le había prometido pasar Pésaj en su casa. “Me dijo: ‘El lunes después de Semana Santa estoy en tu casa, Mabel, prepará una comida rica’”. Pero esa Pascua judía coincidió con su partida a Roma. “Viajó con una valijita chica, convencido de que iba a volver. Nunca pensó que sería elegido Papa. Yo creo que fue con la idea de hacer el ‘trámite’ y volver”, analiza hoy.

El emotivo momento en que,
El emotivo momento en que, ya como papa Francisco, saluda a la multitud desde el balcón central en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, el 13 de marzo de 2013 (AP Foto/Gregorio Borgia)

Entre los diálogos íntimos y los silencios respetados

“Después de ser elegido Papa, me llamó mientras yo viajaba en el subte. ¡Me largué a llorar! Pensé que ya no me iba a llamar más. Pero me dijo ‘Hola, Alberto’, como siempre. Yo le reconocí la voz. Me aseguró que íbamos a seguir en contacto”. Y así fue. Poco después, le envió su dirección de correo electrónico personal, que no compartía con cualquiera. “Me dijo: ‘Escribime acá, y yo te contesto’”. A partir de entonces, comenzó un nuevo intercambio epistolar, ahora digital, que duraría hasta los últimos días de Francisco.

Alberto cuenta que los intercambios se daban de viernes a domingo: a él le tocaba escribirle los viernes; y Francisco, le respondía cada fin de semana. Hablaban de todo. Seguían compartiendo consejos, preguntas, intercambiaban pensamientos. Y de todo eso, como muestra incondicional de amistad, prefiere no dar detalles. Y cuando cuenta sobre un tema puntual, pide que quede “entre nosotros”. También dice que viajó en varias oportunidades al Vaticano. En cada visita, se sentaban a conversar durante horas.

“Charlábamos de todo: de nuestras familias, de la situación en la Argentina, de política internacional. Era un jesuita: todo lo que pensaba, hablando en el lenguaje de ajedrez, estaba a 40 jugadas adelante”, dice admirado por la inteligencia de Francisco. También le llevó regalos simbólicos que le agradecía con calidez y humor. “Siempre le llevaba algo. Una piedra, un CD, una cartita. A veces me retaba por los regalos, pero después me abrazaba”.

Papa Francisco en su primera
Papa Francisco en su primera visita internacional a Río de Janeiro, en julio de 2013 (Grosbygroup)

A lo largo de los años, Francisco le escribió cartas manuscritas, siempre firmadas con la frase que repetía en público y en privado: “Recen por mí”. En cada una, incluía saludos afectuosos a Mabel —la esposa de Alberto— y a sus hijos. “Nunca dejaba de nombrarlos. Siempre cerraba con un saludo para Mabel y los chicos”.

La última carta, sin embargo, fue distinta. “La escribió desde el hospital. Solo tenía dos párrafos y no había saludos. Ahí supe que estaba mal. Nunca había mandado una carta sin saludar a Mabel y a los chicos. Entendí que era su manera de despedirse sin decirlo”.

Zimerman lo recuerda como un hombre profundamente espiritual, pero también profundamente consciente de los límites del cuerpo. “Nunca le tuvo miedo a la muerte. Tenía claro que lo importante era cómo se iba, no cuándo. Y él eligió irse como vivió: siendo fiel a su misión”. Aunque su salud se había deteriorado, continuó con sus tareas hasta el último instante, sin delegar, sin retirarse, sin aferrarse al poder. “Murió siendo Papa hasta el último segundo”, dice Zimerman, con la voz baja, pero firme.

El papa Francisco en un
El papa Francisco en un encuentro con el rey de Bahréin, Hamad bin Isa Al Khalifa, en el palacio de Sakhir, al sur de Manama, Bahréin, 3 de noviembre de 2022 (REUTERS/Yara Nardi)

Un lugar muy especial en ese vínculo lo ocupó la madre de Alberto, sobreviviente de la Shoá. “Cuando ella murió, Francisco me llamó por teléfono. Le tenía una estima enorme. Me decía que mi mamá tenía contacto directo con Dios”, recuerda. “Él se quedaba impresionado por la forma en que rezaban las mujeres judías mayores. Decía que hablaban con Dios sin intermediarios, y eso lo conmovía”. Según Zimerman, esa experiencia lo marcó: “Un día me contaba que cuando caminaba por Flores se encontraba con señoras mayores que le decían: ‘Yo siempre le pido a Dios por usted’, y él respondía con respeto, porque creía que esas mujeres tenían un canal especial con lo divino, porque en el catolicismo no se reza directamente a Dios sino a Jesucristo”.

Un hombre coherente, un líder universal

Apartándose un poco del sentimiento de dolor por la pérdida de uno de sus amigos, Alberto habla de lo que fue Francisco para el mundo y como persona, coherente en cada aspecto de su vida. “Francisco jamás se traicionó a sí mismo”, afirma. Siendo arzobispo de Buenos Aires, viajaba en subte. En Roma, cada vez que tenía que ir a cumplir sus labores, se comportaba igual: “Se tomaba el tren desde Fiumicino hasta Termini, y de ahí el colectivo al Vaticano. No quería que lo fueran a buscar”.

En una ocasión, un chofer de la Embajada Argentina en Roma, que se dio cuenta de que Alberto conocía a Bergoglio, le pidió que lo convenciera de aceptar el traslado. “Dígale, por favor que acepte que lo lleve”, le pidió el hombre. “Nunca quiso tener privilegios. No lo hizo antes, ni después. Por eso rechazaba los anillos de oro, los zapatos rojos, la pompa. Él detestaba la ostentación. Vivía como pensaba. Nunca quiso diferenciarse por fuera. Se diferenciaba por dentro”, cuenta una de las personas que más lo conoció.

El abrazo de las tres
El abrazo de las tres religiones: Francisco con el rabino Abraham Skorka y al líder religioso musulmán Ombar Abboud, los tres argentinos ( AFP)

Uno de los gestos más insólitos —y al mismo tiempo más reveladores del carácter de Francisco— fue su negativa a operarse de la rodilla, pese a los dolores y a las recomendaciones médicas. Ese malestar lo acampanó hasta el final. “Él estaba por entrar al quirófano y le preguntó a una monja que estaba en el lugar qué tal eran lo médicos. La monja, una mujer anciana, le dijo que ella no confiaba en los médicos. Francisco se levantó de la camilla y se fue. No dejó que lo operasen. Tenía un respeto enorme por los mayores, y lo que le dijo esa mujer fue suficiente. No se operó nunca”.

Tampoco permitió que la investidura lo aislara. “Era el jefe espiritual de 1.300 millones de personas, pero te decía ‘me equivoqué’, te pedía perdón, te agradecía por escribirle. Incluso cuando no podía contestar largo, mandaba un mensaje corto: ‘Disculpame, Alberto. Estoy con mucho trabajo. No me olvido de vos’... Así es él... Era, me cuesta hablar de él en pasado”, lamenta.

Su liderazgo, asegura Zimmerman, trascendía lo religioso. “Fue un gran amigo del pueblo judío, sí. Pero también fue un gran amigo de los musulmanes”. Y agrega: “Su gesto más audaz no fue hacia nosotros, los judíos, que somos un pueblo chico; sino con los musulmanes: fue entrar en la universidad más importante del islam y firmar allí un compromiso por la paz, por el respeto mutuo, por la vida. Ningún Papa había hecho algo así. Eso lo hace único”.

21 de octubre de 2020.
21 de octubre de 2020. Uno de los tantos miércoles saludando a los fieles tras el final de la audiencia general semanal en el Vaticano (REUTERS/Guglielmo Mangiapane)

Sobre el final de una entrevista que se extendió por unos 70 minutos, Alberto dice que el legado de Francisco se define por su coherencia moral, su austeridad personal, y una visión universalista. Fue un Papa que habló de justicia social y que enmarcó su prédica en el amor.

No tengo una frase que lo represente. Todo él era un mensaje”, dice Zimerman. “Pero si algo repetía, era: ‘Recen por mí’. Era lo único que pedía”, dice conmovido. Buscando la manera de definirlo, resume: “¡Era un tipazo! Con mayúscula, Un líder de la humanidad. Lo está llorando todo el mundo. No fue solamente un líder católico, trascendió todo, era un hombre de diálogo, un hombre que en nombre de su Iglesia pidió perdón. Desde 1998 no lo vi irse de vacaciones, se dedicó a trabajar. Solamente se tomaba unos días de descanso en Santa Marta, pero se quedaba ahí”, describe.

En el último encuentro que compartieron, en noviembre de 2023, Alberto accedió a tomarse una foto. Es la única imagen que eligió compartir. “Mírale la cara”, pide. “Era un hombre feliz haciendo lo que hacía. Trascendió la religión, trascendió la política. Fue un líder espiritual para toda la humanidad. Y para mí, un gran amigo”, finaliza.

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